sábado, 24 de diciembre de 2011

Tras las huellas de Orfeo

por Encarnación Lorenzo Hernández



Todos conocemos al mítico cantor tracio. Con su música era capaz de detener ríos y vientos o de hacer que las rocas y plantas lo siguieran. Hasta persuadió a los dioses del inframundo para que le devolvieran a su dulce esposa Eurídice, pero en un momento de inseguridad durante el camino de vuelta, la perdió para siempre.
Lo verdaderamente sorprendente de esta bonita y triste historia son sus incontables ramificaciones en los ámbitos de la filosofía, la religión y el arte, tejidas a lo largo de miles de años. No somos conscientes de ellas pero permanecen visibles, como capilares bajo la piel, si miramos con una mínima atención. Me propongo contaros una historia fascinante, que en ocasiones hasta provoca un cosquilleante vértigo, cuando se comprende cuán lejos podemos viajar hacia atrás en la historia sin abandonar el presente. A poco que profundices en ellos, algunos mitos se convierten en la auténtica máquina del tiempo.

El mito de Orfeo

Cuenta la leyenda que el insuperable arte de Orfeo con el canto y la lira lo debía a sus progenitores, el dios Apolo y la musa Calíope, inspiradora de los poetas. Su alegría se apagó con la muerte de Eurídice. Aconsejado por Apolo, se atrevió a descender al reino de los muertos a rescatarla. Para seguir la pista de la metamorfosis de algunas de nuestras ideas culturales clave, es preciso conocer un poco la geografía ultraterrena entre los griegos. En los poemas homéricos, las almas de todos los muertos permanecían confinadas en un territorio subterráneo, el Hades, donde eran terriblemente desgraciadas para siempre pero no se las concebía como inmortales. Alimentadas con sangre, podían desvelar secretos a los vivos: así logró Ulises averiguar, preguntando al espectro del adivino Tiresias, cómo regresar a su añorada Ítaca. Poco a poco se fue abriendo camino una diversificación de los espacios del Más Allá, pero siempre localizados bajo tierra: el tenebroso Tártaro, donde las terribles Furias vigilaban el Lugar de los Castigos; la Isla de los Bienaventurados, también conocida como los Campos Elíseos; y un insípido pedregal, los Campos Gamonales, por los que los espíritus vagaban eternamente aburridos. Con ello, el esquema va adquiriendo un sorprendente parecido de familia con la tripartición cristiana de cielo, infierno y purgatorio.
El Tártaro era el reino de Hades y Perséfone. Hasta él acompañaba Hermes a las almas, que primero debían cruzar la laguna Estigia en la barca de Caronte, pagándole con la moneda depositada en la boca del difunto. Al llegar a la otra orilla, se transformaban en sombras. El temible can Cerbero vigilaba con sus tres cabezas que no escapase de allí ningún espíritu ni tampoco penetraran seres mortales. No obstante, algunos héroes lo lograron: Ulises, Hércules y Orfeo; y creo que ésa podría ser una de las razones por las cuales a las comunidades helenizadas de la época de Jesús les resultó tan fácil comprender y aceptar su bajada a los infiernos y su triunfo sobre la muerte como Dios hecho hombre.
Una vez en el reino de las sombras, los espíritus, sedientos por el largo viaje, se precipitaban a beber en la fuente del Leteo y, tras ello, olvidaban por completo sus vidas pasadas. Pero Orfeo era un mago, por lo que se las arregló para sortear todos esos obstáculos: hechizó con su música a Caronte, que lo transportó gratis; el fiero perro guardián le lamió los pies; tranquilizó a las Furias y, detalle éste que tiene una importancia crucial, sonsacó a Perséfone la contraseña para escapar de la fuente del olvido. Ante Hades cantó su pena con tan gran dulzura que le arrancó licencia para retornar con su amada, pero con la condición de no mirar atrás hasta que estuvieran bajo la protección de Apolo, el dios solar. En medio de un sobrecogedor silencio durante el largo regreso, Orfeo temió que la divinidad infernal le hubiese engañado y, al volverse con ansiedad para buscar a Eurídice, la vio precipitarse hacia el abismo. Los dioses antiguos parecían conocer muy bien las debilidades humanas.
Después de su fracaso, Orfeo vagaba por los campos, lleno de melancolía, sin querer buscar consuelo en otro amor. Enfurecidas por ello, unas ménades o bacantes –jóvenes borrachas, adoradoras de Dioniso o Baco, según tomemos la nomenclatura griega o romana–, lo persiguieron y, atrapándolo sin su lira mágica, lo despedazaron. En una historia que recuerda vagamente el mito de Osiris, descuartizado por Set y recompuesto por su esposa Isis, las Musas recogieron los restos de Orfeo y los enterraron al pie del Monte Olimpo, donde por ello el canto de los ruiseñores es el más bello. Pero la cabeza del poeta llegó flotando por el río Hebro hasta el mar, donde la rescataron unos pescadores. Fue enterrada en la isla de Lesbos, lo que explicaba en la Antigüedad las impresionantes cotas que alcanzó allí la poesía lírica, especialmente con la inconmensurable figura de Safo.
Finalmente, Zeus accedió a que Apolo colocara la cítara de Orfeo en el firmamento, donde podemos verla en la constelación de Lira. Como vemos, la gracia de los griegos para explicar poéticamente la realidad no tiene parangón en la historia occidental. Pero ahora tenemos que abandonar el terreno literario para adentrarnos por la senda de la religión y la filosofía, con frecuencia inextricablemente unidas en el mundo antiguo.

Orfeo y la religión

El éxito de Orfeo en sortear el Leteo le convirtió en un intermediario privilegiado para ayudar a los mortales a mejorar su posición en el Más Allá. Como una tradición extranjera, pues Tracia era un territorio muy extenso al norte de la península balcánica, su doctrina penetró en la vecina Grecia en forma de religión mistérica, que en el curso de los siglos se fundió con la tradición pitagórica. De ambas fuentes, Platón extrajo algunos rasgos fundamentales para su pensamiento, pero transformándolos radicalmente. A través de múltiples vías, desembocaron en el cristianismo, y todavía forman parte de nuestra cosmovisión. Lo que haremos será destejer el tapiz para averiguar con qué hilos se fabricó y cómo llegaron a entrelazarse.
Entre los textos órficos figuraba una teogonía parcialmente diferente de la de Hesíodo, ya que incluía el mito de los Titanes, hijos de Cronos y rivales de Zeus por el trono. El triunfo del dios del rayo los apartó de la línea sucesoria y, resentidos por ello, cuando Zeus designó heredero al dios niño Dioniso, nacido de Perséfone, los Titanes se rebelaron contra el dios supremo y mataron, despedazaron y devoraron a su hijo. Zeus no tardó en fulminarlos y, de sus cenizas y su sangre caídas sobre la tierra, nació la estirpe humana. Esta historia ponía de relieve que los hombres, herederos de los malvados Titanes aniquilados, tienen una doble naturaleza: divina, encarnada en el alma (psique), y terrenal, el cuerpo mortal y corruptible, con apetitos proclives a la violencia, al desorden, y a desobedecer a los dioses.
El antiguo crimen titánico debía ser purgado por los hombres porque cargaban con la “culpa antecedente” que había contaminado sus almas. Los paralelismos estructurales con el pecado original judeocristiano son muy evidentes, pero se difuminan en la forma de desagravio exigida por Perséfone: el castigo debía cumplirse en vidas sucesivas hasta que la diosa decretara la liberación, pasando entonces a disfrutar de la perpetua felicidad en el inframundo. Durante las vidas terrenales en la serie de transmigraciones –metempsicosis–, el alma permanecía como muerta dentro del cuerpo –soma–, que actuaba como su sepultura –sema–. Leemos en Dión Crisóstomo: “el lugar que llamamos mundo es una cárcel penosa y sofocante preparada por los dioses”. Indudablemente, la perspectiva amenazadora de un castigo tan prolongado generaba una enorme ansiedad en los antiguos. Para calmarla, el orfismo ofrecía como solución respetar una serie de tabúes en la alimentación y el vestido, tales como no comer carne –que podía recordar el canibalismo titánico–, no usar tejidos procedentes de animales muertos, realizar sacrificios incruentos y danzas dionisíacas y, sobre todo, la iniciación en los misterios órficos, que llevaban a cabo sacerdotes mendicantes. Para entender en qué consistía su ayuda en el tránsito al Allende, debemos descender otra vez a la mansión de Hades, eternamente envuelta en tinieblas, delante de la cual se situaba la temida fuente del olvido junto a un ciprés. Sólo los iniciados podían comunicar a los guardianes la contraseña secreta que Perséfone había entregado a Orfeo, y entonces eran conducidos a beber a otra fuente, de la memoria o Mnemosine, señalizada con el álamo blanco de la diosa. Así podían recordar sus vidas pasadas y también predecir el futuro. Después pasaban al Elíseo, donde disfrutaban para siempre de una primavera florida, juegos y música, como si fueran dioses. Hades permitía a estos privilegiados hacer visitas cortas al mundo de los vivos cuando los invocaran sus familiares y, según relata Robert Graves –Dioses y héroes de la Antigua Grecia–, también por su propia iniciativa durante la noche que nosotros llamamos de Todos los Santos. Los rituales de salvación se escribían en unas laminillas de oro depositadas en los enterramientos a modo de recordatorio, con una función equivalente a las fórmulas mágicas del Libro de los Muertos que ornamentaban las paredes de las tumbas egipcias.

Platón y la revisión del orfismo

Sin embargo, parece que esta doctrina teológica fue degenerando en la práctica hasta el puro mercantilismo. En un texto tardío se dice: “conozco a una vieja que por veinte óbolos o un vaso de vino le larga a uno un encantamiento de Orfeo”. Por ello, Platón tiene palabras muy duras para los pedigüeños y adivinos que intentan convencer a los ricos de que los dioses les han dado poder mediante sacrificios, fiestas y diversiones, para curar cualquier injusticia cometida por uno mismo o por sus antepasados y liberarlos de los males del Más Allá. No obstante, al mismo tiempo, en apoyo de sus ideas invoca a autores antiguos y prestigiosos que sostenían ideas órficas. En la Carta VII escribe: “es realmente preciso creer siempre en los relatos antiguos y sagrados que de hecho nos revelan que el alma es inmortal y sufre juicios y paga terribles castigos cuando se separa del cuerpo”. Con ello, Platón acepta la doctrina de la inmortalidad del alma, de raíz órfico-pitagórica, ajena a la tradición griega, aunque sustituyendo la causa de la transmigración de las almas en el orfismo –expiar la “culpa antecedente”– por la responsabilidad personal por el propio comportamiento en la vida terrena. Para los pitagóricos, la anamnesis, el recuerdo activo, era una forma de purificación del alma, al permitirle conocer la deuda contraída en vidas pasadas y la necesidad de su expiación. Mediante la reminiscencia platónica, el alma conoce igualmente su obligación de conducirse de manera justa al recordar su vínculo con las Ideas eternas.
Platón introduce otra novedad respecto de la doctrina órfica: una jerarquía ascendente en la cadena de reencarnaciones. Empédocles había relatado en su Poema: “yo he sido antes un joven y una joven, un matorral y un pájaro, y un mudo pez del mar”. El último escalón previo a la liberación del alma era ocupado por los filósofos, aunque estos no llegaban finalmente a convertirse en dioses, como sí defendía el orfismo. Platón sustituyó así la función de los rituales vacuos por la iniciación filosófica. En el Fedón, la tranquilidad de ánimo que exhibe Sócrates ante la muerte se explica por el amor a la sabiduría, que es la auténtica liberación de todo temor.
Por otro lado, para Platón resultaba intolerable que aquellos hechiceros pretendieran vender la salvación a cualquier sujeto, aunque su comportamiento hubiera sido execrable. Lo mismo que Lutero fustigó a la Iglesia Católica por la venta, mediante las bulas, de plazas en el cielo, Platón acusa a los seguidores de Orfeo y Museo –su alter ego ateniense–, de ser, como los sofistas, maestros de la doxa, de la opinión basada en las meras apariencias y no en la verdad. Igualmente, los culpa de cometer la reprobable impiedad de intentar manipular la voluntad de los dioses a su antojo. Por el peligro que representaban para la educación de los ciudadanos, debían ser eliminados de la República pues, si cualquier ritual pudiera asegurar la salvación, ¿cómo podrían los gobernantes lograr el buen comportamiento de los individuos?
En una significativa traslación, para Platón el cuerpo deja de ser sepultura para convertirse en cárcel del alma. En él está presa de sus deseos, pero también la protege y custodia. Por ello, frente al orfismo, la vida terrenal tiene para el filósofo un verdadero valor político y moral. En lugar de la culpa titánica como explicación de la dualidad ética en el hombre, concibe el alma como un carro que recorre el cielo arrastrado por dos caballos, uno dócil y otro fogoso. Y aunque en líneas generales respeta la topografía órfica de ultratumba, también introduce sustanciales diferencias. En el mito de Er, muerto en combate, los dioses le conceden el privilegio de regresar doce días para contar a los humanos lo que allí sucede. En vez de guardianes receptores de contraseñas, tres jueces separan los justos a la derecha y hacia arriba, a través del cielo; y los injustos son enviados a la izquierda y hacia abajo, al inframundo. Con ello, la dicotomía cielo-infierno estaba servida.
Son múltiples, muy sutiles y contradictorias las influencias órficas en Platón. Para los interesados en saber más, existe un texto fundamental, muy reciente, Platón y el orfismo, de Alberto Bernabé.


Orfeo revive en el arte

No acaban ahí las potencialidades culturales del mito de Orfeo, que siguió su viaje en el tiempo para reaparecer, con un empuje inaudito, en el Renacimiento, entusiasmado con la poesía griega y los ambientes pastoriles. También su historia de amor conyugal presentaba unos tintes morales muy del gusto de los autores de nuestro Siglo de Oro. Lope de Vega escribió en 1630 El marido más firme, mientras que Calderón compuso en 1663 un auto sacramental, El divino Orfeo, alegoría del verbo celestial, en tanto que Eurídice representaba la Naturaleza humana, siendo su muerte símbolo del pecado, la gracia y la redención.
Los inspirados Sonetos a Orfeo de Rilke (1923), resumen su presencia inmarchitable en el corazón de la poesía: “¡Oh, tú, el dios perdido! ¡Oh, tú, huella sin fin!”. Pero sin despreciar su influencia en la pintura –Tintoretto, Rubens, Poussin–, fue en la música donde el mito encontró su manifestación más perfecta. Dejando aparte algunas adaptaciones iniciales, existe consenso en reconocer que el nacimiento de la ópera se produjo en 1607 con Orfeo favola in musica, de Monteverdi. La novedad radicaba en que no sólo se cantaban los versos sino que se interpretaban musicalmente las emociones. Una auténtica revolución artística. Después vinieron muchas otras óperas y hasta ballets con el pretexto del mito, aunque yo destacaría dos jalones en ese camino: la bellísima ópera de Glück Orfeo y Eurídice (1762), y la ópera cómica de Offenbach en 1858, Orfeo en los infiernos, a la que debemos un referente cultural extremadamente popular, el famoso baile del can-cán.
       Cuando saltó al mundo del celuloide, la inspiración de Orfeo produjo una de las más hermosas melodías en el imaginario colectivo del siglo XX: “Manha de Carnaval”, de la película Orfeo negro (Marcel Camus, 1959). Por ello, quizás deberíamos convenir ya que nuestra cultura occidental debe mucho más al mito de Orfeo de lo que podríamos haber reconocido en un primer momento.

Eurídice, la mujer (ausente)

Pero supongo que también os habréis percatado de que, hasta ahora, hemos hablado continuamente de Orfeo y el orfismo, pero apenas nada de Eurídice. La eterna ausencia de la otredad femenina… Realmente es poco lo que sabemos de esta ninfa, tracia como Orfeo. En la mitología clásica, las ninfas eran seres de naturaleza divina con forma de hermosas doncellas, que vagaban por bosques o pastos. No podían morir de enfermedad o vejez, pero tampoco eran inmortales, de ahí que cuando Eurídice escapaba del acoso del pastor Aristeo, muriera por la mordedura de una serpiente.
En Ovidio prima la interpretación del amor romántico: Eurídice es coronada como la reina de los amantes, para toda la eternidad, en el venturoso Elíseo. Y, realmente, aunque se nos aparezca desposeída de una identidad propia, que sólo adquiere porque es amada por Orfeo, este mito del amor conyugal más allá de la muerte es verdaderamente singular en la cultura griega, en la que la mujer no disfrutaba de un status igual al varón en derechos y dignidad, como tal vez sí podría suceder entre egipcios o etruscos. Por el contrario, la mujer en Grecia era vista socialmente como un mero instrumento para garantizar la descendencia masculina, precisa para continuar los cultos familiares. Sólo recibía la formación que necesitaba para llevar a cabo las labores domésticas y, salvo en Esparta, permanecía confinada en los espacios femeninos de la casa e incluso apartada de los hombres de la familia. Ello explica con claridad la sorna de Sócrates al preguntar a uno de sus contertulios habituales: “¿pero hay alguien con quien hables menos que con tu mujer?”.
Sin embargo, Platón prefería como ejemplo supremo de sacrificio conyugal el de Alcestis, esposa del rey Admeto de Tesalia. Gravemente enfermo, un oráculo reveló que sanaría si alguien se ofrecía a morir por él, lo que así hizo la fiel Alcestis. Pero Hércules, que estaba presente, la rescató del Averno. A mí me encanta esa ubicua presencia salvadora de los héroes griegos, como la de Superman, siempre dispuesto a ponerse capa y malla velozmente en la cabina telefónica de la esquina para salir volando a “desfazer entuertos”.
Pero la fábula mitológica que mejor refleja, para mí, el amor compartido, es la de Filemón y Baucis, que relata Ovidio en las Metamorfosis: un día, Zeus y Hermes bajaron a la tierra disfrazados a comprobar la bondad de los hombres, pero nadie les abrió las puertas salvo aquella anciana pareja, ofreciéndoles todo cuanto tenían en su humilde cabaña. Agradecido, Zeus les reveló su identidad, y les ofreció concederles lo que desearan. Pese a su miseria, no fueron riquezas sino que Filemón pidió “que una misma hora nos lleve a los dos, que no vea yo nunca la tumba de mi esposa y que tampoco tenga ella que enterrarme a mí”. Cuando les llegó la hora de morir, vieron cómo les salían hojas y que una nueva vida arbórea les invadía. Mientras que aún podían hablar, se despidieron y una corteza vegetal cubrió para siempre sus bocas.
Eurídice, Alcestis o Baucis nos hablan de la consoladora posibilidad del amor eterno, que aún es un ideal posible incluso en nuestra acelerada sociedad, donde la divisa más generalizada es el cambio.


5 comentarios:

  1. Nuevamente, me sorprende la visión sintética de Encarna para tratar temas que van de lo profano a lo divino, como si fuera tan natural...
    Me ha resultado especialmente estimulante la explicación sobre el orfismo, su revisión platónica, y cómo estas superposiciones de ideas y tradiciones prepararon el terreno para la cosmogonía cristiana, elaborada principalmente en Grecia.
    No somos nadie. Gracias, Encarnita.

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  2. Admirable ejercicio de reflexión intelectual que nos demuestra que la Civilización es una tarea continua e inacabada que comenzó hace decenas de miles de años, una carrera de relevos en la que el testigo es la cultura y los corredores, algunos de los seres humanos más lúcidos y clarividentes.

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  3. De toda la historia me quedo con la fecha de 1607, en que se considera comienza la Opera con una obra dedicada al mito de Orfeo, no todo está perdido en Europa si todavía hay referencias a la mitología en las grandes manifestaciones culturales de Occidente. Interpretar musicalmente las emociones, hallazgo de Monteverdi.

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  4. Me parece muy bonito el tema y la forma de"destejer" el mito para rastrear los orígenes y las improntas que ha ido dejando en nuestra cultura, mostrando a ésta como una gran recicladora, y para mí, una forma de entender cómo nos va modificando, individualmente y a la larga como especie. Me parece un ejercicio muy instructivo.

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  5. Me ha parecido esclarecedor el mito de Orfeo a través del tiempo, todas sus vicisitudes, y cómo fue asimilado por las diferentes culturas en épocas diversas. Este eterno viaje órfico que llega a nuestros días podía compararse con el paso de la música (Orfeo) y sus múltiples manifestaciones en la existencia humana.
    ¿Quién es esa Euridice que, sin apenas conocerse su identidad, inspira a Orfeo en su música? ¿Qué es lo que motiva a un compositor (Orfeo) a permanecer fiel a esa sombra (Euridice) a la que llamamos inspiración?

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