lunes, 3 de noviembre de 2025

 

DIALÉCTICAS Y RETÓRICAS

La dialéctica ha sido una herramienta central en la filosofía occidental, pero su significado ha variado profundamente según los contextos y las pensadoras o pensadores. Desde su función crítica en los diálogos socráticos, pasando por su estructura lógica en el idealismo de Hegel, hasta la visión irónica de Schopenhauer, la dialéctica se ha entendido tanto como un método, como una técnica o como un proceso intelectual.

La palabra dialéctica procede del griego antiguo y su significado etimológico pudiera ser "lenguaje, habla, conversación" (diálektos) y "dialogar, conversar, discutir" (dialégesthai). Curiosamente, la palabra comparte la misma raíz etimológica que “dialecto”, como variante lingüística. Dialéctica significa originariamente el arte del diálogo o el arte de discutir mediante el razonamiento. Es el método que busca la verdad mediante el contraste de ideas opuestas en una conversación o debate racional. La RAE la define como “arte de dialogar, argumentar y discutir” además de como método de razonamiento desarrollado a partir de principios; también la define como la capacidad de afrontar una oposición o como una relación entre opuestos, mostrándonos además tres definiciones de tipo filosófico: primera, en la doctrina platónica, el proceso intelectual que permite llegar, a través del significado de las palabras, a las realidades trascendentales o ideas del mundo inteligible; la segunda, relativa a la tradición hegeliana, como un proceso de transformación en el que dos opuestos, tesis y antítesis, se resuelven en una forma superior o síntesis; y una tercera definición que considera a la dialéctica como una serie ordenada de verdades o teoremas que se desarrolla en la ciencia o en la sucesión y encadenamiento de los hechos.

La palabra retórica sin embargo no tiene tantos significados, etimológicamente significa el arte del orador o el arte de hablar con eficacia. La RAE la define como “Arte de bien decir, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover”. Y dando un paso más, nos encontraremos con la palabra erística, entendida como el arte discutir para ganar, sin importar la verdad o la falsedad del argumento. Iremos analizando en un recorrido histórico y de forma paralela tanto las distintas concepciones que ha tenido la dialéctica como su oposición conceptual a la retórica y la erística.

En la Grecia clásica, la dialéctica era el arte del diálogo y la argumentación, aunque en diferentes sentidos, como veremos a continuación. Nos remontamos a el siglo V a.C. en Atenas, que fue un periodo de gran efervescencia económica, cultural y política. En este contexto surgieron los sofistas, maestros itinerantes que enseñaban retórica, política y ética, y Sócrates, filósofo crítico que desafió los valores y prácticas de su tiempo, promoviendo la reflexión y el diálogo. Nos cuenta Victoria Camps que

Dice Hegel que “los sofistas fueron los hombres cultos de la Grecia de entonces y los propagadores de la cultura”.  De ahí que la sofística se haya vinculado con la ilustración griega, con el afán de acudir a la razón para resolver las preguntas más importantes que asaltan a la mente humana. Los libros de filosofía explican que esta significa el paso del mito al lógos, de la explicación mágica y fantasiosa a la argumentación racional (Camps, 2022: 15).

Pero el mito no desaparece, sino que ahora se utiliza como recurso para exponer ideas, por lo que hay que extraer del lenguaje los significados verdaderos y discutirlos con reflexividad. Para Bertrand Russell, la palabra sofista no tenía al principio un sentido peyorativo, sino que significaba lo que nosotros hoy en día entendemos por profesor:

Un sofista era alguien que se ganaba la vida enseñando a los jóvenes lo que les sería útil para la vida práctica. Como no existía una enseñanza del Estado, los sofistas enseñaron solamente a los particulares que poseían medios o cuyos padres estaban bien situados. Esto les dio cierto matiz de clase además de las circunstancias políticas de la época (Russell, 2010: 131).

En opinión de Russell, el odio que suscitaron los sofistas tanto en la gente en general como en Platón y en los filósofos anteriores se debía a su mérito intelectual. Los sofistas instruían en el arte de argüir y estaban preparados como los juristas modernos. En opinión de Victoria Camps:

La sofística tuvo mala prensa porque no todos los sofistas fueron honrados, también los hubo manipuladores y sin escrúpulos. Platón se encargó de denigrarlos a todos por igual, concienzudamente, presentándolos en continua polémica con Sócrates, quien, pese a mantener una posición ambivalente frente a la sofística, siempre acababa saliendo el más airoso de la contienda (Camps, 2022: 16).

El enfrentamiento intelectual entre Sócrates y los sofistas en la Atenas clásica constituye un momento crucial en la historia del pensamiento ético y político. Mientras los sofistas representaban una postura relativista y pragmática en torno a la moral y el poder, Sócrates defendía la búsqueda de una verdad ética universal y objetiva que fundamentara una vida virtuosa y justa. Los sofistas defendían que los valores morales y las normas políticas no eran universales sino convencionales y relativos a cada ciudad o cultura. Protágoras, por ejemplo, afirmó que "el hombre es la medida de todas las cosas", subrayando la subjetividad y pluralidad de las verdades. Para los sofistas, la habilidad retórica era esencial para influir en la política y la sociedad. La retórica se convierte así en un instrumento para persuadir y lograr alcanzar el poder, sin importarles la verdad objetiva de los argumentos. Los sofistas enseñaban atendiendo a la opinión y no a la verdad. Algunos como Protágoras o Gorgias utilizan la dialéctica principalmente como técnica retórica y persuasiva, no necesariamente al servicio de la verdad, sino del éxito argumentativo. La dialéctica es para ellos una herramienta para convencer o vencer en el discurso, incluso defendiendo posiciones contradictorias o manipulando el lenguaje si fuera necesario. Su finalidad era práctica y política y tenía como objetivo preparar a la ciudadanía para el debate público y el éxito social.

Creo que se hace necesario entender los pensamientos de estos filósofos para relacionarlo con su postura acerca de la dialéctica: Protágoras representa el relativismo moral y epistemológico, al sostener que no existe una verdad universal, sino que cada individuo construye su propia realidad y juicio moral según su percepción. De esta manera, todas las opiniones pueden ser verdaderas. Coloca al ser humano en el centro del debate filosófico borrando la distinción entre ser y apariencia.

Gorgias, por su parte, lleva esta postura al extremo al adoptar un escepticismo radical: argumenta que nada existe; y si algo existiera, no podría conocerse; y si pudiera conocerse, no podría comunicarse, negando así toda posibilidad de verdad objetiva o conocimiento compartido. Mantiene tesis nihilistas, como que nada hay o es. Y si lo hubiera, no sería cognoscible para el ser humano. Para él, el lenguaje no manifiesta la realidad, pues las palabras transmiten significados diferentes para el que habla y para el que escucha.

Para Antifonte, la concepción de la vida buena se articula en torno a una forma singular de hedonismo naturalista. A diferencia del hedonismo de epicúreos posteriores o del utilitarismo moderno, el hedonismo de Antifonte está profundamente arraigado en la tensión entre la naturaleza (physis) y la ley o convención (nomos). Su filosofía constituye una crítica aguda a las normas sociales que constriñen al individuo, al tiempo que propone el placer como principio rector de la existencia. Sostiene que la naturaleza humana tiende espontáneamente al placer y evita el sufrimiento. El ser humano alcanza su plenitud cuando escucha a la naturaleza, no cuando se somete a leyes que ignoran su verdad más íntima.

Finalmente, Trasímaco, defiende que la justicia es simplemente el interés del más fuerte, es decir, una construcción del poder que beneficia a quienes lo ejercen, sin un fundamento moral universal, revelando una concepción cínica y pragmática del derecho y la política. Se sitúa en una perspectiva realista, tratándose de un moralista defraudado: piensa que la persona justa siempre sale perjudicada, mientras que las personas injustas obtienen un mayor beneficio personal.

Estas posturas reflejan el giro antropocéntrico de la sofística y su cuestionamiento de los valores tradicionales, poniendo en crisis las nociones absolutas de verdad, moral y justicia.

Trasímaco, en el primer libro de la República, arguye que no hay justicia, excepto el interés del más fuerte; que las leyes se hacen por los gobiernos para su propia ventaja; que no existe una norma impersonal a la cual apelar en las contiendas por el poder. Calicles, según Platón (en Gorgias), sostuvo una doctrina parecida. La ley de la naturaleza, dijo, es la ley del más fuerte; pero los hombres han establecido ciertas instituciones y preceptos morales, por su conveniencia, para refrenar al más fuerte. Semejantes doctrinas han logrado mayor aplauso en nuestra época que en la Antigüedad. Y piénsese lo que se quiera de ellas, no son, desde luego, características de los sofistas (Russell, 2010: 137).

Para Victoria Camps, Calicles podría considerarse el personaje más cínico de los diálogos platónicos. No era un sofista, los despreciaba, y poseía una lengua viperina y mordaz. Ridiculizó a Sócrates y, por ende, el papel del filósofo. Calicles considera que todo filósofo es un impostor porque no se resiste a ver la contradicción entre la naturaleza y la ley y no se atreve a decir lo que piensa.

Protágoras sugería que la moral y la justicia no son dadas por la naturaleza ni por los dioses, sino que son convenciones humanas adoptadas para hacer posible la vida en sociedad. Esta idea de un acuerdo colectivo para organizar la convivencia anticipa claramente el núcleo del contractualismo: la idea de que el orden político y moral surge de un pacto entre los individuos.

Son muchas las ideas y los interrogantes que plantea la disquisición del sofista Protágoras. La primera es que los humanos se constituyen como tales bajo un determinado orden social. Antes de que exista este orden, se presupone un hombre natural, presocial, un estado de naturaleza, que debe ser corregido para bien de la humanidad. Hay aquí el germen de lo que luego se llamará “contrato social”: el constructo racional, la hipótesis por la que nos explicamos el porqué de las leyes y el Estado, así como la obligación de someternos a ellas. La idea de contrato justifica la necesidad de las convenciones morales y políticas para vivir en la ciudad, ya que sin ellas la estabilidad se destruye y todo está en peligro de desmoronarse (Camps, 2022: 23).

En el pensamiento de Sócrates, que comenzó siendo sofista, pero terminó distanciándose de la sofística, la dialéctica sin embargo es un método de conversación filosófica orientado al descubrimiento de la verdad, ya que él desde su supuesta ignorancia prefería buscar el saber en lugar de mostrarlo, venderlo u obsequiarlo. La mayéutica consiste en guiar al interlocutor, mediante preguntas, hacia el reconocimiento de su ignorancia con la finalidad posterior de poder construir un conocimiento más claro, fundamentado y argumentado. La dialéctica no busca en este caso vencer al adversario, sino hacer emerger la verdad mediante el diálogo riguroso ayudando al interlocutor con preguntas y respuestas a crear ideas propias y donde al mismo tiempo puede descubrir contradicciones en su pensamiento durante este proceso. Se trata, por tanto, de una metodología, frente al concepto sofista de dialéctica como técnica de persuasión. Y es que Sócrates sostuvo que la justicia y el bien dependen del conocimiento: nadie hace el mal voluntariamente, sino por ignorancia. Así, la educación y la reflexión moral son fundamentales para la vida política. Nos cuenta Victoria Camps que Sócrates aprendió la mayéutica de su madre, que era comadrona:

Si la comadrona ayuda a alumbrar niños, el filósofo debe ayudar a alumbrar pensamientos para llegar a ideas generales a partir de los casos particulares (Camps, 2022: 31).

La mayéutica podría definirse como el arte de dar a luz las ideas que tenemos en el interior. Mientras para Sócrates, una política justa requiere ciudadanos virtuosos, guiados por el conocimiento y la justicia, los sofistas vinculaban la política a la capacidad de persuasión y al poder, separándola y apartándola de criterios morales absolutos. El enfrentamiento entre Sócrates y los sofistas no solo fue un choque de ideas, sino que supuso la fundación de la ética y política occidental, destacando la tensión entre relativismo y universalismo, retórica y verdad. Este debate abrió el camino a la filosofía moral y política clásica, influyendo en Platón y Aristóteles. Además, en la actualidad sigue planteando cuestiones vigentes sobre relativismo, educación, poder y política en nuestra sociedad.

El intelectualismo moral de Sócrates es una doctrina filosófica que sostiene que el conocimiento de lo bueno es suficiente para obrar el bien y donde la virtud es identificada con el conocimiento. Para Sócrates, el saber y la moralidad son sinónimos. La filósofa estadounidense de origen húngaro Agnes Callard, en su libro Sócrates al descubierto (2024) comenta que Sócrates se describe así mismo como una persona que ha dedicado su vida a la política, proclamándose un experto en tres áreas: la política, el amor y la muerte. Los rasgos distintivos de la ética socrática son dos: no tenemos respuestas y filosofar es la manera de llegar a ellas. Para Sócrates, la ética consistiría en indagar sobre cuestiones extemporáneas, pero para Callard, aún estamos en la fase de decir qué es la ética socrática, aunque se trata de una ética intelectualista, y la gente tiene una fuerte y profunda aversión al intelectualismo (Callard, 2025: 167).

Para Platón, la dialéctica es el más alto método filosófico, una vía para alcanzar el conocimiento verdadero, especialmente de las Ideas, desarrollando este concepto en diálogos como el Banquete o la República: la dialéctica permite al alma ascender desde el mundo sensible hacia el mundo inteligible, donde se encuentran las Ideas. Comienza con el método socrático de refutación, que cuestiona creencias erróneas para después establecer conocimientos sólidos sobre las Ideas. La dialéctica para Platón además conecta con la estructura del ser, por lo que la considera también desde una dimensión ontológica, además de lógica y discursiva. En definitiva, es un método ascendente del alma hacia el conocimiento de la verdad eterna, no se trata solo de un diálogo o discusión, sino de un camino del alma hacia la verdad, que lleva a la cumbre de la educación filosófica.

Cuenta Victoria Camps en su libro Breve historia de la ética (2022), que cuando Platón escribió el Gorgias ya había cumplido cuarenta años y poseía una amplia experiencia política: había visto el final de la guerra del Peloponeso, la ruina de Atenas y la injusta muerte de Sócrates:

El diálogo empieza con una disertación de Gorgias sobre el arte de la retórica, insistiendo especialmente en el potencial extraordinario que dicho arte tiene para persuadir, hasta el punto de que son los buenos oradores quienes acaban imponiéndose en las asambleas y hacen prevalecer sus opiniones políticas. Es ese poder de la palabra el que, como ya se ha visto, inquieta a Sócrates. La elocuencia, el dominio del lenguaje y de la capacidad de persuadir, o directamente manipular al otro, no es más que un instrumento que se puede utilizar para bien o para mal, puede ponerse al servicio de unos objetivos que pueden ser justos o injustos (Camps, 2022: 37).

Piensa Platón que el filósofo es la persona sabia idónea que la política necesita y, por lo tanto, es quien mejor puede gobernar y educar. El político no debe ser un sofista ni un buen orador sino poseer ese sentido de la justicia que habría que inculcar a la ciudadanía. Para Iris Murdoch, la dialéctica es para Platón el mejor método para poder cambiar nuestras vidas y hacernos buenas personas. La dialéctica es una especie de lógica, donde el interés del diálogo es fundamentalmente moral.

En conclusión, mientras los sofistas no usaban la dialéctica con fines de verdad sino la retórica y la erística como herramienta principal de persuasión con el fin de obtener el éxito discursivo, Sócrates y Platón consideraban la dialéctica como diálogo racional y método filosófico supremo para alcanzar la verdad y el conocimiento de las Ideas, y consideraban la retórica como superficial y manipuladora y la erística como una perversión de la dialéctica que solo busca ganar discusiones con trampas lógicas.

En su ensayo Schopenhauer y la dialéctica, el filósofo italiano Franco Volpi realiza un interesante recorrido histórico examinando la dialéctica en la Antigüedad y su transformación hasta la Modernidad, pasando por la visión kantiana para finalizar con una confrontación entre la dialéctica de Schopenhauer y la de Hegel. En opinión de Volpi, Aristóteles se distancia de Platón devolviendo la dialéctica al ámbito de las opiniones y volviendo a la concepción de Protágoras. Si bien es cierto que para Aristóteles la opinión no es ciencia, tampoco puede considerarse como arbitraria y puede ser un punto de partida para alcanzar un consenso.

La dialéctica es, pues, un método que sirve para discutir bien sobre cualquier tema posible partiendo de opiniones plausibles, es decir, opiniones compartidas por todos, por la mayoría o por los sabios y, entre estos, por los más conocidos y reputados (Schopenhauer, 2023: 102).

Para Aristóteles, existen cuatro géneros de argumentos en una discusión: didácticos, dialécticos, críticos y erísticos. En definitiva, Aristóteles atribuye a la dialéctica cierta utilidad científica.

Es Kant el filósofo moderno que retoma de forma rigurosa el problema de la dialéctica. En la Crítica de la razón pura, Kant divide la lógica en “analítica” y “dialéctica”. En opinión de Volpi, Kant parece seguir la tradición aristotélica, considerando a la dialéctica una parte de la lógica, pero también le atribuye un significado negativo y una acepción peyorativa reduciendo la dialéctica a la erística:

Kant denomina dialéctica la pretensión ilusoria de producir al conocer mediante la sola actividad de la razón (Schopenhauer, 2023: 115).

Con Hegel, la dialéctica alcanza su formulación más sistemática y la entiende como una ley del desarrollo del pensamiento y de la historia. Ya no es solo un método discursivo o lógico, sino el principio mismo del devenir de la realidad y del pensamiento. En su sistema, la dialéctica se expresa como una estructura triádica: tesis, antítesis y síntesis. Cada afirmación genera su propia contradicción, y de esa tensión surge un nuevo estadio superior que supera y conserva a los anteriores. Para Hegel, todo lo real es racional, y la historia misma es el despliegue progresivo del Espíritu Absoluto que se va conociendo a sí mismo a través de este proceso dialéctico. Así, la dialéctica no es solo una herramienta de análisis, sino la ley interna del mundo y la estructura del saber.

En su libro Hegel: Lo real y lo racional (2021), Víctor Gómez Pin cita a George Santayana opinando este último que Hegel era un solemne sofista, ya que hacía del discurso la clave de la realidad. (Gómez Pin, 2021: 25). La vinculación entre Hegel y Heráclito es archiconocida en la historiografía filosófica, pero, además, en opinión de Gómez Pin, el movimiento hegeliano de lo dado a su contrario podemos encontrarlo en dos grandes filosofías: el kantismo y el platonismo. Piensa que Hegel tiene razones para reivindicar en su dialéctica a Platón:

En los diálogos de Platón llamados de madurez, el carácter dialéctico se revela no en relación con cosas empíricas (consideradas, al menos como ilustración, en los primeros diálogos) sino con respecto a conceptos abstractos. Así, en el diálogo llamado Sofista, la reflexión se concentra en las ideas más generales posibles: movimiento, reposo, ser, mismidad-igualdad y alteridad-desigualdad. Hegel hace bien en reivindicar a Platón entre los suyos, puesto que el tratamiento que hace Platón de estas ideas no anda lejos del tratamiento de la igualdad y la desigualdad en la Lógica de Hegel, del cual, como hemos visto, surge el principio de contradicción (Gómez Pin, 2021: 105).

Argumenta Gómez Pin que la identidad supone diferencia, la diferencia supone desigualdad, la desigualdad supone oposición y esta se revela siendo pura contradicción.  Y cuando la disparidad se da entre seres humanos, ya sea a nivel individual o colectivo, nos encontramos con la secuencia más popularizada de la Fenomenología del espíritu: el paradigma amo-esclavo o la llamada “dialéctica del amo y el esclavo”, donde la desigualdad de ambos protagonistas hace que cada conciencia exija ser reconocida por la otra conciencia, resolviéndose esta contradicción con una lucha donde el amo será la conciencia que persevera y el esclavo la conciencia que es mera parte, pero cuando el amo se degrada en la pasividad incrementa su dependencia, mientras que el esclavo aumenta su autonomía, pudiendo alcanzar su libertad. La paradoja de esta relación radica en que el amo depende del reconocimiento del esclavo para afirmarse, pero dicho reconocimiento carece de valor pleno porque proviene de una conciencia subordinada. El esclavo, a través del trabajo y la transformación del mundo material, desarrolla una conciencia más profunda de sí mismo y del entorno, superando en cierto modo al amo. La libertad por tanto no surge de la dominación, sino del trabajo y la experiencia.

El paradigma hegeliano del amo y el esclavo ha sido interpretado y reelaborado de múltiples maneras. Un ejemplo de ello es el artículo de Lynn Chancer titulado Defendiendo una dinámica básica: paradojas en el corazón del sadomasoquismo y que aparece en el libro Antropología de la sexualidad y diversidad cultural editado por José Antonio Nieto, donde Chancer analiza el sadomasoquismo en la cultura estadounidense utilizando como base la dialéctica hegeliana donde la personalidad sádica representa al amo y la personalidad masoquista al esclavo:

Y de esta manera, la dinámica sadomasoquista se caracteriza por un mito ideológico de independencia por parte del sádico, cuando, en realidad, el sádico es incluso más dependiente del masoquista que el masoquista del sádico (Nieto Piñeroba, 2003: 280).

Argumenta Chancer que cuanto más resiste el masoquista, el sádico se siente más provocado y así de nuevo, más debe resistir el masoquista, lo cual puede llevar a este último a un proceso de desintegración. Pero el masoquista está un paso por delante, porque su posición dentro de esta dinámica es la única que puede tener una tendencia hacia la huida y paradójicamente se vuelve cada vez más fuerte en lugar de debilitarse.

Como puede comprobarse, el paradigma amo-esclavo, se sigue utilizando para realizar interpretaciones en diferentes ámbitos vitales y sociales, como también pueden ser relaciones laborales, familiares, o en redes sociales donde los "seguidores" reconocen a las "figuras de autoridad", que a su vez dependen de ese reconocimiento. También Simone de Beauvoir usó este paradigma para analizar la situación de la mujer en relación con el hombre. Marx reinterpretó esta dialéctica de la tensión entre opuestos en términos de lucha de clases, dándole un giro materialista. Sartre lo hizo analizando el conflicto existencial entre libertades que intentan dominar al otro, etc. La dialéctica hegeliana en general ha servido como punto de partida para muchos otros autores posteriores, con sus diferentes y particulares perspectivas en las que ahora no vamos a entrar. Como vimos al principio en los significados de la palabra dialéctica, estos autores se refieren a un proceso de transformación en el que participan dos opuestos.

Gómez Pin termina su libro sobre Hegel diciendo que

Podemos o no seguir a Hegel en esta manera suya de dar curso a la reflexión filosófica, podemos o no ser dialécticos en materia de filosofía, pero lo que no podemos es obviar esta modalidad de la práctica filosófica, entre otras razones porque no sólo tiene matriz en Platón, sino que también alcanza su mayor expresión en sus diálogos de madurez (Gómez Pin, 2021: 157).

Pero volvamos al primer significado donde la dialéctica socrática se opone a la retórica y a la dialéctica erística. Arthur Schopenhauer, rechaza la dialéctica como método de conocimiento verdadero y realiza una crítica y parodia de la dialéctica en su obra El arte de tener razón (1831), que fue publicado póstumamente cuatro años después de su fallecimiento y donde presenta una visión irónica y desmitificadora de la dialéctica, a la que reduce a un juego de trucos retóricos para ganar discusiones, sin importar la verdad. Schopenhauer nos presenta 38 estratagemas, algunas de ellas muy curiosas, como la número 27:

Si ante un argumento el adversario se enfada, se le debe acosar insistentemente con ese argumento: no solo le ha encolerizado porque es bueno, sino porque hay que suponer que ha tocado el punto débil de su razonamiento y es probable que en ese punto se le pueda atacar más de lo que uno mismo ve de momento (Schopenhauer, 2023: 115).

Schopenhauer termina argumentando que es una lástima que históricamente lógica y dialéctica hayan sido consideradas como sinónimos. Para él, el hombre, por naturaleza, siempre quiere tener razón:

…y lo que se sigue de esta característica es lo que enseña la disciplina a la que yo querría denominar dialéctica, pero que, para evitar malentendidos, denominaré dialéctica erística. Esta sería, pues, la teoría que estudia cómo procede la natural tendencia humana a querer tener razón siempre (Schopenhauer, 2023: 115).

Opina Franco Volpi comparando a Hegel y Schopenhauer, que Hegel desarrolló la dialéctica como lógica de la contradicción e hizo de ella el alma de su sistema, siendo con Hegel cuando la dialéctica adquiere su máximo relieve filosófico. Sin embargo, Schopenhauer no vinculó la dialéctica a una filosofía, sino a la condición propia del ser humano en cuanto animal dotado de lenguaje. Se pregunta Volti cómo dos autores como Hegel y Schopenhauer, partiendo del mismo pensador, Kant, hayan llegado ambos con buenas razones a desembocar en dialécticas tan diferentes.

Chaim Perelman (1912–1984) en su obra Tratado de la argumentación: La nueva retórica (1989), junto con Lucie Olbrechts-Tyteca, rehabilita la retórica y la argumentación como herramientas válidas del pensamiento racional, en contraposición a la lógica formal y recuperando parte del legado sofístico, mostrando que convencer al otro razonadamente también es un modo legítimo de construir conocimiento, no solo la demostración formal. Destaca José Biedma en su artículo Dialéctica de plenitud (2000) que Perelman trata de recuperar una vía para la filosofía que es la dialéctica intermedia entre lo evidente y lo irracional, entre la demostración tautológica y la sofística tendenciosa:

Perelman rechaza el nombre de “dialéctica” para su “nueva retórica” a causa, precisamente, del peso que para él tiene la tradición hegeliana en el significado de la palabra “dialéctica”. Por el contrario, a Perelman no le hubiese importado llamar “dialéctica” a su teoría de la argumentación, “dialéctica” en sentido aristotélico, como un “arte de razonar a partir de opiniones generalmente aceptadas”. La dialéctica pone el acento en lo opinable como algo verosímil, por oposición al razonamiento analítico que tiene por objeto lo necesario; en cambio la retórica pone el acento en lo opinable como algo a lo que se puede prestar diferentes grados de adhesión (Biedma López, 2000: 255-256).

Así, nueva retórica y neodialéctica pueden servir para la reconstrucción de una filosofía fuerte. Pero no solo podría ser conveniente para la filosofía, sino para cualquier campo:

La extensión humanista de la dialéctica a cualquier campo en que quepa una argumentación racional más o menos verosímil o razonable permitiría analizar problemas que, al menos por el momento, desbordan el campo de la formalizabilidad, dada la inadecuación de la lógica de la demostración al mundo de los valores, y dada la necesidad de abordar estos con instrumentos suficientes y con un rigor tal que permita desacreditar a toda persuasión no estrictamente racional, basada en la sugestión o el halago, como resultan ser la de la Internacional Publicitaria o la Sofística Mediática (Biedma López, 2000: 256).

En conclusión, el concepto de dialéctica ha recorrido un largo camino en la historia del pensamiento, transformándose según la concepción de cada autor. Esta diversidad de enfoques muestra que la dialéctica tiene mucho que ver con la postura filosófica de quien la emplea, pero es conveniente reflexionar sobre la dialéctica, la retórica o el debate, desde una perspectiva ética. En opinión de Victoria Camps:

En sí misma, la oratoria no es justa ni injusta; para que sea justa es preciso que el orador también lo sea y no busque su interés particular, sino el de todos. Si no es así, habrá que desconfiar de la retórica (Camps, 2022: 37).

Desde una dimensión antropológica me parece muy interesante la postura de Schopenhauer relacionando la erística con esa tendencia humana natural de querer llevar siempre la razón. Aunque, como hemos visto, se han producido a lo largo de la historia varias derivaciones de la dialéctica hegeliana y en concreto también varias interpretaciones del paradigma amo-esclavo, sin embargo, no resulta fácil encontrar muchas reflexiones sobre la oposición entre la dialéctica socrática y la dialéctica sofística o erística. En nuestros tiempos actuales parece ser que la dialéctica erística de sofistas como Eutidomo es la que se ha impuesto y afianzado en nuestra sociedad contemporánea, tanto a niveles individuales como a niveles sociales e institucionales. A niveles individuales, da la impresión de que todo el mundo quiere ganar un debate o una discusión, tenga la razón o no la tenga. Ese desapego de la verdad que ya se encuentra de alguna manera estandarizado en nuestra sociedad, puede ser debido entre otros motivos a la excelente dialéctica erística que habitualmente muestra nuestra clase política a la que estamos acostumbrados a ver diariamente en los informativos de las tres de la tarde discutir con el único fin de alcanzar el éxito y ganar un debate en el Congreso o en la televisión, aparentando no tener mucho en cuenta los problemas de la ciudadanía que en este caso son los que representarían la verdad, argumentando una cosa y al día siguiente argumentando la contraria (y no precisamente como una tesis y una antítesis hegeliana) y utilizando constantemente trampas lógicas y argucias, como si se hubieran estudiado concienzudamente el libro de Schopenhauer y sus técnicas. También puede deberse al interés del ser humano por el juego: desde temprana edad, el ser humano presenta un instinto lúdico, surgiendo el juego como un impulso natural, el cual se ha venido utilizando también como método de aprendizaje. Ya nos habló sobre esto Friedrich Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre (1795) donde opinaba que el ser humano es realmente humano cuando juega. Para Schiller, la razón exige que se dé una unión entre impulso formal e impulso material; es decir, debe existir un impulso de juego:

La belleza es el objeto común de ambos impulsos, es decir, del impulso de juego. La expresión está sin duda justificada por el uso de la lengua, pues la palabra juego tiende a designar todo lo que no es contingente subjetiva ni objetivamente y aún así no impone ninguna constricción ni externa ni internamente (Schiller, 2018: 75).

Para Schiller, juego no significa frivolidad, sino libertad creativa. El arte es ese espacio de juego en el que el ser humano se realiza plenamente. El juego es la actividad humana por excelencia porque no está determinada por la necesidad ni por el deber.

También Johan Huizinga en su obra Homo Ludens (1938) aborda este tema opinando que la cultura nace en forma de juego: los rituales y el arte tienen elementos lúdicos. Huizinga relaciona el juego con la competición, el juego en solitario no es fecundo para la cultura, sin embargo, uno de los rasgos fundamentales de el juego en común es que presenta un carácter antitético: la mayoría de los juegos se realizan entre dos bandos. El juego es una lucha por algo, pero también una representación de algo. Y, aunque en el Eutidemo Sócrates condena las falacias sofistas como un juego, opina Huizinga que no solamente los sofistas juegan, sino que también Sócrates y hasta el mismo Platón lo hacen. Entre los juegos artificiosos de los sofistas y la filosofía socrática, la transición es muy suave. También para Platón fue la filosofía un noble juego:

Platón pensaba en los juegos consagrados a la divinidad como lo más alto a que el hombre puede dedicar su afán en la vida (Huizinga, 2024: 53).

Y es que Platón consideró que los hombres eran juguetes de los dioses. También los escritores eclesiásticos de las escuelas del siglo XII celebraban sus triunfos sorprendiendo al adversario con artimañas y argucias. Huizinga realiza un recorrido histórico y comparativo del juego con otras disciplinas como la filosofía, el arte, la ciencia y la política, donde nos habla del principio “amigo-enemigo”, principio por el que estarían dominadas todas las relaciones políticas entre naciones y estados. Destaca también la noción de juego falso y dice que cuando en la cultura moderna parece que se juega, su juego es falso.

Podríamos estar hablando por tanto de la dialéctica o la retórica como juego y acuñar el nuevo concepto de dialéctica lúdica. De hecho, desde hace años, cuando de alguna manera se formalizó el debate como práctica pública, política y académica, viene existiendo la figura del moderador o moderadora en los debates, cual si fuera el árbitro de un partido de fútbol y que quizá también debería sacar tarjetas amarillas o rojas en caso de argucias o falacias en las oratorias si lo que pretendemos aproximarnos a una dialéctica más auténtica o más socrática.

La filósofa estadounidense Agnes Callard ha reintroducido la práctica socrática en el pensamiento contemporáneo. En su obra Sócrates al descubierto (2024), recupera el núcleo de la práctica socrática, donde considera el método socrático como una herramienta de transformación personal y colectiva. Así, la filosofía no sería exclusividad de los filósofos, sino que estaría abierta a cualquier persona dispuesta a realizarse preguntas sobre la vida con honestidad.

Quizá en los tiempos actuales nos puedan quedar algunos resquicios de la dialéctica socrática en algunos ámbitos como pueden ser la psicología o la educación, pero lo cierto es que ha sido la dialéctica erística la que ha invadido la mayoría de los campos y de las relaciones interpersonales: laborales, familiares, de pareja, etc. Cuando dos personas discuten, ambas quieren llevar la razón, la tengan o no.

Con el nuevo paradigma de la revolución tecnológica y la aparición de la inteligencia artificial, nos aparece un nuevo concepto de dialéctica que se produce cuando los seres humanos dialogamos con las máquinas. En base a ello, ya estaríamos en condiciones de crear también un nuevo concepto que se denomine dialéctica artificial. Dicen que los humanos poseemos algo llamado sentido común y que cuando a las máquinas se les practica el test de Turing, suelen acertar todas las preguntas referentes a la lógica, pero suelen fallar aquellas preguntas de sentido común. Así lo cuenta Miguel Innerarity en su libro Una teoría crítica de la inteligencia artificial (2025), citando a James H. Moor diciendo que:

Es muy significativo que en el test de Turing (mediante el que se trataba de distinguir a un humano de una máquina), las máquinas no fallan en preguntas complejas de lógica, sino en aquellas que requieren sentido común y comprensión del contexto (Innerarity, 2025: 56).

Claro que, en estos casos dialécticos que nos ocupan estaría por ver qué es el sentido común y si este no pudiera ser el menos común de los sentidos, como se ha popularizado satíricamente en la tradición oral. Pero sí se me ocurre que quizá una manera de volver a practicar la dialéctica socrática pudiera ser dialogando con la IA, ya que a veces incluso se disculpa cuando se equivoca, nos dice que llevamos razón cuando la tenemos y se dispone a rectificar su argumento inmediatamente, aunque no tenga sentido común, al menos por el momento. Actualmente la IA puede realizar muchas tareas sin comprenderlas y pienso que en el futuro será mejor que no comprenda ni aprenda algunos sentimientos humanos como el afán de superioridad, la ambición y la avaricia, sentimientos que siempre han ido de la mano de la mentira y la erística, impidiéndonos así un conocimiento profundo de la verdad.

 

 

Bibliografía:

BIEDMA LÓPEZ, J. (2000). Dialéctica de plenitud. Revista de Filosofía, 3.ª época, 24, 247–257. Universidad Complutense de Madrid. https://revistas.ucm.es/index.php/RESF/article/view/RESF0000220247A

CALLARD, A. (2025). Sócrates al descubierto (M. Bernal, Trad.). Editorial Kairós. (Obra original publicada en inglés en 2024 como Open Socrates: The Case for a Philosophical Life).

CAMPS, V. (2022). Breve historia de la ética. Barcelona: RBA Libros.

GÓMEZ PIN, V. (2021). Hegel: Lo real y lo racional. Shackleton Books.

HUIZINGA, J. (2000). Homo ludens: El juego y la cultura (J. Romero, Trad.). Madrid: Alianza Editorial.

INNERARITY, D. (2025). Una teoría crítica de la inteligencia artificial. Barcelona: Galaxia Gutenberg.

MURDOCH, I. (2016). El fuego y el sol (J. J. Herrera de la Muela, Trad.). Siruela. (Obra original publicada en 1977).

NIETO PIÑEROBA, J. A. (Comp.). (2003). Antropología de la sexualidad y diversidad cultural. Madrid: Talasa Ediciones.

PERELMAN, C., & OLBRECHTS‑TYTECA, L. (1989). Tratado de la argumentación: La nueva retórica (J. Sevilla Muñoz, Trad.). Madrid: Gredos.

RUSELL, B. (2010). Historia de la filosofía occidental (J. Gómez de la Serna & A. Dorta Martín, trads.; Tomo I). Barcelona: Austral (Colección Austral).

SCHILLER, F. (2018). Cartas sobre la educación estética de la humanidad (E. Gil Bera, Trad.). Barcelona: Acantilado.

SCHOPENHAUER, A. (2023). El arte de tener razón (2.ª ed., 15.ª reimp.). Alianza Editorial. (Obra original publicada en 1831).


 

domingo, 2 de noviembre de 2025

PÉRDIDA, REDENCIÓN, PERDÓN

Imagen creada por Gemini (IA)

 La Parábola del hijo pródigo es una de las tres "parábolas de la misericordia" predicadas por Jesús "a publicanos y pecadores" y contenidas en el Evangelio de San Lucas. Aparece junto a la de "la oveja perdida" (el pastor que deja a noventa y nueve para buscarla) y detrás de "la parábola del dracma" (la dueña que barre todos los rincones de la casa para recuperar una moneda perdida)... 

"Del mismo modo, os digo, se produce alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta" (Lucas, 15, 10).

Esas palabras de Jesús aclaran el sentido o moraleja de ambos relatos. La criatura que abandona el rebaño, la moneda que se pierde y que luego, oveja y dracma, son recuperadas por el pastor o por su dueña, son metáforas del pecador que se arrepiente y es redimido, recuperado para el Señor, Dios-creador, pastor de almas.

El relato o alegoría de El Hijo pródigo es, de los tres, el más extenso y complejo: 

El hijo menor de un terrateniente exige a su padre la herencia que le corresponde y se marcha a un país remoto donde funde la bolsa pagando fiestas, bebiendo, fornicando y viviendo como un libertino. Cuando se le acaban los dineros y vienen los malos tiempos pasa necesidad, por lo que no tiene más remedio que rebajarse a ejercer de porquero (lo cual es lo peor que puede hacer un judío que considera al cerdo animal impuro). Acaba deseando comer las algarrobas que les dan a los cerdos y pensando que los jornaleros de su padre viven mejor...

Por consiguiente, arrepentido o fastididado por la falta de recursos, vuelve junto al padre para pedirle perdón con la esperanza de ser tratado al menos como uno de sus peones: "Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo" (Lc. 15, 21). Pero el padre le sale al encuentro, le abraza y besa efusivamente, y manda a sus criados que lo vistan con las mejores galas para celebrar una fiesta en honor del hijo recuperado.


Murillo. El retorno del hijo pródigo (fuente Wikipedia)

Con todo motivo, el hijo mayor, que estaba trabajando en el campo, cuando regresa y ve lo que sucede en casa del padre, se irrita y le reprocha su favoritismo: 

"Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!" (Lc., 29-30).

El gran filósofo Paul Ricoeur tal vez diría que es una excelente fábula para mostrar la superioridad del amor incondicional y gratuito (gracioso) sobre la simple justicia del toma y daca o del do ut des (doy para que me des). De verdad este padre es símbolo de un Dios misericordioso que poco tiene ya que ver con el iracundo del Antiguo Testamento... 

***

Mas confieso que siempre me ha parecido una mala fábula para edificar al hijo golfo y un mal ejemplo para el rebelde y despilfarrador. Si conoce la parábola de Jesús, el vicioso siempre hallará en ella la esperanza de que sus trapacerías sean perdonadas y queden impunes por mor de la misericordia injusta del padre consentidor. ¿No puede haber una misericordia injusta y una gracia insensata como regalo impropio?

Para empezar, ya es bastante imprudente desprenderse en vida de una parte importante de la hacienda. En esto, el padre de la parábola, poco previsor, parece que no ha sabido poner límites a la desvergüenza hedonista del benjamín maleducado.

***

Al principio de la segunda parte de Las máscaras del héroe, notabilísima novela de Juan Manuel de Prada, he encontrado una imprevista interpretación de la famosa parábola o el valioso mito. Según este autor, en ella se pinta al padre como un dechado de magnanimidad ("magnánimo", o sea de 'magna ánima', de alma grande), dispuesto a perdonar a quien ha despilfarrado su hacienda y arrastrado su apellido por lupanares y pocilgas y, en lugar de aplicarle un castigo proporcionado a su culpa, lo agasaja y restablece --con honores y hasta con anillo-- en sus privilegios.

Según J. M. de Prada, la parábola escamotea el verdadero motivo de esa actitud "aparentemente generosa". El verdadero motivo... 

"no es otro que el de extirpar para siempre la capacidad de rebeldía del hijo que un día huyó de casa, pues no hay cosa que domestique y humille más al ofensor que el perdón de su ofensa".

Desde luego, estas son sólo reflexiones de un malvado, Fernando Navales, protagonista ficticio de la novela, tipo oportunista, nihilista y alter-ego de Pedro Luis de Gálvez, poeta bohemio que prefiere enmascarar su heroísmo con los disfraces del desgarro y la truhanería... A mi juicio, sucede que Navales, precisamente porque es malo, muy malo, no concibe que se pueda actuar generosamente, sin una doble intención egoísta. Por eso el malvado suele ser también malicioso. Cree el ladrón, que todos son de su condición.

Es relevante oponerse a semejante opinión, no porque la diga un malvado, que puede no estar equivocado aún siendo lo peor y careciendo de escrúpulos, sino porque es dudoso que el perdón humille. O mejor dicho, ¡hay que ser más que ruin para sentirse humillado por ese "su-per-don"!, por ese regalo que se nos entrega gratuitamente, pues quien perdona no tiene por qué hacerlo. 

Ni siquiera es natural perdonar, ni obligatorio, si lo fuese no tendría gracia o no sería un auténtico perdón, sino sólo un perdón simulado; lo natural no es perdonar, sino buscar vengarse o castigar al que nos ha hecho daño o, al menos, denunciar y solicitar que sea castigado por quien detenta el privilegio de la fuerza (o su legitimidad) que es el Estado. A eso le llamamos "pedir justicia", la que administran lo jueces.

El perdón, antes que humillar, libera una parte de la culpa, la que sentimos respecto a la víctima, en relación a la persona a la que hemos hecho injustamente daño..., pero el perdón no nos salva de la culpa que debiéramos sentir ante la Idea del Soberano Bien o del Ideal del Padre misericordioso, si es que nos hemos elevado hasta el mismo y conservamos tal idea, representada también en la fábula por el Cielo: "Padre, pequé contra el cielo y ante ti".

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Comentario: Dice Larisa, y tiene razón, que también cabe la posibilidad de que quien es perdonado considere que no hay nada que perdonarle, en cuyo caso también es muy natural sentirse ofendido por ese perdón.


jueves, 30 de octubre de 2025

 

CANCIONES, FILOLOGÍA, HERMENÉUTICA Y FILOSOFÍA.

La filología y la hermenéutica son primas hermanas. La filología y la hermenéutica clásica de Dilthey se centraban en reconstruir el sentido original de un texto, intentando entender al autor incluso mejor de lo que él mismo se entendió. Gadamer, sin embargo, sostiene que la hermenéutica consiste en entrar en diálogo con el texto desde nuestra propia perspectiva histórica, por lo que comprender un texto no se limitaría a reproducirlo en su sentido original fijo. Así, la hermenéutica de Gadamer nace de la filología, pero la trasciende, pasando del estudio del texto al encuentro entre lenguajes, tradiciones y épocas.

En su libro Arte y verdad de la Palabra (2012) Hans Georg Gadamer hace visible su carácter humanista y su defensa de la cultura literaria y artística conviviendo con el inicio de la era tecnológica que domina la civilización actual. Desde antiguamente la poesía fue un objeto especial de la reflexión mucho antes que otros tipos de arte: la poesía fue incluso la vieja rival de las pretensiones de la filosofía como queda reflejado en la crítica que hacía Platón a los poetas y a los artistas en general. En este sentido, Iris Murdoch en su obra El fuego y el sol (1977) refleja los argumentos antiartísticos de Platón: en su obra Las leyes censura las obras de arte por razones políticas y se dan normas para aplicar esta censura de modo eficaz. Platón quería desterrar a los artistas de su ciudad ideal. Opina Murdoch que Platón quiere separar el arte de la Belleza porque considera que la Belleza es un asunto demasiado serio para que se la apropie el arte:

“Pero, aunque Platón concede a la belleza un papel crucial en su filosofía, prácticamente la define para excluir el arte, y acusa a los artistas, de forma constante y rotunda, de debilidad moral o, incluso, de envilecimiento.” (Murdoch, 2016: 13).

Dice Fernando Savater en su libro Las preguntas de la vida (1999) que Platón desconfía de los artistas y nos previene contra ellos porque su fuerza es su capacidad de seducción y su habilidad para producir placer, por lo que no serían candidatos idóneos para ser educadores. Para Platón, el arte y el verdadero conocimiento estarían contrapuestos. El artista nunca representaría lo bueno sino solo lo demoníaco. Continúa Savater diciendo que Aristóteles y otros muchos filósofos han pesado de modo muy diferente, ya que, a su modo de ver, los artistas también exploran nuevas vías de comprensión de lo existente. Efectivamente, en ese sentido tenemos a María Zambrano, quien pensaba que la poesía no es solamente estética, sino que la concebía como una vía de acceso a la verdad, a través de la emoción, la imagen y lo simbólico, uniendo de esta manera la razón filosófica con la intuición poética, acuñando el término “Razón poética”.

Volviendo al libro de Gadamer, nos cuenta que Platón interpretó el mundo de los entes, mediante el concepto ocular del eidos, como imitación, y a la poesía como imitación de ésta, esto es, como una imitación de la imitación. Para Gadamer, incluso en la definición “hegeliana” de lo bello como la manifestación sensible de la idea, sigue sonando Platón. Llega Gadamer a la conclusión de que fue Heidegger quien interpretó la obra de arte como el poner-en-obra de la verdad y defendió la unidad sensible y moral de la obra de arte frente a cualquier dualismo ontológico. De esa manera, para Gadamer, Heidegger rehabilitó la idea de poetizar. Sigue diciendo Gadamer que la palabra se consuma en la palabra poética y se inserta en el pensamiento de quien piensa. Argumenta también que cuando algo se transmite a través de la literatura no se produce ninguna pérdida, mientras que, en otras artes como la arquitectura, los monumentos se quedan en restos de vida pasada, como mudos, en comparación con la tradición escrita. Otra idea es que la tradición épica de los pueblos si está vigente es gracias a la oralidad durante el transcurso de los años y pone como ejemplo las canciones heroicas albanesas. La palabra se consuma en la palabra poética y se inserta en el pensamiento de quien la piensa. Para Gadamer leer es dejar que le hablen a uno. Se produce, por tanto, un momento hermenéutico, ya que el habla requiere la comprensión de la palabra que se dice y considera el fenómeno del leer vinculado a los del oír y al ver. Dice que toda nuestra experiencia es lectura y que la lectura de poesía nos permite una existencia más habitable. Habla también Gadamer sobre las traducciones y la dificultad de traducir poesía, ya que la poesía no solo ha de ser leída y comprendida, sino también oída. Piensa que si un verdadero poeta traduce los versos de otro a su propia lengua el resultado puede ser más bien una poesía propia y/o no la del autor original. 

“En general un poeta verdadero puede hacer de traductor solo cuando la poesía elegida por él puede insertarse en su propia obra poética. Solo entonces podrá imponer su tono propio, también cuando traduce” (Gadamer 2012:92).

De este modo, si el traductor no es un verdadero poeta, la traducción del poema puede sonar artificiosa y extraña ya que faltaría el tono, “la cuerda tensada que debe temblar bajo las palabras y los sonidos si es que ha de ser música”.

“De manera que deberíamos sentir admiración por todos los traductores que no nos oculten completamente la distancia con el original pero que, no obstante, sean capaces de salvarla. Son casi intérpretes. Pero son más que intérpretes” (Gadamer 2012:93).

En este sentido habla Gadamer de la “huella copoetizadora” y señala una frase de Octavio Paz: “Cada poesía es una lectura de la realidad, esta lectura es una traducción que transforma la poesía del poeta en la poesía del lector”.

Cuando un traductor no es un verdadero poeta, piensa Gadamer, la traducción puede resultar artificiosa y extraña, ya que no solamente hay que encontrar equivalencias para los significados de las palabras, sino también para los sonidos. ¿Quiere decir esto que para traducir canciones o poemas, las traductoras o traductores han de ser también poetas? Pues probablemente sí, aunque quizá en algunos casos no resulte imprescindible y necesario.

Personalmente, después de haber leído este libro, he de decir que Gadamer lleva toda la razón. Yo, que humildemente traduje hace algunos años al español algunas canciones de Leonard Cohen y Tom Waits, antes de leer este libro de Gadamer, sabía por experiencia, y más cuando si no solamente se trata de un poema, sino de una canción (que a fin de cuentas es un poema musicado), que muchas veces es necesario cambiar la traducción literal y el significante para que encajen las sílabas o la rima, tratando de no desviarte mucho del contexto, el argumento y el significado general de la canción.  Así, por ejemplo, la canción In my secret life de Leonard Cohen, la traduje como “En mi vida B” y eso mismo fui haciendo con cada uno de los versos transformándolos para que no perdieran el ritmo, la métrica y la musicalidad, pero manteniendo el significado, el contexto y el mensaje de la canción.

En su ensayo La tarea del traductor (1923), Benjamin dice que una traducción no debe reproducir el significado literal, sino prolongar el “eco” del original, hacer resonar su intención poética en otra lengua.

Pero para Gadamer, el lenguaje poético y musical no busca verdades exactas, sino que trasciende la lógica.  Probablemente el pensar humano comience con los sistemas simbólicos de signos, pero: 

“Para el pensar que acompaña al lenguaje y que cubre un extenso espacio de sentido, para el pensar de los poetas y de los que continúan pensando mediante conceptos, el uso de estos signos abstractos es como un deslumbramiento que, más que iluminar la oscuridad habitual, la oculta (...). Los investigadores de la naturaleza apenas pueden concebir por qué los lenguajes simbólicos, tan útiles como son, no pueden ser útiles para otros menesteres (...). En el fondo, en el caso especial del mencionado juego conjunto de palabra y sonido que se da en la canción y en la ópera notamos que este juego conjunto de mundos diversos alude a un secreto fondo común” (Gadamer 2012: 152-153).

En este sentido, para Schopenhauer, el arte es la contemplación de las cosas independientemente del principio de razón en oposición a aquella otra contemplación de la experiencia y de las ciencias:

“¿Cuál será entonces el modo de conocimiento que investigue esa esencia propia del mundo que es independiente y está fuera de toda relación, esa sustancia verdadera de los fenómenos, que no está sometida al cambio y cuyo conocimiento permanece siempre verdadero y siempre el mismo, en una palabra, las Ideas, que son la objetividad inmediata de la cosa en sí de la voluntad? Es el Arte, es la obra del genio. El arte concibe y reproduce por medio de la contemplación pura las Ideas eternas, lo que hay de esencial en todos los fenómenos de este mundo; y según la materia de que se sirve para esta reproducción, constituye las artes plásticas, la poesía y la música. Su origen único es el conocimiento de las Ideas; y comunicar este conocimiento su fin único. Mientras las ciencias, obedeciendo a la corriente incesante de las causas y los efectos, bajo sus cuatro formas, se ven obligadas siempre a correr tras un nuevo resultado, sin encontrar jamás el término de su carrera, sin poder dar satisfacción completa, como no se puede, por mucho que se corra, alcanzar aquel punto en que las nubes tocan el horizonte, el arte, por el contrario, llega a su fin en cualquier instante, pues arranca al objeto de su contemplación de la corriente impetuosa que arrastra las cosas de este mundo y le aísla frente a sí.” (Schopenhauer, 1985: 22).

También Lyotard, en su libro La condición postmoderna (1979), argumenta que el saber científico no puede saber y hacer saber lo que es el verdadero saber sin recurrir al otro saber, que es el relato. Apuesta por el restablecimiento de la dignidad de las culturas narrativas (populares). Reintroduce el relato como validez del saber. Lyotard entiende el lenguaje como un juego, inspirado en la noción de “juegos de lenguaje” de Ludwig Wittgenstein. Hablar es combatir, aunque no necesariamente se juegue para ganar:

 “Cuando Wittgenstein, retomando desde cero el estudio del lenguaje, centra su atención en los efectos de los discursos, nombra los diferentes tipos de enunciados que localiza, y por tanto, enumera algunos de los juegos del lenguaje.” (Lyotard, 2024: 27).

Desde otra perspectiva, en su libro La desaparición de los rituales, el filósofo Byung Chul Han nos dice que rara vez hacemos del lenguaje un uso lúdico, sino que solamente lo utilizamos como medio de información. Para él, el lenguaje juega en los poemas, los poemas son ceremonias mágicas del lenguaje: 

“El lenguaje juega en los poemas. Por este motivo hoy apenas leemos ya poemas. Los poemas son ceremonias mágicas del lenguaje. El principio poético devuelve al lenguaje su gozo al romper radicalmente con la economía de la producción de sentido. Lo poético no produce(...) En los poemas se disfruta del propio lenguaje. El lenguaje trabajador e informativo, por el contrario, no se puede disfrutar.” (Han, 2020: 81).

Para Han, siguiendo a Baudrillard, lo misterioso de la poesía no es el significado, sino el significante sin significado. Piensa que la progresiva funcionalización del lenguaje elimina el sobreexcedente del significante y que las puras informaciones no seducen:

“El lenguaje solo despliega su esplendor, su fuerza seductora gracias al exceso de significante. La cultura de la información pierde esa magia que se basa en el significante vacío. Hoy vivimos en una cultura del significado, que rechaza el significante, la forma, por superficial. Esa cultura es hostil al gozo y a la forma.” (Han, 2020: 83-84).

Sigue argumentando Han que los poemas japoneses conocidos como haikus se definen por el exceso de significante y no comunican nada, apostando por un formalismo y esteticismo intensos. Y da la impresión de que Han apuesta por esto por el mero hecho de atacar al capitalismo, ya que el paquete japonés no revela nada: “La liturgia del vacío pone fin a la economía capitalista de la mercancía”.

Han encuentra en la poesía japonesa, especialmente en el haiku, una forma de resistencia: su aparente vacío de significado y su radical formalismo interrumpen la lógica capitalista de la producción y la mercancía. Sin embargo, no comparto plenamente esta interpretación. Reducir la poesía a una experiencia puramente estética es negar su potencia comunicativa. El fin último de la poesía ha sido siempre transmitir significados a través del juego con los significantes; incluso cuando emplea lenguajes encriptados o simbólicos. En nuestra época está ocurriendo más bien lo contrario: abundan poemas y canciones vacíos de significado, sustentados únicamente en el brillo superficial del significante.

En este sentido, W. Benjamín pensó cómo la poesía explora lo sagrado del lenguaje, para él la poesía tiene un poder filosófico: permite pensar lo no dicho, lo olvidado, lo borrado por la historia. Lévinas ve en la poesía una forma de decir el infinito. La poesía permite un lenguaje hospitalario, capaz de acoger lo inefable, lo infinitamente otro. Para Derrida, la poesía se convierte en un lenguaje que juega con la indeterminación, la ambigüedad y la multiplicidad de sentidos, un lenguaje que nunca se agota ni se fija. Ricoeur estudia cómo la metáfora (base fundamental de la poesía) funciona como un lenguaje simbólico que trasciende el sentido literal.

Por lo tanto, y como conclusión, la poesía y las canciones, deberían ser, y siempre lo han sido en occidente, un lenguaje cargado de significados y de significantes, bien sean directos o encriptados, como ustedes prefieran, pero sin lugar a dudas, siempre han intentado, además de dotarse de un fuerte componente estético o simbólico, transmitir algún tipo de conocimiento. Así que... lo más significante de una canción o un poema es precisamente su significado.

 

 

Bibliografía:

COHEN, L. (1979). In my secret life [Letra traducida al español por J. Cordero] [Vídeo]. https://www.youtube.com/watch?v=XgLeVriN-QE

GADAMER, H.-G. (2012). Arte y verdad de la palabra (J. F. Zúñiga García & F. Oncina Coves, Trad.). Paidós Ibérica.

HAN, B.‑C. (2020). La desaparición de los rituales. Una tipología del presente (Alberto Ciria, Trad.). Herder.

LYOTARD, J.-F. (2024). La condición posmoderna: Informe sobre el saber (M. Antolín Rato, Trad.; 20.ª ed.). Cátedra. (Obra original publicada en 1979)

MURDOCH, I. (2016). El fuego y el sol (J. J. Herrera de la Muela, Trad.). Siruela. (Obra original publicada en 1977).

SAVATER, F. (1999). Las preguntas de la vida. Ariel.

SCHOPENHAUER, A. (1985). El mundo como voluntad y representación. Ediciones Orbis, S.A., Barcelona, Vol. II.