Hijo de un premio Nobel ("de casta le viene al galgo"), Douglas Hofstadter es un científico que saltó a la escena internacional con su obra Gödel, Escher, Bach. Un eterno y grácil bucle (1979, premio Pulitzer). En Yo soy un extraño bucle explora el complejo concepto del Yo (alma, identidad personal), es decir, el misterioso secreto de nuestra consciencia, desde un punto de vista científico, o sea, desde el "saber probado". Desde un bagaje multidisciplinar, ambiciona investigar cómo es posible que lo que la tradición llama "alma" pueda surgir de la materia inerte. El hecho es que desde la sopa de partículas, ascendemos a una selva de neuronas y glías, y desde ellas, a una red de abstracciones y símbolos por medio del lenguaje. El más complejo y trascendental de los símbolos es el Yo, que los anglosajones, tan individualistas ellos, escriben siempre con mayúscula: I, y que Hofstadter piensa como un extraño bucle de realimentación y autorreferencia, capaz de tomar las riendas sobre el cuerpo y ejercer una causalidad espontánea sobre el mundo, a la que llamamos impropiamente "libre albedrío", noción esta que Hofstadter, al final de su libro, rechaza, al suponer que el movimiento de la carne ("no es la carne, es su movimiento", la danza de los síbolos dentro del cráneo) está siempre motivado por un conjunto de deseos, siendo así que nuestro comportamiento depende y está determinado por el deseo más fuerte, es decir, Hofstadter afirma que nuestro arbitrio no es libre.
El autor se siente fascinado por el hecho de que un fragmento de materia sea capaz de pensar por sí mismo o -como escribió Jorge A Krieger- pueda saberse y sentirse siendo. Desde luego, algo muy extraño tiene que ocurrir dentro de un cráneo lleno de moléculas para que surja el alma, esa luz interior, esa identidad humana única, el YO. Y debe de ser especialmente extraño para alguien habituado a pensar que en el mundo no existen más fuerzas que las cuatro básicas: gravedad, electromagnetismo y las dos nucleares (fuerte y débil).
Lo cierto es que en nuestra vida práctica de temores y esperanzas, creencias e ideas, planes y fracasos, los niveles inferiores que hacen posible la consciencia resultan irrelevantes, porque la potencia causal de un ideal o de una creencia resulta una fuerza operacional tan real o más que la de una molécula. Hofstadter llama a eso "la curiosa irrelevancia de los niveles inferiores". Los resultados macroscópicos parecen independientes del ajetreo microscópico de neuronas y sinapsis. Las neuronas no piensan, sino que es el Yo el que piensa. No extrañe que esa fuese la primera evidencia de la consciencia cartesiana, ese "pajaro enjaulado".
No obstante, esa consciencia ha emergido gradualmente y bajo presión evolutiva de patrones complejísimos físico-químicos sujetos a una dinámica matemática precisa. De esto modo, el epifenómeno de la consciencia, que también se da en grados en otros seres vivos, se hace cargo de los fenómenos neurológicos usando símbolos, representándose voluntariamente recuerdos, analogías, etc. Desde su tarima, el Yo puede evocar ideas que se agrupan y dan lugar a otras ideas. Ese Yo proyecta, gestiona deseos y usa un lenguaje finalista que alberga intenciones.
Por mucho que digamos Yo, Yo..., o lo escribamos con mayúsculas, es difícil refutar la idea de que nuestro Yo, o nuestra alma, sea sólo un "extraño bucle", una ilusión refleja, simple producto del proceso físico de un cerebro que se enfoca a sí mismo, efecto de la reflexión o recursión de su actividad. Este es el punto de vista de Hofstadter: El Yo, como estructura simbólica reflexiva, no nos pertenece en exclusiva. No es disparatado que el perro doméstico, un chimpancé o un niño, tengan también ciertas representaciones más o menos difusas y discontinuas de sí mismos. También los humanos inteligentísimos pierden el sentido del Yo cuando duermen o se absorben en una tarea de máxima concentración o en un espectáculo que les distrae intensamente. Distraerse, como divertirse, es olvidarse de uno mismo, y así descansa, se relaja el cuerpo cuando el Yo vaca o es olvidado. Por otra parte, nadie nace con un Yo, este emergió como resultado de los innumerables sucesos que le ocurrieron a un cuerpo y al cerebro alojado en él. Un "mito auoalimentado", ¿creado de la nada?, una "alucinación alucinada por una alucinación". Sin embargo, dejar de creer por completo en el yo es imposible, por mucho que ensayemos su deconstrucción, como ciertas místicas orientales, porque resulta indispensable para la supervivencia. Necesitamos nuestros yos para ser. La paradoja -que Hofstadter no soslaya- es que la cosa más valiosa que poseemos, aquella a la que atribuimos la máxima dignidad, la persona que nos sentimos ser, sea una alucinación o un espejismo.
El hecho de que en nosotros se produjese un trascendental cambio evolutivo que amplió nuestro sistema de categorías y símbolos con un potencial infinito de extensión explica que la instrospección del Yo -los senderos del alma, como sentenció Heráclito- carezcan de límite: "Los límites del alma no los hallarás andando, cualquier camino que recorras; tan profundo es su fundamento (lógos)" (fr. 754 Los filósofos presocráticos, vol. I, ed. Gredos 1978). Entiende el exégeta que por límites del alma piensa Heráclito su nacimiento y muerte. "Pero su 'fundamento' o 'sentido' van más allá de ellos" (Conrado Eggers y Victoria E. Juliá, ed. cit.). Heráclito dejó claro el vínculo de alma y cuerpo mediante la analogía de la araña con el alma y la telaraña con el cuerpo: así como la araña acude solícita al lugar en que una presa rompe su tela, el alma del hombre se apresura al lugar en que el cuerpo ha sido dañado, al que está unido de modo firme y proporcional. Y podríamos decir que intuye su recursividad: "Propio del alma (psyjé) es un fundamento que se acrecienta a sí mismo" (Herácilto, fr. 844, ed. cit.).
Cuando volvemos la atención sobre nosotros mismos o cuando recorremos esos vastos palacios y laberintos de la memoria -que decía San Agustín-, pues el hombre, más que racional es "animal memorioso" (Ortega), el cerebro produce un modelo o patrón extraordinariamente profundo e intrincado. Según Hofstadter, este modelo de nosotros mismos es lo que conocemos como el Yo. Es lo más real para cada uno de nosotros, nuestro propio ser. Mi nariz, mi ombligo, mi mal humor, mi pasión por la música, mi cuenta bancaria, mi casa, mis amigos... lo que todo eso tiene en común es el concepto 'mi'. A esta representación, aun abstracta, en su forma adjetiva o sustantiva, le concedemos más certeza que a cualquier otra, por mucho que sea intangible como un arco iris, huidiza como una liebre, tal vez perfectamente ilusoria. Pero lo cierto es que mi cuerpo está a las órdenes y a merced de mi etéreo Yo, por ejemplo a merced de mi esforzado y hasta mortificante empeño de hacerle subir a una montaña o de estudiar una factura de la compañía eléctrica.
Que el Yo sea un epífenómeno de la actividad del cerebro en conexión con el cuerpo (como una araña en su tela) significa que es el resultado aparentemente unitario de muchos sucesos diminutos e inadvertidos, una ilusión a gran escala, holística, provocada por muchos sucesos reales. Es verosímil que varios yos o complejos yoicos compitan patológicamente en la mente bipolar o multipolar de un esquizofrénico. El Yo es un conjunto más o menos coherente (con lagunas, traumas, fisuras...) de recuerdos, deseos, creencias, ideas, intenciones, propósitos, objetivos..., que pone el cuerpo en marcha ("voy a lavarme las manos"), llega a ser, por encima de los instintos (o muñones de instintos) el motor primo que provoca o inhibe actividades vitales.
¿Cómo puede ser que esa casi-cosa se muestre tan poderosa si no existe, si es una mera ilusión? El discurso de Hofstadter oscila entre negarle sustancialidad al alma y reconocerle máxima realidad. Para él, el Yo o la consciencia es real como un tipo peculiar de bucle abstracto, extraño y autobloqueado dentro del cerebro, aunque sin una localización precisa. Un "bucle extraño" es un círculo de realimentación paradójico en el que existen saltos de nivel, como en las Manos dibujando de Escher. El cambio de nivel es el que se da del dibujo al dibujante, de la imagen (icono) al artista, pero en la litografía del artista la regla es violada, pues cada una de las manos dibuja a la otra... ¡Una trampa fantástica! Disfrutamos cayendo en ella. Es una ilusión, pero existen bucles extraños -como la conocida realimentación de audio- que no son ilusiones. Este es el caso de nuestros Yos, ilusiones necesarias e inevitables.
Hofstadter está fascinado por la misteriosa naturaleza de la mente humana, más concretamente por la relación entre lo que nos permite pensar, creer, sentir, imaginar, recordar... y el mecanismo de base. Igual que existen proposiciones verdaderas que son indemostrables (Gödel) existe la libertad del Yo, su espontaneidad (auto)creativa, aunque (porque) no podemos pesar el Yo ni calcular sus medidas o el color de sus características (si fuese todo carácter y no sólo temperamento). Una criatura capaz de pensar no sabe nada de su sustrato físico, el cual hace posible el pensamiento. No obstante, sabe mucho de la interpretación simbólica del mundo (empezando porque tiene su mundo) y conoce intimamente (más o menos) lo que denomina Yo.
Y es que estamos hechos para percibir las cosas grandes en vez de las pequeñas, aunque el dominio de lo diminuto y microscópico sea, según parece, el ámbito espacio-temporal en el que se hallan los verdaderos resortes de la realidad. El lenguaje de la mente (psique) tiene poco con ver con la jerga de los neurólogos. Maneja símbolos y abstracciones muy diferentes de los que maneja el físico, conceptos mentalistas como jefa, amor, celos, culpa, envidia, deudas, ofensas, trabajo, fiesta, año, dueño, médico, autoridad, justicia, libertad, gracia, héroe, víctima..., términos de alto nivel que hemos manejado durante miles de años antes de que supiéramos de nucleóticos y aminoácidos. Los Yos protagonizan sucesos macroscópicos sin conocer qué sucesos microscópicos los hacen posible, dichos sucesos sólo son la conditio sine qua non de lo que hacemos, pero no su sentido (otro concepto mentalista). Allá abajo, dentro del cráneo, en el interior del cuerpo que no vemos y apenas sentimos, no hay significados ni secuencias semánticas, sólo un astronómico número de moléculas sin alma inmersas en una frenética y permanente actividad sin sentido, que responde a extrañas fórmulas matemáticas, de las que no están ausentes los números irracionales y se complican con la mecánica cuántica. Intuimos, eso sí, que nuestro deseo y propósito de pasear, y la orden operativa de hacerlo, causan procesos complejísimos en células nerviosas, músculos, glándulas, articulaciones y huesos.
La palabra "Yo" es útil para representar o imaginar (Kant concedió un poder trascendental a la imaginación en su Estética), para recordar y postular la supuesta unidad, coherencia interna y estabilidad temporal de todas las expectativas y deseos que residen -no sabemos cómo- en nuestro propio cerebro (que el yo puede desarreglar definitivamente mediante un disparo a la cabeza). Subrayo "propio", que indica que es mío, que tengo un cuerpo, y no sólo que lo soy. ¿De dónde proviene la persistencia tenaz de esa "ilusión"? Creo que esta pregunta es análoga a la cuestión "de dónde viene el hambre", sólo que a otro nivel muy superior. Por supuesto, el Yo no es un ente físico identificable, localizable, extraíble, tangible..., aunque pueda ser "manipulado" en un sentido social y psicológico. Es una abstracción que nos parece casi palpable. El Ego -afirma Hofstadter- es el símbolo más complejo de mi cerebro. Nace simple, pequeño e inconstante, pero crece -a veces demasiado- hasta convertirse en el complejo estructurado más importante y, por decirlo así, en jefe o dueño de todos los demás complejos mentales. Se trata de una meta-entidad holística, global, que abarca y parece mandar en todas las demás estructuras sinápticas o sinérgicas.
El Yo es este autosímbolo en un inmenso almacén mnémico que incluye no sólo episodios de lo que me ha sucedido, sino también de lo ocurrido a otros, que pueden ser personajes de ficción, de noticias, y eso a lo largo de décadas. La capacidad de hacer parcialmente nuestra la interioridad (conciencia) de otros seres es lo que diferencia a criaturas con almas grandes (muchas consciencia) y criaturas con almas pequeñas o ninguna. Los mosquitos, por ejemplo, no poseen conciencia, ni consciencia o alma. Para Hosftadter son autómatas voladores y chupadores de sangre más parecidos a diminutos misiles de infrarrojos que a seres dotados de alma.
Hofstadter cree que se trata de un bucle de autorrepresentación, efecto de un mirarse el cerebro en su espejo, alimentado en su origen por el afecto que produce en otros, que también le sirven de espejo. Esa imagen de nosotros mismos puede estar idealizada (alta autoestima) o, por el contrario, deprimida (baja autoestima); no se trata de algo estático, sino que deviene en permanente metamorfosis, aunque con la madurez se produce una especie de convergencia estabilizadora. La mejor metáfora del yo es la estructura de fórmulas autorreferentes que Gödel descubrió en el aparentement estéril universo de los Principia Mathematica de Russell y Whitehead. La identidad puede pensarse también como una Gestalt con forma de espiral, que notamos a través de procesos de categorización, repetición mental, reflexión, confrontación de hipótesis, comparaciones, analogías, juicios...
¿Cómo es posible que la consecuencia, el epifenómeno yo, acabe siendo más fundamental que su fundamento corporal? ¿Cómo es posible que sea una ilusión la que ordene lo real? Parece abrirse un abismo infranqueable entre mente y materia, similar al que algunos atribuyen a la oposición sensible / inteligible, percepción / idea, en la dialéctica platónica, un corte entre los términos fisicalistas y los mentalistas, el lenguaje científico y el práctico de todos los días, de nuestra vida en el mundo. Lo cierto es que postulamos inevitablemente la existencia de una realidad personal emergente que ejerce una causalidad inversa en el mundo, ya que el Yo es una potencia genuina que posee poder causal.
COMUNIÓN DE ALMAS
El Yo es ambiguo y posee un carácter deíctico, todos dicen yo, pero no subsiste solo ni aislado. Decimos yo y somos Yos en comunicación. Somos también un nosotros, pero una enorme red de convenciones lingüísticas y culturales insisten subliminalmente en que somos una única persona, un indivisible e indisoluble sujeto cartesiano, oponiéndose a que imaginemos cualquier tipo de mezcla, superposición, solapamiento o uso compartido de almas. Y es posible que el Tú sea más genuino y originario que el Yo y este se constituya por interiorización del proceso familiar de comunicación social -como afirmó G. H. Mead. A este respecto, Hofstadter habla de un entralazamiento lingüístico o simbólico de almas:
"Las cosas se complican cuando el lenguaje entra en escena. Es por encima de todo, a través del lenguaje como nuestros cerebros pueden ejercer una buena dosis de control indirecto sobre los cuerpos de otros seres humanos, un fenómeno muy conocido, no sólo por los padres y los sargentos de instrucción, sin también por los publicistas, los políticos y los adolescentes caprichosos. Mediante el lenguaje, los cuerpos de otras personas se pueden convertir en extensiones flexibles de nuestros propios cuerpos. En este sentido, mi cerebro está conectado al cuerpo del lector al igual que lo está al mío propio: lo que ocurre... es que no está cableado a él. Mi cerebro está conectado al cuerpo de quien lee estas líneas a través de canales de comunicación que son mucho más lentos e indirectos que los que lo conectan a mi cuerpo, por lo que el control es mucho menos eficaz.
"Por ejemplo, se me da mucho mejor escribir mi firma con mi propia mano que tratar de que alguien la dibuje a base de explicarle los mil y un detalles que yo ejecuto fluida e inconscientemente cada vez que valido el ticket en la caja del supermercado. Pero, a la luz de lo anterior, la idea inicial de que exite una distinción fundamental y absoluta entre cómo está conectado mi cerebro a mi propio cuerpo y cómo lo está a los cuerpos de otras personas parece un tanto exagerada. Está claro que hay una diferencia de grado, pero no tanto que exista un abismo entre las dos.
"¿Hasta donde hemos llegado en lo relativo al entrelazamiento de almas?" (1)
"Hofstadter y Daniel Dennett dicen que el yo, la conciencia, la voluntad, etc. son ilusiones — meramente "patrones abstractos" (el "espíritu" o "alma" de la iglesia del naturalismo fundamentalista). Ellos creen que nuestro "programa" puede ser digitalizado y puesto en computadoras, que por lo tanto adquieren psicología, y que "creer" en "fenómenos mentales" es como creer en la magia (pero nuestra psicología no está compuesta de creencias -que son sólo sus extensiones- y la naturaleza es mágica" (3)
"o creemos que la consciencia es una mera consecuencia de las leyes físicas, o creemos que se trata de algo distinto. Y lo malo es que cualquiera de las dos opciones nos lleva a conclusiones perturbadoras e incluso, a veces, inaceptables".
"Y es que esos bucles gödelianos escondidos tras los muros erigidos contra ellos y esas fuerzas sobre fuerzas anidadas en la masa vacilante en la que habitan nuestros sueños son lo único real, la explicación de por qué un ente elaborado con materia inanimada se convierte en ese ser que el lector nombra con 'yo' y que es 'usted' para el autor".
En cualquier caso, el no poder ser conscientes de nuestra complejidad física, no deja de ser una ventaja práctica. No vivimos según la tinta de las letras del poema, sino según el sentido de "impredecibles poemas que se escriben a sí mismo; vagos, metafóricos, ambiguos y, en ocasiones, insoportablente bellos".