La sociedad
comunista que imaginó Marx no ha existido ni existirá, como no existieron ni
existirán El Edén, Shangri-La o el País de Jauja. El
comunismo que veremos aquí es el realmente existente en momentos y lugares lugares concretos: el comunismo encarnado en Estado
totalitario.
De la religión comunista a la Iglesia marxista-leninista
En su archifamosa tesis undécima
sobre Feuerbach sostiene Marx que “los filósofos no han hecho más que
interpretar de diversas maneras el mundo; pero de lo que se trata es de
transformarlo”. El sentido de la tesis undécima es
claro: urge a los hombres a emprender la acción revolucionaria que transforme
el mundo. Cabría interpretar que el destino de los hombres no está
determinado por leyes impersonales que gobiernan la sociedad y que sus acciones
pueden modificarlo. Pero esto implica que la praxis humana y, lo más
importante, los ideales que la inspiran, influyen en la historia. Hay una
contradicción evidente entre, por un lado, el llamamiento a transformar el
mundo y, por otro, el determinismo economicista de Marx y su rechazo
del idealismo. A pesar de su popularidad y de la admiración de sus exégetas
por esta sentencia que da prioridad a la práxis, hay una dualidad teoría-práxis
en el pensamiento marxista que se podría sintetizar parafraseando a Kant: una
teoría sin praxis revolucionaria es vacía; la praxis revolucionaria sin teoría
es ciega. La actividad revolucionaria de los obreros no derribará el sistema capitalista sin la guía de la teoría marxista, y esta no conseguirá hacer lo propio sin la praxis revolucionaria de unos obreros conscientes -gracias al marxismo- de su condición de sujeto revolucionario que destruirá el capitalismo.
Además de concebir su teoría como una doctrina revolucionaria, Marx pretendía fundar una ciencia para comprender la sociedad. La crítica marxista de la económica política estaba supeditada por completo a la transformación revolucionaria de esa misma sociedad. La comprensión científica del mundo –necesaria, según Marx, para una correcta práctica política transformadora- terminó sometiéndose a las necesidades prácticas de la revolución. Así, el análisis científico marxista de la sociedad capitalista devino racionalización de un mesianismo secularizado que hacía recaer sobre las espaldas del proletariado la alienación y la explotación universal, y sobre las de la burguesía la culpa universal. Del supuesto análisis científico, Marx concluyó que el capitalismo estaba gobernado por leyes que lo condenaban a crear en su seno la antítesis que traería la nueva sociedad comunista: el proletariado revolucionario.
Además de concebir su teoría como una doctrina revolucionaria, Marx pretendía fundar una ciencia para comprender la sociedad. La crítica marxista de la económica política estaba supeditada por completo a la transformación revolucionaria de esa misma sociedad. La comprensión científica del mundo –necesaria, según Marx, para una correcta práctica política transformadora- terminó sometiéndose a las necesidades prácticas de la revolución. Así, el análisis científico marxista de la sociedad capitalista devino racionalización de un mesianismo secularizado que hacía recaer sobre las espaldas del proletariado la alienación y la explotación universal, y sobre las de la burguesía la culpa universal. Del supuesto análisis científico, Marx concluyó que el capitalismo estaba gobernado por leyes que lo condenaban a crear en su seno la antítesis que traería la nueva sociedad comunista: el proletariado revolucionario.
Esta contradicción interna en el pensamiento de Marx
originó dos tendencias dentro del marxismo: un marxismo voluntarista,
subjetivo, impaciente, dispuesto a saltarse etapas si las condiciones son
favorables para el triunfo revolucionario; y un marxismo determinista,
objetivo, paciente, a la espera de que las predicciones de Marx se vayan
cumpliendo, de que las condiciones objetivas del modo de producción capitalista
maduren. Se trataba, en definitiva -si la revolución, como sostenía Marx,
dependía al alimón del desarrollo del capitalismo y también de la acción de un
proletariado consciente- de calibrar la medida y oportunidad de esa acción. Al
final, la tensión entre los dos marxismos, se resolvió
salomónicamente: "que la revolución se fuera haciéndose a golpe de voluntad
subjetiva era compatible con ver en ello la necesidad objetiva" (Escohotado).
En contra de los postulados iniciales de Marx, en ningún país
industrial avanzado se llevó a cabo la revolución, que por contra triunfó en
países económica y socialmente atrasados, de economía predominantemente
agrícola. En los primeros, donde la clase obrera, según Marx, debería alcanzar
niveles de explotación y alienación inaguantables, los trabajadores
experimentaban en su provecho una realidad del capitalismo que contradecía las
escasas dotes proféticas del alemán; en los segundos, los que no tenían
demasiado que perder eran muchos, y de ello se aprovechó una élite de
revolucionarios profesionales para hacerse con el poder, impedir que obreros y
campesinos alcanzaran los niveles de prosperidad occidental y hundir a la
famélica legión en lo más profundo de la miseria y de la condición servil, obligándola a transitar de lo malo a lo peor. Marx
ya había concedido en sus últimos años que en Rusia la revolución podía
saltarse la etapa burguesa, lo que demuestra que su análisis científico no era
más que material del relato escatológico. Podía ignorar lo que hasta entonces
aparecía como fundamental pero en realidad siempre fue secundario porque permanecía en pie el esquema maniqueo: una clase
enemiga del proletariado, la lucha final entre el bien y el mal, y la victoria del bien.
Lenin distinguió entre marxistas auténticos -los
partidarios de la dictadura del proletariado- y renegados del marxismo -la
socialdemocracia posibilista y gradualista-. El marxismo-leninismo encajaba
perfectamente en el relato escatológico marxista; la socialdemocracia lo
arruinaba totalmente; y arruinada la escatología se arruina el marxismo, que es
fundamentalmente un relato compartido sobre la redención del ser humano y la
voluntad común para a llevarla a cabo. El
marxismo es indefectiblemente revolucionario; quien no quiera serlo será ya
otra cosa que marxista. Lenin tenía razón: los socialdemócratas son renegados
del marxismo, y consecuentemente acabaron renegando del marxismo: toda la
socialdemocracia acabó siguiendo el ejemplo de la socialdemocracia alemana que
en 1959, conociendo de primera mano la enorme distancia que en términos de
progreso material y social había tomado la capitalista RFA respecto de la
socialista RDA, renunció al marxismo y aceptó la economía de mercado.
Octubre de 1917
En octubre de 1917, los bolcheviques, un grupo minoritario de extrema izquierda escindido del Partido Socialdemócrata Ruso (primera mentira, porque bolchevique significa en ruso "miembro de la mayoría"), daban un golpe de Estado contra el Gobierno provisional socialista, contra el Consejo de los Soviets y contra la Asamblea constituyente, compuestos mayoritariamente por socialrevolucionarios y mencheviques, e imponían la dictadura del que poco después pasó a denominarse Partido Comunista de la Unión Soviética, faro y guía del comunismo mundial. La religión política se convertía en Iglesia política.
Resume el teólogo católico Hans Küng en ¿Existe
Dios? las evidentes semejanzas existentes entre el catolicismo romano
y el comunismo soviético que observó el también teólogo católico Gustav A.
Wetter:
"Como el catolicismo romano, el comunismo soviético parte
del hecho de que el mundo va de mal en peor y necesita redención. La revelación
ocurrida en la plenitud de los tiempos o en el punto culminante de la evolución
dialéctica está, también para los comunistas, consignada en cuatro textos
canónigos (Marx, Engels, Lenin y sus respectivos seguidores). Y es guardada,
custodiada y expuesta por el magisterio infalible del Partido, por el Santo
Oficio del Politburó y personalmente por el supremo e infalible secretario del
Partido. La tarea particular del filósofo no es la de enriquecer, incrementar y
criticar este patrimonio doctrinal, sino, simplemente, la de enseñar a los
hombres su aplicación a todos los campos de la vida y la de velar por la pureza
de la doctrina, desenmascarando herejías y desviaciones. El magisterio
infalible del Partido condena públicamente las doctrinas heréticas. Una vez que
éste ha hablado, el hereje disidente debe someterse, hacer autocrítica y
abjurar de su error. Y si no cumple este deber es excomulgado, excluido. El
Partido representa, pues, el pilar y fundamento de la verdad, el baluarte de la
ortodoxia. Este comunismo ortodoxo tiene, dentro de su actitud defensiva, un
impulso ofensivo, misionero: como única doctrina verdadera y salvífica, tiende
connaturalmente a difundirse por el mundo entero a través de todos los medios y
a enviar sus misioneros a todas partes desde el centro de propaganda. ¡Fuera de
él no hay salvación! Requisitos: estricta organización, obediencia ciega,
disciplina de partido. Todo a las órdenes del gran jefe, que es celebrado poco
menos que cultualmente con muestra de adhesión, grandes desfiles, paradas y
peregrinaciones a su tumba".
El Diccionario soviético de filosofía dedica una entrada al
teólogo austriaco, del que dice que “falsifica la historia y la teoría del
materialismo dialéctico”. Puede ser, no conozco las críticas que Wetter hizo al
materialismo dialéctico, pero en cuanto a su descripción del comunismo
soviético como Iglesia guardiana de la ortodoxia marxista-leninista no erró ni
en una sola de sus observaciones. De esa iglesia fueron fieles devotos la
inmensa mayoría de los comunistas del mundo. Y de su líder más denostado, Stalin, fueron lacayos la mayoría de intelectuales y militantes comunistas del
mundo… Hasta que el georgiano murió y, para salvar al comunismo, lo convirtieron en chivo expiatorio al que culpar de
todos los males producidos por el comunismo. Los comunistas, por supuesto, no necesitan ser liderados por ningún Stalin para convertirse en una
peste cuando ejercen el poder; no hay experiencia histórica conocida
que avale lo contrario. Trotski, por ejemplo, quizá no hubiera mandado asesinar
a tantos camaradas como Stalin, pero su liderazgo no habría modificado la
esencia criminal, liberticida y empobrecedora del comunismo. Por otra parte,
aunque sólo tengamos en cuenta las víctimas del estalinismo y nos olvidemos de
Lenin, ¿acaso pudo Stalin encarcelar, matar
de hambre y asesinar a tantos millones de personas? ¿No participó activamente
Nikita Kruschev en los crímenes de la era estaliniana que él mismo denunció en
el XX Congreso del PCUS? ¿Y no habían participado también en ellos los
asistentes que aplaudieron entusiasmados la treta de endilgarle a Stalin
todo lo ocurrido? ¿No fueron cómplices y encubridores de esos crímenes todos
los partidos comunistas que no eran más que filiales del PCUS? ¿No fueron
cómplices activos del terror Carrillo o Pasionaria, titulados campeones de la
democracia?
La revolución siempre fue anunciada por los comunistas como
un hecho que necesariamente habría de ser violento. Las ideas no matan, pero
sí lo hacen los fanáticos convencidos en el poder de una idea salvadora y en
que dicha idea sólo puede imponerse a sangre y fuego. El que cree en la
posibilidad de alcanzar una sociedad perfecta y en que esta sólo puede
advenir utilizando la violencia percibe a quien no cree lo mismo como un
obstáculo a suprimir, víctima de una intolerancia justa y necesaria. El que no cree
en la utopía marxista es para el marxista un ignorante que no ha entendido cuál es el problema
ni cuál la solución, preso aún de la ideología, y aunque lo sea de forma
inconsciente no por ello dejar de ser un peligro para la sociedad, no por ello
dejar de ser culpable. La verdad se alcanza cuando se comprende y asume la
profecía marxista. Es, estrictamente, verdad revelada. Esto convierte en falsos los hecho
observados, en tanto no contribuyan a una transformación
revolucionaria de la realidad. La verdad será un momento de la conciencia
proletaria en su praxis revolucionaria. Lenin dirá lo mismo con brutal
claridad: la mentira es un arma revolucionaria. Así, lo verdadero, lo bueno y
lo justo se identifica con la teoría y práctica del partido bolchevique, y
quienes se opongan al triunfo de la revolución o no contribuyan a él, se
convertirán en enemigos susceptibles de ser eliminados. Es la lógica perversa
de quien divide el mundo en amigo/enemigo,
revolucionario/contrarrevolucionario, fiel/infiel. El bien que proporcionará la
sociedad comunista es el mayor; así que la violencia que se ejerza para llegar a ella está justificada.
Nadie en su sano juicio debe esperar que la sociedad
perfecta sea realizable, pero la fascinación por las soluciones totales a
los problemas que causa vivir en sociedad -es decir, vivir- viene de lejos y
está muy extendida. La sociedad comunista realmente existente fue lo opuesto a
la sociedad comunista imaginada por Marx, pero lo cierto es que fue el
resultado de poner en práctica las soluciones propugnadas por Marx: abolición
de la propiedad privada, dictadura de partido, monopolio estatal de los medios
de producción y recursos económicos, planificación estatal de la economía… Todo
lo cual sólo puede realizarse mediante la represión y el terror (nunca nadie ha
sabido o podido hacerlo de otra manera). Además, los tres elementos
fundamentales para que surja el totalitarismo comunista están en Marx: racionalismo
constructivista, pensamiento utópico y un Estado desarrollado (aunque la función de este último sea traer la sociedad comunista y desaparecer). Los comunistas creen que es posible lograr materializar su sociedad ideal si se aplica el diseño que proponen, para lo que es necesario un altísimo grado de coerción, el cual se ejercerá con mayor eficacia cuanto mayor sea el poder del Estado. Aunque Marx predijo que el Estado, el instrumento real para imponer el ideal, está destinado a
desaparecer -por innecesario- una vez cumplida su función, ocurre que el ideal nunca llega, así que el instrumento para imponerlo no tiende a autodisolverse, sino que, al contrario, crece, se fortalece y se expande hasta alcanzarlo casi todo. Otra más de las predicciones fallidas de Marx.
El zar abdicó en febrero de 1917, instaurándose un régimen
constitucional democrático contra el cual dieron un golpe los bolcheviques
meses más tarde. Quienes celebran la “Revolución de Octubre” no celebran la
caída de una autocracia zarista que ya había caído, sino un golpe de Estado, la toma del poder y el inicio
de la “dictadura del proletariado”. Celebran la dictadura de un partido
minoritario que se autoproclamó único y verdadero representante de los intereses
de obreros y campesinos y después barrió a todos los partidos; también a los que votaban mayoritariamente los
obreros y campesinos. No se celebra el paso del absolutismo zarista
a la democracia. Un Estado democrático es aquel que está dotado de una serie de
instituciones que permiten el control de los poderes del Estado, su sustitución
por decisión popular reglada y la reforma de las leyes consideradas injustas o
inconvenientes mediante procedimientos legales acatados por todos los actores
políticos. El empleo de la violencia sólo se justifica para combatir una
tiranía que impide el turno de los poderes y la reforma de las leyes, y sólo si
esa violencia tiene como objetivo traer la democracia. No fue este en absoluto
el caso de la “Revolución de Octubre”: no combatió una tiranía, que ya había
caído en febrero, ni trajo la democracia; al contrario, empleó la violencia
para imponer durante siete décadas una tiranía mil veces más represiva que el
zarismo. El despotismo comunista, pervirtiendo el lema del Despotismo ilustrado,
dijo hacerlo todo para el pueblo, pero lo hizo contra el pueblo.
En Rusia, el 25 octubre de 1917 (7 de noviembre en el
calendario gregoriano), los bolcheviques dieron en un golpe de Estado que les
aupó al poder. Una vez en él impusieron su proyecto político totalitario. Se ha
dicho, para disculparlos, que se vieron obligados a hacerlo por las
circunstancias excepcionales que encontraron. Pero esto, además de ser
totalmente absurdo, es completamente falso. La Primera Guerra Mundial le vino a
los bolcheviques que ni caída del cielo, como ellos mismos reconocieron siempre
que tuvieron ocasión, y la Guerra civil y la contrarrevolución no se la
encontraron, sino que fue causada justamente por la voluntad de los
bolcheviques de imponer su proyecto político, algo que, por otra parte, los
bolcheviques esperaban y de lo que eran perfectamente conscientes. Tal es la
lógica de las cosas, y es tanto lo dicho y escrito por los bolcheviques al
respecto que resulta ridículo el intento de explicar que hicieron
lo que siempre dijeron que iban a hacer porque otros les forzaron a hacerlo.
Otra cosa es que lo hicieran con oposición, la cual era política y moralmente
irreprochable, pues nadie tiene por qué soportar una hegemonía política
impuesta violentamente en nombre de una doctrina ideológica que no comparte.
La primera etapa de la Revolución Rusa de 1917, iniciada en
febrero, provocó la caída del zarismo tras una serie de huelgas,
manifestaciones y el amotinamiento de muchos de los soldados de la guarnición
de Petrogrado. Las negociaciones entre las distintas fuerzas opositoras dieron
como resultado la fórmula inédita de un doble poder: el del Gobierno
provisional y el del Soviet de Petrogrado, el cual fue sustituido más tarde por
el Congreso Panruso de los Soviets. A este doble poder, y no a un poder zarista
ya desaparecido, fue al que se enfrentaron los bolcheviques de febrero a
octubre de 1917. Hasta el golpe bolchevique del 25 de octubre se sucedieron
tres gobiernos provisionales. En los dos primeros fueron mayoritarios los
miembros del partido liberal constitucional-demócrata, en el tercero
mencheviques y social-revolucionarios. Estos gobiernos impulsaron medidas
democráticas con las que se pretendía modernizar a Rusia y homologarla con las
democracias occidentales: libertades fundamentales, sufragio universal,
supresión de toda discriminación de casta, raza o religión, promesa de
autonomía a las minorías nacionales, etc.
Sin embargo, los gobiernos provisionales fueron incapaces
de resolver los principales problemas heredados del zarismo: la crisis económica,
el problema de la tierra y, sobre todo, la Guerra del 14. Estas fueron las
cuestiones que hábilmente utilizaron los bolcheviques para atraerse al
campesinado, que representaba la inmensa mayoría demográfica del país. El
eslogan “Paz, tierra y pan” no fue más que un ardid publicitario. Respecto a la
paz, sólo era deseable si convenía coyunturalmente para preparar la revolución,
porque ésta, en sí misma, implicaba necesariamente la guerra civil. Que una
revolución entraña el riesgo de que quienes se crean gravemente amenazados por
ella intenten defenderse lo sabían bien, entre otros, Perogrullo y Lenin. Éste
último dejó escrito: “Cualquiera que acepte la guerra de clases debe aceptar la
guerra civil, que en toda la sociedad de clases representa la continuación, el
desarrollo y la acentuación naturales de la guerra de clases”, y en el mismo
sentido escribía el 17 de octubre de 1917 a Alexander Shialipnikov: "El mal menor en el ámbito de lo inmediato será la derrota
del zarismo en la guerra. (…) La esencia entera de nuestro trabajo
(persistente, sistemático, quizá de larga duración) es dirigirnos hacia la
transformación de la guerra en una guerra civil. Cuándo se producirá esto es
otra cuestión, y no resulta todavía claro. Debemos dejar que madure el momento y
forzarlo a madurar sistemáticamente… No podemos prometer la guerra civil ni
decretarla, pero tenemos el deber de actuar –el tiempo que sea necesario- en
esa dirección".
La única razón por la que se prometía pan, tierra y paz a
los campesinos y a los soldados movilizados era por oportunismo revolucionario.
Semanas antes del golpe del 25 de octubre Lenin envió al Comité Central del
Partido Bolchevique instrucciones para la insurrección: "Al proponer una paz inmediata y al entregar la tierra a los
campesinos, los bolcheviques establecerán un poder que nadie derribará. Sería
vano esperar una mayoría formal favorable a los bolcheviques. Ninguna
revolución espera una cosa así".
El Gobierno provisional al que derribó el golpe bolchevique
de octubre estaba presidido por un social-revolucionario, Alexander Kerenski, y
once de sus dieciocho ministros estaban adscritos a distintas corrientes
socialistas. El Gobierno estaba respaldado por el Congreso de los Soviets,
donde eran mayoría asimismo social-revolucionarios y mencheviques. Pero la
continuación de la guerra seguía siendo el principal problema del nuevo
régimen, y una bendición para los bolcheviques, inspirados en el principio de
Chernichevsky "cuanto peor, mejor". El desabastecimiento de las ciudades
–que había provocado, junto a otras causas, la Revolución de febrero- se había
agravado por una nueva ofensiva alemana que incrementó el hartazgo de los
soldados movilizados. En este clima, los bolcheviques, con su promesa de paz,
tierra y pan, lograron un apoyo inimaginable meses antes, logrando hacerse con
el poder de los soviets más importantes, el de Petrogrado y el de Moscú.
Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado, con el
pretexto de hacer frente a una insurrección militar zarista, puso en
funcionamiento el Comité Militar Revolucionario de Petrogrado, que será el que
protagonice el golpe de Estado contra el Gobierno provisional y contra el
Congreso de los Soviets, junto algunos millares de soldados de la guarnición de
Petrogrado y marinos de la vecina guarnición de Kronstadt (masacrados en 1921
tras rebelarse contra el poder bolchevique). El golpe se dio la madrugada del
25 de octubre. El plan era exigir la capitulación del Gobierno provisional, y
si se negaba, apoderarse del Palacio de Invierno, donde éste se reunía. A las
diez de la mañana, previendo una rápida victoria, Lenin redactó un manifiesto
donde anunciaba el derrocamiento del Gobierno provisional, alegando
hipócritamente que el poder no se arrebata a los soviets, sino que era tomado
para ellos, y declaraba que “el pueblo tiene el derecho y el deber de resolver
estos asuntos no mediante el voto, sino por la fuerza. En los momentos críticos
de una revolución, el pueblo tiene el derecho y el deber de dar instrucciones a
sus representantes, incluso a sus mejores representantes, y no estar esperando
a recibirlas”. Lenin otorgaba a la vanguardia revolucionaría que él lideraba la
auténtica representación del pueblo, a pesar de tener en contra a la mayoría de
los representantes legítimos del pueblo. Mentía al anunciar que era "el pueblo" quien les otorgaba a ellos, a los bolcheviques, a sus “mejores representantes”, a través de unas “instrucciones” que no se sabe cómo ni cuándo les habían dado, la
legitimidad para liquidar a todos sus adversario políticos.
En el II Congreso Panruso de los Soviets, celebrado la
madrugada del 26, los representantes de los partidos y de los grupos
socialistas no bolcheviques declararon que abandonarían el Congreso con la
firme determinación de combatir el golpe de Estado, igual que habían luchado
contra el régimen zarista. Cuando la mayoría de los miembros del Congreso se
retiraron, Lenin hizo aprobar sin quorum una resolución de
apoyo a la tropa que amenazaban el Palacio de Invierno. Después del ultimátum
dado al Gobierno provisional, su presidente, Kerenski, huyó, y los bolcheviques
entraron en el Palacio de Invierno, del que se habían marchado, hambrientas y
cansadas, la mayoría de las fuerzas que lo defendían, y arrestaron a los
ministros que permanecían en él. Así fue la épica toma del Palacio de Invierno,
al que el legendario crucero Aurora sólo pudo dañar con ruido:
el de una salva y el de los disparos reales que cayeron en el río
Neva.
La famosa Revolución de Octubre fue en realidad un putsch ejecutado
por una minoría de militantes comunista, el primer golpe de Estado moderno,
sufrido por un Gobierno socialista compuesto en su integridad por opositores al
zarismo. No hubo revolución popular ni movimientos de masas, sino un golpe de
mano circunscrito a los alrededores del Palacio de Invierno,
ajeno e inadvertido por gran parte de los ciudadanos de Petrogrado y de toda
Rusia. Así lo testimoniaron en su momento los protagonistas del
golpe, tanto los que lo dieron (Trotsky, su organizador, así lo llamó, “golpe
militar”, describiéndolo como “una serie de pequeñas operaciones, calculadas y
preparadas con antelación”) como los que lo recibieron. También dan fe de su carácter de putsch los testigos,
las pocas fotografías conservadas -que muestran a unos cientos de guardias
rojos y de marineros en calles medio desiertas-y la prensa mundial, que anunció
un “golpe” al Gobierno provisional socialista, y no una revolución popular de
liberación contra la autocracia zarista ya derrocada en febrero.
Obligado por la inestabilidad del poder bolchevique, Lenin
aceptó la celebración de elecciones para una Asamblea Constituyente que debía elaborar una Constitución que instituyera un régimen democrático parlamentario.
Las elecciones se celebraron el 12 de noviembre. De un total de 707 escaños, 410
correspondieron a los social-revolucionarios, 175 a los bolcheviques, 16 a los
mencheviques, 17 a los cadetes (liberal-conservadores del KDT), y los restantes
84 se los repartieron entre los grupos nacionales del Imperio. A pesar del
resultado desfavorable, el nuevo e ilegítimo Gobierno bolchevique -el Consejo
de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom)- no renunció al poder y preparó un
segunda acción ilegal y violenta contra la Asamblea recién elegida. Lenin
pretextó que el electorado se había equivocado, que los campesinos
–votantes en su inmensa mayoría de los social-revolucionarios- no sabían lo que
les convenía. El 1 de diciembre declaró: "Se nos pide que convoquemos la Asamblea Constituyente como
fue concebida originariamente. No gracias. Fue concebida contra el pueblo
[aunque votada mayoritariamente por el pueblo] y realizamos nuestro alzamiento
para asegurarnos que no sería usada contra él".
El Partido Bolchevique se mantuvo por la fuerza en el
poder, a pesar de que en la primera y última ocasión que tuvieron los rusos de
expresarle su apoyo le dieron la espalda: de 41,7 millones de
electores sólo les votaron 9,8 millones. El pueblo al que los leninistas decían
representar en exclusiva optó por elegir a otros. Ni Lenin ni ninguno de sus
sucesores permitió que el pueblo volviera a cometer el error de elegir a sus
representantes en contra de sus propios intereses.
Desde ese momento el nuevo régimen tuvo que enfrentarse con
una oleada de reivindicaciones, huelgas y revueltas de obreros y campesinos.
Consciente de la fragilidad de su poder, Lenin adoptó una doble estrategia
basada en un principio del que siempre abusaron los comunistas: la mentira y la
violencia son armas revolucionarias. El Sovnarkom promulgó con la mano
derecha una legislación populista que sería después falseada o ignorada; con la
mano izquierda reforzó inmediatamente su poder sometiendo o eliminando los comités
de fábrica, los comités de cuartel, los sindicatos, los partidos políticos y los soviets. El 10 de
diciembre de 1917 Lenin firmaba un decreto en el que ponía fuera de la ley
a los demócratas constitucionalistas del KDT: “Los miembros de las instancias
dirigentes del partido constitucional-demócrata, partido de los enemigos del
pueblo, queda fuera de la ley, y son susceptibles de arresto inmediato y de comparecencia
ante los tribunales revolucionarios”, y en el que, sin ilegalizarlos, reprimía
la acción política de mencheviques y social-revolucionarios, al abolir todas
las leyes que estuvieran "en contradicción con los decretos del Gobierno
obrero y campesino, así como de los programas políticos de los partidos
socialdemócrata y social-revolucionario”. Las detenciones, abusos y amenazas se
multiplicaron. El Comité Ejecutivo de los soviets decretó que “los soviets tiene
derecho a efectuar reelecciones en todas las instituciones electivas, incluida
la Asamblea Constituyente”, con el objeto de de que las presiones y amenazas
surtieran efecto y los resultados de las reelecciones fueran, por fin, los
deseados. El 20 de diciembre Lenin consintió magnánimo que se publicara el
decreto de convocatoria de la Constituyente para el 5 de enero, pero no tanto
que no advirtiera en Pravda que la única misión de la Asamblea
debía ser “una declaración incondicional de la aceptación del poder soviético,
de la Revolución soviética”, lo que suponía en la práctica anunciar su
disolución. En caso contrario, “la crisis en relación con la Asamblea
Constituyente no podía resolverse más que con medios revolucionarios”.
Remachando la amenaza, advertía: "Todo el poder pertenece a la República Rusa a los soviets y
a las instituciones del soviets. Por consiguiente, cualquier intento de usurpar
esta u otra función del poder estatal, por parte de cualquier persona o
institución, será considerado como acto contrarrevolucionario. Y cualquiera de
estos intentos será aplastado por todos los medios a disposición del poder
soviético, incluyendo el uso de las armas".
A pesar de las continuas intimidaciones, la mayoría de los
parlamentarios de la oposición que no estaban detenidos acudieron el 5 de enero
al palacio Taúrida, ante el cual se celebraba una manifestación en apoyo de la
Asamblea. Fusileros letones al servicio de los bolcheviques dispersaron a los manifestantes, causando una decena de muertos y el doble de heridos. Una tropa armada de
guardias rojos “escoltaba” en el interior del palacio a los diputados. Lenin y
los diputados bolcheviques se presentaron cuatro horas más tarde. Después de
varios discursos, propuestas y debates (en uno de ellos, Bujarin,
más tarde purgado por Stalin, declaró que “la dictadura está
plantando los fundamentos de la vida de la Humanidad de aquí a mil años”), los
bolcheviques volvieron a perder –otra vez- la votación de su programa, ante lo
cual abandonaron la Cámara. Los diputados de la mayoría siguieron reunidos
durante horas, hasta que el jefe de su “escolta” armada dio por terminada la
sesión con la excusa de que “la guardia está cansada”. Horas más tarde, Lenin
firmaba el decreto de disolución de la Asamblea.
El ejemplo de los comunistas rusos marcó la pauta a seguir
por sus camaradas de todo el mundo: impedir el parlamentarismo, las elecciones, la alternancia
pacífica en el poder, la división de poderes y cualquier institución
democrática que estorbara su poder absoluto. Esto implicaba, o bien el
sometimiento voluntario de la oposición -lo que nadie en su sano juicio podía
esperar-, o bien una guerra civil sin cuartel y la imposición del terror una
vez conseguida la victoria, sin duda el método más eficaz para desincentivar a
nuevos opositores. La Revolución de Octubre fue esencialmente un golpe de
Estado que entregó el poder absoluto a un partido que tenía como fundamento
teórico el marxismo, y además, la voluntad de imponer por la fuerza a la mayoría de la
población su proyecto político. Al nuevo gobierno lo combatieron los
zaristas, claro, pero también, y esto no se suele contar, demócratas
conservadores y liberales, social-revolucionarios, socialistas mencheviques y anarquistas.
Como observa con ironía Alexander Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag:
"Todos estos partidos –socialistas revolucionarios,
mencheviques, anarquistas, socialistas populares- estuvieron haciéndose pasar
por revolucionarios durante décadas, ocultos bajo una máscara, y si habían
estado en presidio era también para seguir fingiendo. Y sólo bajo el impetuoso
cauce de la revolución se descubrió la esencia burguesa de esos
socialtraidores. ¡Qué cosa más natural, pues, proceder a su arresto! Tras los
kadetes, tras la disolución de la Asamblea Constituyente (…) empezaron a
arrestar poco a poco, primero disimuladamente, a socialistas revolucionarios y
a mencheviques. Desde el 14 de julio de 1918, día en que fueron expulsados de
todos los soviets, estos arrestos fueron más numerosos y frecuentes. A partir
del 6 de julio se llevaron también a los socialistas revolucionarios de
izquierdas, que de manera pérfida y prolongada se habían hecho pasar por
aliados del único partido consecuente del proletariado. En verano de 1918 y en
abril y octubre de 1919 se encarceló en masa a los anarquistas. En 1919 fueron
arrestados todos los miembros del Comité Central de los eseristas
[social-revolucionarios], para encerrarlos hasta su proceso en 1922".
Para mantenerse en el poder, Lenin y sus camaradas
ejercieron una represión de tal magnitud que sólo admite comparación con la
ejercida por quienes de ellos aprendieron: nazis, maoístas, jemeres rojos y, por supuesto, estalinistas. El estalinismo no fue una perversión de la esencia del
marxismo-leninismo, sino su continuación intensificada. Fue Lenin el que, hincando primero el diente, hizo
posible que el Leviatán moderno devorara al pueblo.
Represión y terror en las sociedades comunistas
“Un buen comunista es un buen
chequista”
Lenin.
Es cierto que un estudio completo de la historia de los
regímenes y de los partidos comunistas exige ir más allá de su dimensión
criminal. No obstante, la represión masiva, intensa y ubicua fue desde su
origen elemento fundamental en la URSS y, después, en
todos y cada uno de los regímenes comunistas. Los Estados totalitarios
comunistas han asesinado, encarcelado, esclavizado y amordazado por millones a
sus súbditos. Este es un hecho histórico innegable. Pues bien, los comunistas se defienden de la verdad alegando hipócritamente que los mismos
sagrados derechos que consideran inalienables cuando están en la oposición no son
más que “derechos burgueses” que deben ser pisoteados por el bien común. El terror no fue un accidente coyuntural de este o aquel
régimen comunista, sino una dimensión esencial de todos ellos, como lo fueron
también la miseria producida por la planificación económica y las hambrunas
generadas por los planes de colectivización agrícola. Marx quería eliminar de
la faz de la tierra la explotación y la alienación del hombre por el hombre.
Propuso para ello como solución radical la abolición de la propiedad privada y
la socialización de los medios de producción. Los marxistas-leninistas llevaron
a cabo la propuesta marxiana de la única manera posible: la imposición
violenta. El resultado: terror, represión y miseria. Las condiciones materiales
y los derechos de la clase obrera, en contra de lo que predijo Marx, fueron
aumentando en las sociedades capitalistas. También en contra de lo que predijo,
la dictadura del proletariado no se encaminó hacia la desaparición de la
alienación y la explotación, sino que las aumentó hasta un grado nunca visto.
El siguiente fragmento de La revolución proletaria
y el renegado Kautski (1918), de Lenin, expresa con claridad la
esencia criminal de los regímenes comunistas: "En manos de la clase dominante, el Estado es una
maquina destinada a aplastar la resistencia de sus adversarios de clase. En
esto, la dictadura del proletariado no se diferencia, en lo que al fondo se
refiere, de cualquier otra clase de dictadura (…) La dictadura es un poder que
se apoya directamente en violencia y que no está sujeto a ninguna ley. La
dictadura revolucionaria del proletariado es un poder conquistado y mantenido
por la violencia, que el proletariado ejerce sobre la burguesía, un poder que
no está sujeto a ninguna ley".
¿A quiénes fue necesario encarcelar, torturar y asesinar
para que la dictadura del proletariado comenzara a levantar la sociedad
comunista anunciada por Marx? A decenas de millones de personas: monárquicos,
conservadores, liberales, anarquistas, mencheviques, social-revolucionarios…,
nobles, burgueses, profesionales liberales, obreros y muchos, muchos
campesinos, millones de campesinos. Esto al principio, con el bueno de Lenin.
Después, con el perverso Stalin, lo mismo pero con dos distintivos: de cantidad
y de calidad, pues los propios comunistas empezaron a contarse entre las víctimas.
Trotsky, el 1 de diciembre de 1917, anunciaba con un toque
de humor negro el
asesinato de sus adversarios políticos a los delegados del Comité Ejecutivo Central de los soviets: "En menos de un mes, el terror va a adquirir formas muy
violentas, a ejemplo de lo que sucedió durante la gran Revolución francesa. No
será ya solamente la prisión, sino la guillotina, ese notable invento de la
gran Revolución francesa, que tiene como ventaja reconocida la de recortar en
el hombre una cabeza, lo que se dispondrá a nuestros enemigos".
La decisión de emplear el terror de un modo implacable y a
gran escala fue adoptada desde muy temprano por Lenin. Felix Dzerzhinsky ideó
la Checa (Comisión Extraordinaria Panrusa para la Lucha contra la
Contrarrevolución y el Sabotaje) tras recibir una nota de Lenin en la que éste
le advertía que los contrarrevolucionarios se disponían a realizar “sabotaje y
huelgas para minar las medidas del Gobierno destinadas a poner en
funcionamiento la transformación socialista de la sociedad”, y presentó el
proyecto al Sovnarkom: “propongo, exijo la creación de un órgano que
ajuste las cuentas a los contrarrevolucionarios de manera revolucionaria,
auténticamente bolchevique”. Pero fue Lenin quien redactó la totalidad de los
decretos fundamentales sobre la represión y el terror, incitando constantemente
a los bolchevique a desechar las dudas y los sentimientos humanitarios. En un
momento en el que parecía que algunos chequistas flojeaban y pecaban
ligeramente de humanitarismo, Lenin ordenó “buscar gente más dura”.
La Checa debía ser, según Dzerzhinsky, “una estructura
ligera, flexible, inmediatamente operativa, sin un juridicismo puntilloso.
Ninguna restricción para tratar, para golpear a los enemigos con el brazo
armado de la dictadura del proletariado”. Abundando en el desprecio por el
“juridicismo puntilloso”, es decir, por las garantías legales, Martin Latsis,
uno de los primeros jefes de la Checa, enviaba por escrito directrices a los
chequistas en enero de 1918, en las que resaltaba el papel esencial del terror
revolucionario, y lo situaba en el marco de la “lucha de clases”. Una lucha en
la que no sólo el adversario político, sino también quienes no fueran de
utilidad a la revolución que conduciría al “Reino del Futuro” se convertían en
enemigos a los que exterminar sin compasión: "La Checa no es sólo un órgano de investigación: es el
órgano de batalla del Partidos del futuro (…) Aniquila sin juicio o aísla de la
sociedad mediante el internamiento en campos de concentración. Su palabra es
ley. El trabajo de la Checa debe abarcar todos los ámbitos de la vida pública
(…) No hacemos la guerra contra las personas en particular. Exterminamos a la
burguesía como clase. No busquéis durante la investigación documentos o pruebas
sobre lo que el acusado ha cometido, mediante acciones o palabras, contra la
autoridad soviética. La primera pregunta que debéis formularle es la de a qué
clase pertenece, cuáles son su origen, su educación, su instrucción, su
profesión. Las respuestas deben determinar el destino del acusado. Ese es el
destino y la esencia del Terror Rojo (…) No juzga al enemigo, lo golpea. No
demuestra ninguna piedad, al contrario, incinera a cualquiera que se alce en armas
al otro lado de las barricadas y a todo aquel que no nos sea de ninguna
utilidad (…) Nosotros, como los israelitas, tenemos que construir el Reino del
Futuro bajo el temor constante al ataque enemigo". El mismo Latsis, en uno de sus informes, daba a conocer una
primicia bolchevique: la práctica de detener sistemáticamente como rehenes a las familias de
los enemigos, en este caso guerrilleros contrarrevolucionarios cosacos.
“Reunidos en un campo de concentración cerca de Maikop, los rehenes –mujeres,
niños y ancianos- sobreviven en condiciones terribles en medio del barro y el
frío de octubre. (…) Mueren como moscas”.
La primera acción de la Checa, en enero de 1918, fue
arrestar a los funcionarios en huelga de Petrogrado. Dzerzhinsky lo justificó
así: “quien no quiere trabajar con el pueblo no tiene lugar en él”. En el
artículo Cómo organizar la emulación socialista, escrito ese mismo
mes, Lenin proclamaba el objetivo general de “limpiar la tierra rusa de toda
clase de insectos nocivos”, entre los que contaba, además de a los enemigos de
clase, a “los obreros que muestren pasividad en el trabajo” y exigía “fusilar
en el acto a una de cada diez personas a quienes se encontrase culpables de
ociosidad”. En abril, ante el Comité Ejecutivo Central de los soviets, Lenin
declaró que aunque los pequeños propietarios habían estado hasta el momento a
su lado, a partir de ese momento “nuestros caminos se separan. Los pequeños
propietarios sienten horror hacia la organización, hacia la disciplina. Ha
llegado la hora de que llevemos a cabo una lucha despiadada, sin compasión,
contra estos pequeños propietarios, estos pequeños poseedores”. Una semana
después Lenin ordenó a la Checa fusilar en el acto a los “especuladores”.
Semanas después reclamó “el arresto y el fusilamiento de los que aceptan
sobornos, los estafadores, etc.”. El 22 de febrero autorizó una proclama de la
Checa en la que se ordenaba a los soviets locales a “identificar, arrestar y
fusilar de inmediato a enemigos, especuladores, etcétera”. El 10 de agosto de
1918 Lenin envió un telegrama al comité ejecutivo de Penza: "¡Camaradas! La sublevación kulak en vuestros cinco
distritos debe ser aplastada sin piedad. Los intereses de la revolución lo
exigen, porque en todas partes se ha entablado la lucha final contra los
kulaks. Es preciso dar un escarmiento. 1. Colgar (y digo colgar de manera que
la gente lo vea) al menos a cien kulaks, ricos y chupasangres conocidos. 2.
Publicar sus nombres. 3. Apoderarse de su grano. (…) Vuestro Lenin". El día anterior, envió otro del mismo tenor al soviet de
Nizhni-Novgorod, exigiendo “requisas masivas. Ejecución por llevar armas.
Deportaciones masivas de los mencheviques y otros elementos sospechosos”. Días
después, el 15 de agosto, Lenin y Dzerzhinsky firmaron la orden de arresto de
los principales dirigentes del partido menchevique, cuya prensa ya había sido
prohibida y cuyos representantes habían sido expulsados de los soviets.
El 31 de agosto, Pravda llamaba
a los trabajadores a "aniquilar a la burguesía, de los contrario seréis
aniquilados por ella. Las ciudades deben de ser implacablemente limpiadas de
toda putrefacción burguesa. Todos estos señores serán fichados y aquellos que
representen un peligro para la causa revolucionaria exterminados. (…) ¡El himno
de la clase obrera será un canto de odio y de venganza!".
En septiembre de 1918. Grigori Zinoviev, presidente del
soviet de Petrogrado: "Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos tener
nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos a
noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a
los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados".
El 18 de marzo de 1919. Dzerzhinsky declaraba en Izvestia: "De ahora en adelante, la Checa no distingue entre los
guardias blancos del tipo Krasnov y los guardias blancos del campo socialista
(…) los eseristas y los mencheviques detenidos serán considerados como rehenes
y su suerte dependerá del comportamiento político de su partido". Dzerzhinsky encontraba una nueva forma de des-calificar a
socialistas y marxistas no bolcheviques, identificándolos con el zarismo contra
el que habían luchado. Esta estrategia la pondrían en práctica los comunistas de
todo el orbe: los heterodoxos sería identificados desde entonces con burgueses,
fascistas o imperialistas.
Un editorial del primer número de La
espada roja, periódico de la Checa de Kiev, fundado por Latsis, expresa
ejemplarmente la exaltación del crimen y su justificación por el mesianismo
marxista. A mi juicio es este un texto muy representativo de lo que el
comunismo pretende y de cómo pretende llevarlo a cabo. "Rechazamos los viejos sistemas de
moralidad y de humanidad inventados por la burguesía con la finalidad de
oprimir y explotar a las clases inferiores. Nuestra moralidad no tiene
precedentes, nuestra humanidad es absoluta porque descansa sobre un nuevo
ideal. Destruir cualquier forma de opresión y violencia. Para nosotros todo
está permitido porque somos los primeros en el mundo en levantar la espada no
para oprimir y reducir a la esclavitud, sino para liberar a la humanidad de sus
cadenas… ¿Sangre? ¡Que la sangre corra a ríos! (…) ¡Puesto que sólo la muerte
final del viejo mundo puede liberarnos para siempre jamás del regreso de los
chacales".
Esta perspectiva interna y
favorable al comunismo se complementa perfectamente con esta visión externa y
crítica del comunismo de la encíclica Quadragésimo Anno, de Pio
XI: "el comunismo tiene en su enseñanza
y en su acción un doble objetivo que persigue no en secreto y por caminos
desviados, sino abiertamente, a la luz del día y por todos los medios,
incluidos los más violentos: una implacable lucha de clases y la completa
desaparición de la propiedad privada. Para lograr este objetivo, no hay nada a
lo que no se atreva, no hay nada que respete; allí donde ha conquistado el
poder, se muestra salvaje e inhumano hasta un grado que apenas se puede creer y
que resulta extraordinario, tal y como testifican las terribles matanzas y las
ruinas que ha acumulado en inmensos países de Europa Oriental y de Asia".
En Pravda, 12 de febrero de 1920: “El mejor
lugar para los huelguistas, ese mosquito amarillo y dañino, es el campo de
concentración”. Dias antes, el 29 de enero, ante la extensión de las huelgas en
los Urales, Lenin telegrafió a Smirnov, jefe del consejo militar revolucionario
del V Ejército: “P. me ha informado que existe un sabotaje manifiesto por parte
de los ferroviarios (…) Estoy sorprendido de que os acomodéis de ello y no
procedáis a ejecuciones masivas por sabotaje”. Aquí encontramos otra primicia
bolchevique: el derecho de huelga, exigido por los comunistas cuando se encuentra en la oposición,
se convierte en“sabotaje” cuando los comunistas ejercen el poder.
El 1 de julio de 1920 un documento interno de la Checa
aconsejaba imputar falsamente la comisión de crímenes al adversario político.
Dicho recurso sería utilizado a partir de entonces por los comunistas con
profusión, sobre todo en las purgas de la época estalinista: "en lugar de prohibir estos partidos [social-revolucionario
y menchevique], lo que les llevaría a una clandestinidad difícil de controlar,
es mucho mejor dejarlos en una situación semilegal. (…) Frente a estos partidos
antisoviéticos [expulsados de los soviets por los bolcheviques, a pesar de ser
mayoritarios] es indispensable aprovecharse de la situación de la guerra actual
para imputar a sus miembros crímenes tales como actividad
contrarrevolucionaria, alta traición, desorganización de retaguardia, espionaje
en beneficio de potencia extranjera intervencionista, etc".
Lenin en 1920: "Aquel que no comprende la necesidad de la dictadura de una
clase revolucionaria para asegurar su victoria, no comprende nada de la
historia de la revolución… La dictadura significa –asimiladlo de una vez por
todas- un poder sin límites fundado en la fuerza y no en la ley". Y en 1921: “El único lugar de los mencheviques y de los
eseristas, ya lo sean declarada o encubiertamente, es la prisión”. Y meses más
tarde: “¡Si los mencheviques y los eseristas siguen enseñando todavía la punta
de la nariz, fusiladlos sin piedad!”.
Y por último, un texto de Lenin que aúna lo
peor de la práctica comunista: la manía genocida, la conversión de los derechos políticos que los ciudadanos disfrutan en las
democracias liberales en delitos políticos (se trata de los mismos derechos que los comunistas exigen
desde la oposición y desprecian una vez que alcanzan el poder), y la atribución
a los delincuentes de una falsa connivencia con una inventada conspiración
capitalista internacional. Escribe el líder bolchevique a Dimitri Kursky,
comisario del pueblo para la Justicia, el 15 de mayo de 1922: “En mi opinión,
hay que ampliar el campo de aplicación de la pena de muerte a toda la clase de
actividades de los mencheviques, socialistas-revolucionarios, etc. Encontrar
una nueva pena, que sería la expulsión al extranjero. Y poner a punto una fórmula
que vincule estas actividades a la burguesía internacional”.
En todas estas brutales y sinceras declaraciones se justifica la
violencia empleada contra los que se oponen abiertamente a la revolución o
contra los que no le son útiles. El peligro que para la revolución supone la
multiforme actividad contrarrevolucionaria parece argumento suficiente para
quienes defienden que la represión y la violencia bolchevique fueron
tristemente necesarias. Pero éstos no tienen en cuenta lo esencial: si, como es
natural, aunque algunos no puedan creerlo, no todo el mundo está de acuerdo en
que la transformación socialista de la sociedad es la solución correcta de
todos sus males, entonces habrá quienes se opongan a ella, y, si estos no encuentran
medios legales y democráticos para oponerse, se verán entonces obligados a
defenderse contra la imposición violenta de un proyecto político y social que
no sólo no comparten, sino que supone su muerte civil y física.
Murió Lenin en 1924 y Stalin le sustituyó como Papa Rojo,
permaneciendo en el trono hasta su muerte en 1953. Tres décadas en las que el
terror y la miseria provocaron el sufrimiento del pueblo hasta límites
sólo superados por el pueblo judío bajo el nazismo o el pueblo chino bajo el maoismo. Para ocultar el horror, la mentira debió intensificarse hasta
límites similares.
Alienación y explotación en las
sociedades comunistas
Se negaban los crímenes, después se minimizaban y, por
último, se justificaban. “No se puede hacer tortilla sin cascar huevos”,
decían. A lo que Vladimir Bukovsky replicó que él había visto los huevos
cascados pero que no había probado nunca la tortilla. Veamos la tortilla que
cuajó la sociedad comunistas real.
El concepto de “alienación” es fundamental en el
pensamiento marxiano. La alienación es la razón principal por la que Marx se
opone a la propiedad privada y a la división del trabajo, ya que estas generan aquella. Por eso el
programa de todo comunista lo resume Marx en la abolición de la propiedad
privada. Resumo la tesis: el trabajo, que es la actividad por la que el hombre
transforma la realidad para satisfacer sus necesidades materiales y
espirituales, se vive como una experiencia alienada en una economía de división
de trabajo. En una economía de producción para el intercambio, para el mercado,
donde nadie es autosuficiente, donde nadie produce todo lo que necesita, el ser
humano pierde el control de aspectos esenciales de su naturaleza. Pierde el
control sobre su actividad productiva, siendo el capitalista quien decide qué,
cómo y cuándo producir; y lo pierde sobre el producto de su trabajo, dejando
parte de su personalidad en un objeto exterior que pasa a ser propiedad del
capitalista, el cual también está alienado, pues su actividad está asimismo
determinada por las fuerzas impersonales del mercado, aunque no en grado
máximo, como en el caso del trabajador. El trabajo no está dirigido a
satisfacer las necesidades y deseos propios de los productores, sino a lo que
necesitan y desean los demás en tanto que consumidores, esto es, del
mercado. Así, el ser humano se distancia de su naturaleza específica: no es
autónomo porque se somete a fines ajenos. Y esta alienación, que nos obliga a
sacrificar nuestros deseos y necesidades internas a los deseos y necesidades
ajenas, alcanza su grado máximo, según Marx, en el sistema de producción
capitalista, y desaparecerá en la sociedad comunista venidera.
Al contrario de lo que opina Marx, la libertad individual
del hombre en las sociedades capitalistas es infinitamente mayor que la que
disfruta en otros sistemas históricos sociales y de producción, incluido el
sistema de producción socialista. En una sociedad de cazadores-recolector, por
ejemplo, el atraso tecnológico y la estructura cerrada del grupo social atan al
individuo de tal manera a la naturaleza y a la voluntad colectiva,
respectivamente, que es mínima su capacidad de decisión respecto a
la satisfacción de sus necesidades y deseos. Si la propiedad es comunal en el
comunismo primitivo -como su nombre indica y Marx nos cuenta- el producto del
trabajo del hombre no le pertenece en absoluto: el individuo está sometido a la
voluntad del grupo, y el incumplimiento de las pautas culturales que regulan el
orden social implica la expulsión del grupo, y con ello, una muerte casi
segura. Los esclavos de las sociedades antiguas y los siervos feudales, por su
parte, estaban tan atados al lugar que ocupaban en el sistema productivo y en
la sociedad que era prácticamente imposible que pudieran cambiar su destino,
como cualquier estudiante de secundaria o bachillerato sabe o debería saber.
La autonomía, la capacidad de decidir por sí mismos de los
ciudadanos de las sociedades capitalistas, excede en mucho a la de quienes
necesitan la aquiescencia del Estado para cambiar de ocupación, de empleo, de
empresa, de residencia, de ciudad o
para salir del país. Los súbditos de los
Estados comunistas no pueden explotar
sus talentos y capacidades libremente: toda actividad laboral, artística o
empresarial, toda promoción profesional depende únicamente del Estado. El trabajador se somete absolutamente a los planes de un
Estado que ordena todos los aspectos de la producción y decide lo que el
trabajador tiene que recibir a cambio de su trabajo. Los trabajadores de
las sociedades comunistas no pueden hacer huelga para defender sus intereses,
ni pueden organizarse para ello más que en los sindicatos legalizados por el
Estado, los cuales despliegan una extrañísima labor sindical: no convocan,
organizan o apoyan jamás ninguna huelga ni otra forma de protesta laboral, ni
nunca reivindican nada al único patrón, o sea, al Estado. En los países bajo
régimen comunista se prohíben todos los derechos laborales que disfrutan
los trabajadores en las sociedades capitalistas..., como cualquier estudiante de secundaria o bachillerato debería saber pero no sabe porque no se lo cuentan.
(Abro un paréntesis pertinente para refutar el argumento que
esgrimen como último recurso los que militan en o simpatizan con el comunismo:
que la legislación laboral favorable a los trabajadores en las
sociedades capitalistas y la mejora de las condiciones de vida de la población
se han conseguido gracias a la lucha de los partidos comunistas. En primer
lugar, si aceptamos que los comunistas han obligado a los gobiernos burgueses
de los Estados capitalistas a mejorar la calidad de vida de la sociedad en su
conjunto, y dado que es un hecho histórico incontestable que los partidos
comunistas que han ejercido el poder, siempre, sin excepción conocida, prohíben
a los trabajadores cualquiera de los derechos laborales que exigen cuando están
en la oposición, además de empeorar inevitablemente las condiciones de vida de
la población, necesariamente debemos concluir que la única labor de los
comunistas en beneficio de los trabajadores la realizan desde la oposición, por
lo que, por el bien común, deben permanecer para siempre en ella y no alcanzar jamás el poder. Ahora bien, siendo un hecho irrefutable que los comunistas
se convierten en una plaga para la sociedad en su conjunto y para la clase
obrera en particular cuando detentan el poder, es más que dudoso que la
actividad política de los partidos comunistas en la oposición sea tan positiva
como se presume, porque lo cierto es que los derechos de todo tipo están
garantizados y las condiciones laborales de los trabajadores, así como las
condiciones de vida de la población, han sido y son mejores precisamente en
aquellos países en los que los partidos comunistas han tenido una influencia
política insignificante -Holanda, Bélgica, Suiza, los países nórdicos,
Australia, Canadá, Reino Unido, Austria, Alemania Occidental, Japón o EE.UU-.
Por otra parte, se daría la paradoja de que un movimiento político
revolucionario que tiene como objetivo irrenunciable alcanzar el poder para
emancipar al proletariado y al género humano, sólo llega a ser positivo cuando
opera desde la oposición, mejorando el capitalismo en lugar de destruirlo. Pero que la revolución sólo sirva para mejorar las
condiciones de los trabajadores dentro del capitalismo cuando se esgrime como
amenaza, y no sea una posibilidad real para destruirlo, es una tesis que implica la negación misma de la esencia del pensamiento de Marx, y, por supuesto, de todo comunismo digno de tal nombre).
Sigamos con la alienación y la explotación. El grado de control del Estado totalitario comunista sobre
los trabajadores y los ciudadanos es absoluto y quien no se somete a él es
considerado un saboteador, un enemigo del pueblo, carne de Gulag o de tiro en
la nuca. Y no sólo hay explotación y alienación del trabajador en tanto que productor;
hay además alienación ideológica y política en grado máximo. En las sociedades
comunistas los ciudadanos carecen de
los derechos civiles, sociales y políticos más elementales: si escogemos
cualquiera de los derechos de la Declaración Universal de Derechos Humanos,
podemos estar seguros de que no será respetado en ningún Estado
comunista.
Ya hemos visto que la primera
acción de la Checa fue arrestar a los funcionarios en huelga de Petrogrado,
porque “quien no quiere trabajar con el pueblo no tiene lugar en él”, y que
Lenin consideraba enemigos a “los obreros que muestren pasividad en el
trabajo”, y exigía “fusilar en el acto a una de cada diez personas a quienes se
encontrase culpables de ociosidad” y meter en cintura a los pequeños propietarios.
Marx y Engels profetizaron en La ideología alemana que “en la
sociedad comunista cada cual no tiene acotado un círculo exclusivo de
actividad, u pide desarrollar sus posibilidades en la rama que mejor le
parezca”. Pero la realidad soviética dibujaba unas relaciones laborales de régimen semiesclavista, que sometía a trabajadores y campesinos a las órdenes de
los burócratas, dejándolos totalmente a merced del poder del Estado. Lenin advirtió: “no
alimentaremos a quienes no trabajen en empresas u oficinas soviéticas”.
Trotsky escribió: “En un país donde el único patrono es el Estado, la oposición
significa la muerte por consunción lenta. El viejo principio el que no
trabaja no comerá ha sido reemplazado por uno nuevo: el que no
obedezca no comerá”. Extraña manera de abolir la alienación y la explotación aumentándola al máximo.
El "Decreto sobre Raciones" de 1919 precisaba que los
verdaderos comunistas eran aquellos obreros que trabajaban más allá de la cuota
fijada por la autoridad. A pesar del estímulo irresistible que les debía suponer a los trabajadores ser
reconocidos como verdaderos comunistas, los trabajadores se resistían a renunciar
al día libre semanal y a las vacaciones, lo que Izvestia interpretaba como
un residuo de las “viejas formas económicas”. Vladimir Mayakovsky, poeta
futurista, colaboró en la campaña estatal contra el egoísmo de los trabajadores
con un cartel en el que se podía leer: “¿Quieres superar el frío? ¿Quieres
superar el hambre? ¿Quieres comer? ¿Quieres beber? Apresúrate a formar parte de
las brigadas del trabajo ejemplar”. O sea, que si querían sobrevivir los trabajos debían trabajar sin descanso para el Estado. Lo que hasta entonces se había
llamado esclavismo ahora se llamaba “nuevas relaciones económicas”. Ya se sabe: a nuevas relaciones económicas, nuevas relaciones entre significante y significado... Teoría y praxis emancipatoria de la Humanidad para esclavizar a los humanos concretos. Pero
según la teoría marxista, si no hay relación empleador-asalariado no hay
explotación, así que, contra lo que parecía evidente, no se explotaba al pueblo
aunque se le obligara a trabajar sin descanso a cambio de manutención. Imagino
a los obreros regresando a casa agotados y hambrientos tras una jornada
trabajando de sol a sol a cambio de un chusco de pan agusanado, pero dichosos
al saber que El Capital dictamina que no están siendo
explotados, y agradecidos a los comunistas por mantenerlos a resguardo de la
explotación capitalista.
A los campesinos -el ochenta por ciento de la población
rusa- les iría todavía peor. Por una cuestión de orden doctrinal, se decidió
que el dinero debía desaparecer como medio de cambio en las relaciones “entre
unidades económicas”, entre los productores agrícolas y las ciudades,
iniciándose un intercambio directo de materias bautizado como “cristalización
del trueque científico”. Para eliminar el dinero se imprimió todo el dinero que
permitieron las cantidades de papel y tinta disponibles, provocando una
hiperinflación galopante (pero científica). Los campesinos no aceptaron una moneda que perdía
poder adquisitivo a cada momento, y pronto se cansaron de trabajar a cambio de
papeles de colores (pero científicos), lo que provocó el desabastecimiento en las ciudades. En
consecuencia, tampoco las manufacturas industriales llegaban al campo, así que
la economía quedó (científicamente) paralizada. En la reunión de le ejecutiva del Congreso de los
Soviets del 2 de febrero de 1919, Lenin anunciaba que la tarea de expropiar a
los campesinos el producto de su trabajo para dar de comer a los trabajadores
industriales había de “resolverse por métodos militares absolutamente
despiadados, suprimiendo absolutamente cualesquiera otros intereses”. Pero los
campesinos se resistían a que les expropiaran el producto de su trabajo. Paralelamente, el desabastecimiento de las ciudades generó una escalada de
protestas, huelgas y revueltas campesinas, que tuvieron como episodios más
significativos la rebelión de los marineros de la base naval de Kronstadt,
símbolo de la Revolución de Octubre, y el levantamiento campesino de la región
de Tambov. Ambas rebeliones fueron sofocadas por el Ejército
Rojo a sangre y fuego. Científicamente, claro.
Después del paréntesis de la Nueva
Política Económica (NEP), que introdujo un necesario, breve y benéfico -aunque
modesto- momento de libertad económica, el dogma marxista contra la propiedad
privada y la libertad de mercado se impuso de nuevo, iniciándose bajo Stalin un
proceso de colectivización forzosa para financiar una rápida industrialización:
una auténtica guerra declarada por el Estado al campesinado que provocó la
mayor hambruna de la historia (hasta ese momento, el triste privilegio correspondía
a la provocada por el comunismo de guerra impuesto por Lenin: unos
cinco milloncejos de muertos), sólo superada décadas después por la hambruna
provocada por Mao y su Gran Salto Adelante. Estos proyectos comunistas de
ingeniería social son, al gradual proceso de industrialización en Inglaterra,
lo que el Holocausto planeado por los nazis a un progromo medieval. A pesar de ello, la imagen popular del sufrimiento causado por la industrialización sigue
siendo la de la Inglaterra victoriana. Lenin, Stalin y Mao mataron de hambre a
más de 40 millones de personas. Como el capitalismo industrial sobrepasaba en
producción de bienes de consumo a la economía comunista, así sobrepasaba
el comunismo al capitalismo en la producción de muertos por inanición.
Martin Amis arranca su Koba
el Temible, un libro irónico y combativo, citando la segunda frase del
libro de Robert Conquest La cosecha del dolor: la colectivización
soviética y la hambruna del terror: “Quizá podríamos poner en su justa perspectiva el
presente caso diciendo que se perdieron veinte vidas, no por cada palabra, sino
por cada letra que hay en este libro”. Esta frase representa 2.700 vidas. El
libro tiene 411 páginas -dice Amis-, y continúa la cita:
“Comían boñigas de caballo, entre otras cosas porque solían
contener granos de trigo enteros (1540 vidas)… Y las caras de los niños estaban
avejentadas, atormentadas, como si tuvieran setenta años. Y al llegar la
primavera ya no tenían cara. Más bien tenían cabeza como de pájaro, con pico, o
cabeza de rana –boca grande de labios delgados- y algunos parecían peces, con
la boca abierta (4.400 vidas)…El 11 de junio de 1933, el periódico
ucraniano Visti felicitó a un despierto agente de la policía
política por desenmascarar y detener a un saboteador fascista que había
escondido pan en un agujero tapado con un puñado de tréboles. La palabra fascista.
Ciento sesenta vidas (…) preposiciones inocentes como en y para representan
el asesinato de seis o siete familias numerosas”.
La mentira y las buenas intenciones
Cuenta Amis que cuando el editor preguntó a Conquest cómo
debería titularse la segunda edición de El Gran Terror -revisado
tras la apertura de los archivos de la antigua URSS- éste contesto: “¿Qué te
parece Ya os lo dije, tontos del culo?”. Amis cuenta también una
conversación entre su padre y el filósofo positivista A. J. Ayer.
-Por lo menos –dice Ayer- en la URSS están forjando algo
positivo.
-¿Qué importa lo que estén forjando? Han matado ya a cinco
millones.
-No haces más que hablar de los cinco millones.
-Si te aburren esos cinco millones, estoy seguro de que te
puedo encontrar otros cinco.
Hoy se puede –dice Amis-. Pueden encontrarse otros cinco
millones, y otros cinco, y cinco más.
La irritación de Ayer cuando le mencionaron los millones de
víctimas es típica de los tontos del culo que ignoran y de los canallas que
fingen ignorar que la miseria, el terror y la carencia absoluta de los derechos
civiles, sociales y políticos más elementales fueron desde su origen rasgos
intrínsecos del comunismo, primero en la URSS y después en todos y cada uno de
los regímenes comunistas. La URSS se convirtió pronto en el modelo de gran
parte de una intelectualidad convencida de poseer el patrimonio de la
inteligencia y la conciencia real del mundo, como les había enseñado Marx, pero
aquejada de un grave defecto intelectual: aferrarse a su fe, ignorando
tozudamente la realidad. El bello ideal legitimaba y alentaba la mentira por
mor de la construcción del socialismo, así que se engolfaron en ella sin la
menor duda moral, negando o justificando los crímenes a pesar de su enormidad.
Nada hay más perverso que ejecutar, colaborar o comprender los crímenes más abyectos
con la conciencia tranquila por hacerlo para la consecución de un mundo mejor. El
contraste entre las peores obras y las mejores intenciones es sideral,
pero los ciegos que no lo perciben se han autoelevado al olimpo de los más buenos y sabios.
La reacción ante las críticas de los pesados aguafiestas
que recordaban los millones de huevos cascados y la inexistencia de las
tortillas, solía (suele) mostrarse en sucesivas fases: primero, se niega la
realidad de la miseria y el terror; después, se minimiza su alcance e
intensidad; más tarde se reconoce que bueno sí, que quizá algo o incluso mucho de
todo lo que se denuncia fue verdad, pero que fue inevitable; y al final, hartos
ya de tener que defenderse, ellos, los intelectuales moralmente superiores,
acaban culpando de los crímenes a las víctimas. No se conformaron con encubrir
los crímenes, sino que combatieron por todos los medios, que eran muchos, a
quienes intentaron descubrirlos. A la mentira como arma revolucionaria se unió la calumnia a las
víctimas.
Sobre esta actitud cuenta Jean-François Revel en La
gran mascarada una anécdota triste y muy significativa. Alexander
Solzhenitsin había publicado en 1973 Archipiélago Gulag. Los
intelectuales izquierdistas de los setenta tenían que conocer el singular caso de aquellos
turistas de la revolución soviética, aquellos observadores occidentales -auténticos
linces- que al comienzo de la década de los 30 admiraban las fértiles
colectividades agrarias ucranianas mientras se les escapaban cinco millones de
individuos famélicos que acabaron muriendo de hambre. O el caso de aquellos que,
entre 1958 y 1961, igualmente perspicaces, admiraron los logros del Gran Salto
Adelante chino sin percibir sus víctimas, estimadas entre !20 y 40 millones!
Pero una cosa era negar la abultada realidad con fervor, como aquellos
intelectuales hicieron, y otra concluir de sus excesos -ligeros fallos del
sistema- que el comunismo era una auténtica catástrofe homicida. No seremos ni fanáticos
ni apóstatas del marxismo-leninismo, debieron pensar los izquierdistas de los setenta, así que se mancharon desacreditando a
Solzhenitsin por lo que denunciaba sin mancharse defendiendo al denunciado:
fascista, lacayo del capitalismo, agente de la CIA… Todo eso y mucho más le
llamaron. Daba igual que el informe “secreto” leído por Nikita Kruschev en el
XX Congreso del PCUS respaldara lo escrito por Solzhenitsin -al menos en lo que
respecta al estalinismo, que era lo que ocupaba la mayor parte de Archipiélago
Gulag-. Su autor pasó a ser para la izquierda lo que Sartre decía que era
todo anticomunista: un perro. En 1976 visitó España, y en una entrevista en
televisión se atrevió a decir -ya muerto Franco y con la reforma política en
marcha- que en ese momento había más libertad en España que en la URSS, lo cual
era totalmente cierto. Juan Benet, un escritor que no era comunista, respondió:
“Creo firmemente que mientras exista gente como Alexander Solzhenitsin deberán
existir los campos de concentración. Incluso deberían estar mejor vigilados
para que personas como Alexander Solzhenitsin no pudieran salir”. Así las
gastaba la intelectualidad progresista con las víctimas que se atrevían a
denunciar los crímenes del comunismo.
El mismo Revel escribió en El conocimiento inútil: "(…) la mentira totalitaria es una de las más completas que
la sociedad ha conocido (…) Todos los autores que han narrado esa inmersión en la
mentira, los Orwell, Solzhenistsin, Zinóviev, han insistido en la idea de que
la mentira no es un simple coadyuvante, sino una componente orgánica del
totalitarismo, una protección sin la cual no podría sobrevivir". El terror es consustancial al comunismo, así que la mentira
que lo oculta o lo justifica también lo es. La facilidad del intelectual
para engañarse estaba probablemente motivada por una mezcla de oportunismo
profesional y la creencia sincera en que la profecía marxista se cumpliría. La esperanza
perduró durante más de siete décadas, por más que el contraste entre el mal
realmente causado -los huevos cascados- y los logros conseguidos -la tortilla-
era abismal. Tamaña ceguera es propia de quien posee una fe a prueba de toda
evidencia, de toda racionalidad. Esa misma fe parece repuntar hoy. Slavo Zizek,
que se ha convertido en una celebridad que llena aforos en sus giras mundiales
por las más prestigiosas instituciones académicas, afirma que “el peor terror
estalinista es mejor que la más liberal de las democracias capitalistas”. Zizek
puede decir semejante barbaridad -que lo retrata como pensador y como hombre- incluso en la peor de las democracias capitalistas, y ganar, además, mucho
dinero haciéndolo. En el más bondadoso de los regímenes comunistas, un
intelectual se jugaría los cuartos y el pellejo si expresara públicamente su
oposición al comunismo.
La mentira la han difundido los comunistas y los “tontos
útiles”, que es, con expresión desdeñosa y precisa, como califican los comunistas a los simpatizantes no comunistas que colaboran con ellos. Menos
malévolamente -pero con mucha menos precisión- los llamaban también “compañeros
de viaje”. La principal razón por la que, todavía hoy, los tontos útiles disculpan los peores crímenes del comunismo es que las intenciones de
los revolucionarios fueron buenas. Luchaban contra la pobreza, contra la
injusticia, contra la desigualdad. ¿Cómo no simpatizar con ellos? ¿El
resultado? Bueno, de un alma bienintencionada sólo hay que juzgar las
intenciones. El problema, que los compañeros de viaje no ven o no quieren ver, es que hay personas en
el mundo que pueden tener otra concepción del bien común y de cómo llegar a él;
personas que están convencidas, tanto o más que los comunistas, de que su
diagnóstico acerca del origen de los males del mundo es el único correcto y
sólo su tratamiento el apropiado, por lo que se creen asimismo legitimados para
imponerlo a los demás, ya que sus intenciones también son buenas. En estos
casos, los filocomunistas nunca valoran las intenciones y sí juzgan los
resultados. Y hacen bien, pero son injustos cuando no practican tan saludable
estrategia valorativa con el comunismo. De esa chapuza intelectual caen
irremediablemente en la chapuza moral. Así, nos encontramos con que un muerto
se les hace intolerablemente visible mientras una montaña de ellos les pasa
desapercibida. Depende de quienes hayan matado a los muertos.
A pesar de reconocer los horrores del comunismo, muchas
personas sienten simpatía por sus principios de igualdad, fraternidad, justicia
social, etc. Juzgan sólo las intenciones, valoran el ideal, al que aíslan de
los medios que se aplican para lograrlo, y sin tener en consideración que
siempre causa lo opuesto de lo que pretende. El ideal permanece incólume,
limpio para estrenar de nuevo, a ver si en la próxima ocasión consigue lo que
promete. Pero todo intento está condenado al fracaso, porque para alcanzar tan
elevado fin necesariamente hay que valerse de medios criminales. Los proyectos
utópicos son letales para la convivencia, porque su aplicación hace necesaria
la desaparición de la arena política y del espacio público de quienes tienen
opiniones y proyectos diferentes. Se aprecia el fervor religioso que despiertan
las soluciones utópicas y se es indulgente con ellas por la ilusión que
producen, cuando es esto justamente lo que debería ponernos en alerta contra
ellas. El entusiasmo y la abnegación de los revolucionarios están dirigidos a
un fin que sólo se puede imponer y mantener reprimiendo a sus supuestos
beneficiarios, lo cual lo invalida por completo como proyecto común de
convivencia. No se debería valorar positivamente la entrega y la tenacidad
de quienes siempre han reconocido que su proyecto sólo puede imponerse
violentamente, porque sin duda se entregarán tenazmente a la violencia. ¿No
debería causar rechazo absoluto, sin “peros” que contextualicen los “excesos”,
el mero propósito de parir con dolor una sociedad perfecta?
La “conciencia roja”, cegada por el brillo de la promesa
mesiánica, permanece ciega al Himalaya de miseria y opresión que siempre
padecen los pueblos sometidos por el comunismo. Lo más revelador de su rotundo
fracaso es el impulso que mueve al pueblo, al supuesto beneficiario de la
dictadura del proletariado, a huir a toda costa de la nueva sociedad socialista
hacia cualquier país más o menos capitalista, más o menos liberal. También es
reveladora la escasa o nula disposición a emigrar hacia semejante paraíso
terrenal. ¿Cómo se explica que el pueblo que disfruta el paraíso comunista
quiera salir de él y ninguno de quienes lo quieren disfrutar desee entrar en
él? Todos los regímenes comunistas, todos, sin excepción alguna, se han visto
obligados a impedir por la fuerza que la gente huya. Es una exclusiva y una
constante del comunismo: provocar la huida e impedirla.
Siempre, en todas partes, inexorablemente, con
regularidad pasmosa, el comunismo ha traído consigo el más absoluto desprecio
por unos derechos humanos que, por más que moteje de “burgueses”, son lo más
apreciado por el ser humano. Represión, purgas, asesinato y encarcelamiento de
opositores y disidentes, campos de trabajo y reeducación, depuraciones, castigo
de cualquier expresión de descontento, inexistencia de derechos laborales,
partido único, hambrunas provocadas por la contumaz fidelidad a una doctrina
aplicada por unos burócratas privilegiados, el poder absoluto de unos pocos
fanáticos alucinados o de unos cuantos cínicos sin escrúpulos... Todo esto ha
acompañado siempre a todos los regímenes comunistas. Siempre, en todas partes,
sin excepción, y en una magnitud jamás vista (sólo admite comparación con el nazismo). ¿Puede ser el azar lo que compongan
tal nexo causal? ¿No ocurrirá más bien que es esencial al comunismo la
asombrosa capacidad de provocar siempre justamente lo contrario de lo que
pretende? ¿Cómo se explica que el sistema que tantos han creído el mejor
concebido para emancipar al ser humano esté dotado de la extraña propiedad de
esclavizarlo? Ciegos, tenaz y voluntariamente ignorantes los que siguen
apostando por este disparate.
José Javier Villalba Alameda.
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