Crítica de la Ilustración y
filosofía del lenguaje
en Johann George Hamann
en Johann George Hamann
“Así, también nosotros, entonces, habiendo ascendido
al monte de la Transfiguración divina, podemos contemplar las vestiduras de la
Palabra, es decir, las palabras de las Escrituras y los elementos visibles de
la creación, vestiduras brillantes y gloriosas en sus respectivas enseñanzas
acerca de Ella”
San Máximo
el Confesor
Introducción
El objetivo de este trabajo es presentar, a modo de introducción, algunos
de los puntos fundamentales de la obra del filósofo alemán Johann George Hamann
(1730-1788). Se trata de un autor poco o mal conocido por el público culto en
general, pues incluso en el ámbito académico es pasado por alto o se lo estudia
muy rápidamente y sin profundizar en sus textos. Las traducciones de su obra a
nuestra lengua son escasas y apenas es posible encontrar unos pocos textos
introductorios. Se lo ve a menudo como una figura excéntrica que desentonaba
con el ambiente cultural de su época, un pensador polémico que se atrevió a
cuestionar a Kant sin molestarse en comprenderlo, un filósofo mediocre, un irracionalista,
un conservador reaccionario, una rara
avis en el Siglo de las Luces.
Sin embargo, ninguno de estos epítetos le hace justicia, y aunque
actualmente pueda pasar casi inadvertido, lo cierto es que su obra no dejó
indiferentes a quienes conformaban los círculos intelectuales de su tiempo. Ejerció
una influencia notable y decisiva en la formación del movimiento literario,
estético y filosófico Sturm und drang,
nacido como respuesta al estéril racionalismo especulativo de la Ilustración, así
como también en el Romanticismo posterior. Fue leído y admirado por autores de
la talla de Herder, Jacobi, Humboldt, Goethe, Schelling y Kierkegaard, entre
otros.
El estudio de su obra no es una tarea sencilla, especialmente porque se trata de un autor que rechazaba de plano todo tipo de sistematización. Sus escritos son a menudo fragmentarios, desordenados, repletos de imágenes y alegorías, crípticos, con referencias veladas a personajes con los que polemizaba y una gran cantidad de citas y alusiones a los textos bíblicos, a autores ingleses, a los clásicos griegos y latinos y a varios de sus contemporáneos. Con un estilo irónico, mordaz, misterioso y deliberadamente caótico, buscaba provocar constantemente al lector y procuraba sacarlo de sus modos habituales de pensamiento.
Como dato anecdótico, mencionaremos que, además de una cultura amplísima,
Hamann dio muestras de una notable capacidad para el aprendizaje de las
lenguas. Podía leer en francés, inglés, latín, griego, italiano, portugués, y
poseía amplios conocimientos de letón, español, caldeo, hebreo y árabe. Más
allá de todo lo que se pueda decir respecto de sus aptitudes, consideramos que
esa habilidad excepcional bien podría ser vista como un signo exterior de su
vocación intelectual más profunda: penetrar en los abismos del lenguaje y
desentrañar algunos de los arcanos más inextricables de la existencia humana.
Ahora bien, aunque personalmente no siempre adhiramos completamente a sus
ideas, o bien consideremos que algunos puntos podrían ser rectificados, o
cuando menos ampliados a partir de otras fuentes, tenemos la plena certeza de
que esta obra enigmática y, desde muchos puntos de vista, incomparable puede
resultar no solamente interesante, sino sumamente valiosa, incluso para
nuestros días. Sin pretender ser exhaustivos, y dejando inevitablemente muchos
aspectos de lado, vamos a centrarnos en los dos ejes principales de sus
escritos: la crítica filosófica a la Ilustración, sin entrar en sus
consecuencias políticas, y su particular filosofía del lenguaje.
Los primeros años
Johann George Hamann
nació el 27 de agosto de 1730 en Königsberg, capital de la Prusia
Oriental, es decir, en el mismo lugar en
el que seis años antes había nacido el que se convertiría posteriormente en su amigo
y adversario filosófico: Immanuel Kant. Su condición social no difería
demasiado de la de Kant o Schiller, aunque era mucho más humilde que la de Goethe,
Hegel, Hölderlin y Schelling. Se crió en el seno de una familia formada en el
pietismo, una rama del luteranismo alemán surgida a fines del siglo XVII que se
oponía al saber libresco y al intelectualismo en general, y ponía énfasis en la
profundidad y sinceridad de la fe personal y en la aspiración a la unión
directa con Dios siguiendo una vía ascética de introspección, autoanálisis,
recogimiento íntimo y oración que propiciaba el anonadamiento de la
individualidad y la apertura del alma para recibir las bendiciones de la gracia
divina. Kant fue formado en un entorno similar, pero las orientaciones
intelectuales de ambos pensadores tomarían caminos diferentes.
Su educación fue caótica
y desordenada en los primeros años; pasaba junto con su hermano de una escuela
a otra sin lograr asimilarse a ninguna. A los quince años consiguió ingresar en
la Universidad de Königsberg, donde cursó estudios de historia, geografía,
filosofía, matemáticas, teología y hebreo. Era un estudiante con aptitudes que
decidió dedicarse vigorosamente a los estudios humanísticos. En ese período de
su vida, nada parecía distinguirlo del típico joven alemán de la Ilustración,
seguidor irreflexivo de las lumiéres francesas.
Al salir de la
Universidad, sin estar seguro de qué carrera seguir, al igual que otros
estudiantes más o menos pobres de la época se convirtió en tutor de los hijos
de un burgués local, y así fue como trabó amistad con los hermanos Berens,
acaudalados mercaderes de la ciudad de Riga, quienes le pidieron que se fuera a
vivir con ellos.
Metanoia y transformación: el nacimiento del
Mago del Norte
En el año 1756 Hamann
emprendió un viaje que estaba destinado a cambiarle su vida por completo. Por
motivos que se desconocen, aunque se supone que podría tratarse de un asunto
político-económico, fue enviado a Londres para cumplir una misión que la casa
Berens le había confiado, misión que acabó, aparentemente, en un total fracaso.
Tras un agradable paso por Berlín, donde conoció a Mendelssohn, a Nicolai y a
otros importantes intelectuales alemanes, viajó por Lübeck, Bremen, Hamburgo,
Ámsterdam, Leiden y Rotterdam, para arribar finalmente a Londres el 18 de abril
de 1757. Tras un breve contacto con la embajada rusa, probablemente relacionado
con su misteriosa misión, y que parece no haberle reportado consecuencia
alguna, se hospedó en la casa de un profesor de música. A partir de ese
momento, desligado de sus obligaciones, decidió entregarse a una vida
desenfrenada y experimentar todos los placeres que podía ofrecerle una moderna
ciudad occidental. Luego de diez meses de lo que más tarde, como pecador
arrepentido, describiría como una terrible disipación, se encontró con una
deuda económica considerable y en una situación de absoluta soledad, miseria y
desesperación. Como si esto fuera poco, sorpresivamente descubrió que su
huésped estaba involucrado en una relación homosexual, y aunque el joven alemán
no era en absoluto un moralista, al menos no en esa época, esta situación le
resultó en extremo perturbadora y aceleró su profunda crisis espiritual.
Completamente solo, sin
una moneda, sin nadie que lo comprendiera, se estableció en una pequeña casa de
huéspedes y retornó a las prácticas pietistas de sus primeros años. Hizo lo que
los pietistas recomendaban hacer en situaciones de oscuridad y opresión espiritual:
leer la Biblia de principio a fin y anotar cada día su progreso espiritual. No
era la primera vez que lo hacía, pero esta vez fue diferente: debajo de la
rigidez de la letra, encontró la vivificación del Espíritu, el aliento de Dios
que proporciona la verdadera vida. Salió completamente transformado de esta
experiencia, renacido e iluminado por una nueva comprensión de la realidad.
Cabe aclarar que no retornó a la fe sencilla de su infancia, sino que se
adhirió rápidamente a doctrinas conocidas por ciertos círculos espirituales de
su época, y a partir de allí desarrolló su nueva filosofía, en clara oposición
con las corrientes ilustradas. Llegó a conocer la obra del teósofo teutón Jacob
Boehme, y posiblemente haya tenido contacto con los escritos de sus seguidores
ingleses. Por otro lado, más allá de algunas referencias aisladas a la
tradición hebrea, bastante comunes en su ambiente cultural, no sabemos a
ciencia cierta si tuvo algún contacto directo con fuentes cabalísticas, pero lo
cierto es que algunas de sus propuestas son perfectamente conciliables con el
esoterismo judío.
Un tiempo después, en el
año 1764, comenzó a ser conocido entre sus contemporáneos como el Mago del
Norte, sobrenombre que le dio Friedrich K. von Moser a raíz de un breve ensayo
que escribió sobre los Magos de Oriente en Belén. En él Hamann afirmaba que lo
que para el entendimiento mundano puede parecer un suceso absurdo, esto es, el
hecho de que los Magos se movieran de manera irresponsable y ocasionaran, accidentalmente,
el asesinato de una gran cantidad de niños inocentes, cuando es visto a través
de la fe, se revela en su verdadera dimensión como un acontecimiento
providencial, como un signo de la presencia de Dios en la historia. Moser dijo
irónicamente que el autor de este escrito había visto las estrellas, en
especial Estrella de Belén. Pero Hamann, lejos de molestarse, se sintió a gusto
con el apodo y lo adoptó como propio, tal vez como emblema de su transformación
interior.
A partir de esta
conversión y renacimiento, que suponen asimismo un giro radical en su
orientación intelectual, Hamann emprenderá su ataque contra el proyecto
ilustrado y denunciará que los argumentos que justifican la confianza
exacerbada en la razón como medio por excelencia para alcanzar el conocimiento
son completamente falsos e ilusorios. Para ello no se servirá únicamente de las
Sagradas Escrituras y de la tradición religiosa, sino que recurrirá, inesperadamente,
al empirismo de David Hume, de quien había traducido varias obras en su
juventud. Esto podría parecer, a prima
facie, una contradicción, pues nada podría oponerse más a la perspectiva
teológica adoptada por Hamann que el escepticismo empirista. Sin embargo, la
obra del filósofo escocés le proporcionará las herramientas teóricas para
desarrollar algunas de sus más profundas intuiciones.
Empirismo y Revelación
Para Hamann, la
suposición cartesiana acerca de la posibilidad de adquirir el conocimiento de
la realidad a partir de fuentes a priori
y a través de razonamientos deductivos, es la primera y más nefasta falacia del
pensamiento moderno. En este punto seguirá de cerca a Hume, para quien la base
del conocimiento de nosotros mismos y del mundo exterior se fundamenta en la
creencia (belief), o sea, en algo para lo que no puede encontrarse
ninguna razón a priori (es decir,
universal, necesaria e independiente de la experiencia), pero que es, no
obstante, el punto de apoyo al que podrían reducirse, en última instancia,
todos los principios, teorías y construcciones más elaboradas de la mente.
Para comprender esto
mejor, debemos tener en cuenta que para los empiristas todo conocimiento
posible de la realidad se deriva de forma exclusiva de la experiencia,
especialmente de la experiencia producida por las impresiones sensibles, ya que
las impresiones internas surgen de la reflexión sobre la propia interioridad
del sujeto y las ideas ocupan un papel secundario al derivarse de las
impresiones por medio de la intervención de facultades mentales diversas, tales
como la memoria y la fantasía, por lo que sólo serán válidas en tanto se las
reconozca como copias debilitadas de las impresiones -sensoriales o internas-
de las que se originan. De esto se sigue que, en contra de lo que proponían los
racionalistas, la facultad racional es relegada a una mera función ordenadora
de los conocimientos obtenidos a través de los sentidos. Siendo consecuente con
esto, Hume llegará a cuestionar incluso la noción misma de causalidad, también
denominada por el filósofo escocés como "conexión necesaria", que
consiste en una relación aparentemente necesaria entre dos fenómenos sucesivos
denominados "causa" y "efecto". Dicho de otro modo, si de
dos fenómenos sucesivos podemos suponer que el primero es la causa del segundo,
de acuerdo a esta noción, será imposible que ocurra el primero sin que luego
ocurra el segundo. Para demostrar que dicha relación no proviene de impresiones
sensoriales o internas, ni de las ideas derivadas de éstas, y que por lo tanto
no podemos tener un conocimiento real de la misma, recurre al célebre ejemplo
de la bola de billar: imaginemos que en una mesa de billar una bola en
movimiento choca con otra que se encontraba en reposo y provoca su
desplazamiento. En tal caso, podemos identificar las impresiones de las que se
desprenden las tres primeras ideas simples: percibimos el movimiento de la
primera bola, el movimiento de la segunda, y vemos que el primer movimiento
ocurre antes que el segundo. Sin embargo, no es posible identificar la
impresión de la que se desprende la idea de conexión necesaria, ya que no
percibimos la fuerza transmitida de un movimiento a otro. Ahora bien, si la
noción de conexión necesaria no proviene de la experiencia, podría atribuírsele
un origen lógico, pero este no es el caso, pues nada impide pensar que la
sucesión de movimientos podría no suceder o bien producirse de un modo
diferente al supuesto. En otras palabras, no es lógicamente imposible pensar
que al repetir la situación planteada, luego del movimiento de la primera bola,
la segunda se quede quieta, o bien desaparezca, se hunda en la mesa o realice
un movimiento diferente del supuesto por intervención de alguna circunstancia
fortuita. En consecuencia, si la noción de conexión necesaria no se origina en
la experiencia ni en la razón, ha de admitirse la imposibilidad del
conocimiento de su origen. Seguidamente, demuestra que dicha noción tampoco
puede ser copia de una impresión interna, y para ilustrarlo se remite a la
incomprensibilidad de la unión entre el alma y el cuerpo, es decir, analiza la
imposibilidad de tener conciencia efectiva de un poder o energía en la voluntad
que conecte la sustancia espiritual con la material. Hume sostendrá entonces
que la idea de causalidad o conexión necesaria se origina en un hábito psicológico,
en una costumbre, ya que al experimentar una sucesión de dos hechos en el
pasado, cuando vuelve a producirse el primero en el presente, es natural que esperemos que ocurra también el segundo.
Este hábito es, para el pensador escocés, una creencia (belief) subjetiva, poco fiable, en términos epistemológicos, pero
de gran utilidad para la vida práctica. En nuestra experiencia cotidiana
"creemos" en la existencia de los objetos materiales que están a
nuestro alrededor y en el conocimiento que tenemos de ellos;
"creemos" que somos idénticos a nosotros mismos en el transcurso de
nuestra vida; "creemos" que actuamos de éste o de aquél modo y que
nuestras acciones repercuten de una cierta manera en el mundo. Esto lo llevará
a Hamann a exclamar enfáticamente: "Sabed, filósofos, que entre causa y
efectos, medios y fines, la conexión no es física, sino espiritual e ideal: es
el nexo de la fe (glaube)
ciega". [1]
Prestemos atención a
este detalle: la palabra que Hamann utiliza en alemán es “glaube”, que puede traducirse, efectivamente, como “creencia” en un
sentido epistémico, lo que la haría un equivalente de belief, pero también como “fe” en un sentido claramente religioso.
La ambivalencia de este término no será pasada por alto, pues ahí está la clave
de su toma de posición frente a las teorías en las que se apoya. Pues bien,
aquí podemos ver que aunque Hume, al desarrollar su empirismo radical, se
orienta hacia el escepticismo, rechaza las creencias arraigadas por la
tradición y podría considerárselo, desde cierto punto de vista, un enemigo de
la fe cristiana, Hamann rescata algunas elaboraciones filosóficas que serán
valiosas para la estructuración de su propia obra. Haciendo llamada a la
Revelación, convierte decididamente el escepticismo de Hume en una afirmación
de la fe, en el ámbito del conocimiento empírico, que es su propia garantía de
veracidad, el dato último para el que no puede encontrarse una base lógica o
razón de tipo general.
Para Hamann la fe (glaube) y la experiencia directa tienen
un alcance mayor y ya no meramente epistemológico: no se trata simplemente de
la “creencia” en la existencia de objetos animados o inanimados que se
encuentran en nuestro entorno, sino de la fe en Dios y la verdad revelada en
las Sagradas Escrituras. Todo es accesible en primer lugar a la fe y a la
experiencia directa, y de ningún modo a la razón discursiva ni a ninguna otra
facultad de la mente, a no ser de un modo derivado e indirecto, condicionado
por aquéllas. Es una falacia, por lo tanto, hablar de una disputa entre fe y
razón, como si se tratara de opuestos irreconciliables, tales como la oscuridad
y la luz, o la ignorancia y el conocimiento. Por el contrario, la razón se construye sobre la fe y no puede
sustituirla en forma alguna. Con esto, se negarán también las pretensiones
ilustradas de construir una religión racional, es decir, una religión, de
carácter eminentemente deísta, cuyos fundamentos doctrinales podrían ser
demostrados completamente por medio de la razón y sin apelar a la fe, ya que
desde el punto de vista en el que se sitúa nuestro autor esto es una total
contradicción. La religión es verdadera no por su carácter racional, sino
porque se origina en lo auténticamente real, y sus verdades se revelan y se hacen
accesibles a los hombres, primeramente, por medio de la fe que se apoya en la
experiencia. La explicitación racional de estas verdades a través de la
teología especulativa es necesariamente posterior a dicha revelación y a la
experiencia que ésta propicia.
La Deidad se
manifiesta: el Libro de la Naturaleza y las Sagradas Escrituras
En
un sentido más amplio, y extendido a otros ámbitos de la realidad, podría
afirmarse que la existencia precede lógica y ontológicamente a la razón, o
mejor dicho, la excede, la sobrepasa, si es que por razón entendemos a la razón
humana, pues “en las palabras y en las
ideas no hay existencia posible” [2], esto es, las abstracciones o
conceptos generales de la razón no necesariamente deben corresponderse con algo
existente, la realidad no descansa en las ideas mentales; suponer otra cosa ha
sido una fuente de incontables errores en la especulación filosófica. Por lo
tanto, aquello que existe no puede ser, por sí mismo y en primer lugar, objeto
de una demostración racional, sino que antes debe ser percibido o experimentado
por el sujeto cognoscente, y sólo entonces se podrán construir sobre dicha
experiencia estructuras racionales que den cuenta de la misma, pero con una
fiabilidad que no podrá ser mayor que la de su fundamento original, esto es, la
construcción discursiva que sigue a la revelación
de una determinada existencia estará supeditada al grado de conocimiento
alcanzado en la experiencia, el cual, en mayor o menor medida, será siempre
imperfecto, pues aquello a lo que accedemos a través de la percepción ordinaria
–es importante remarcarlo- no es la cosa en sí, no es su esencia, pero tampoco
se reduce a una mera construcción subjetiva, sino que debe ser entendido, a partir de la fe, como el aspecto exterior y relativo de una realidad que permanece incognoscible en su verdad interior. La explicación racional que de
allí se derive será inevitablemente parcial y tendrá un carácter más o menos
arbitrario y equívoco, pues estará determinada, ahora sí, por los
condicionamientos subjetivos del observador que adquiere dicha experiencia. Entonces,
lo real no se limita a los elementos del mundo sensible en cuanto tales, ni
mucho menos a su explicación racional, antes bien, aquello que es percibido
debe remitir, enigmáticamente, a algo
oculto y humanamente inconcebible, inexpresable y en principio vedado a la
razón, es decir, solamente alcanzable por medio de la fe. En base a esto,
nuestro autor, apoyado en su formación teológica, y posiblemente en su propia
experiencia espiritual, sin perderse en argumentaciones interminables y vacías,
proclamará -por encima de las esencias de los seres- el esplendor glorioso de
la Causa primera de toda existencia posible, pues en todo lo que es susceptible
de ser percibido y experimentado por las criaturas, ha de reconocerse, por un
acto de fe, que es especial y principalmente la Deidad, que en su Esencia es incomprehensible,
la que se revela y se manifiesta gradualmente para hacerse conocida, y lo hace
por dos modos diferentes y complementarios: a través de la naturaleza accesible
a los sentidos y por medio de las Sagradas Escrituras. La creación, al igual
que la Biblia, es un Libro santo que debe ser interpretado.
No
tenemos detalles de la abundante y variada bibliografía que Hamann tuvo a su
disposición, pero esto se corresponde con una cosmovisión tradicional, presente,
en mayor o menor medida, en diferentes corrientes místicas, herméticas y
teosóficas. Sus fuentes en la doctrina cristiana pueden rastrearse especialmente
a partir de la patrística griega, que es donde encontró su formulación más
precisa y acabada, aunque esto no es algo exclusivo de dicha tradición. En su bella pero intricada obra "Aesthetica
in nuce" ("Estética en una
cáscara de nuez"), el Mago del Norte lo expresa de este modo:
"El Libro de la Creación contiene ejemplos de
conceptos generales que Dios quiso revelar a la criatura a través de la
criatura. Los libros de la alianza contienen ejemplos de artículos secretos que
Dios quiso revelar a los hombres a través de hombres. La unidad del Creador se
refleja hasta en el dialecto de su obra, en todo un tono de una altura y de una
profundidad inconmensurables. ¡Una prueba de la majestad más espléndida y de un
altruismo total! ¡Un milagro de una tranquilidad infinita que asemeja a Dios a
la nada; de modo que hay que negar su existencia a plena conciencia, o ser una
bestia; pero al mismo tiempo de una fuerza tan eterna que realiza todo en
todos, de manera que uno no puede salvaguardarse de su afectación más
intensa!" [3]
¿Pero cómo puede el hombre comprender efectivamente, y ya
no de un modo oscuro y deficiente, las palabras grabadas por el Creador en el Libro
de la naturaleza y en las Sagradas Escrituras? Las opiniones elaboradas por los
sabios profanos, por medio del razonamiento discursivo, son interpretaciones
parciales de la naturaleza, mientras que las constataciones realizadas por los
teólogos son interpretaciones imperfectas y limitadas de las Escrituras, pero
el Creador es el Hermeneuta supremo, "el mejor intérprete de sus
palabras" [4]. Esto quiere decir que el hombre, para develar e “imitar”
el "lenguaje del santuario" oculto en la naturaleza y en los
libros sapienciales, debe aprender primero a ver las cosas de un modo diferente
y orientarse interiormente hacia lo divino, debe restaurar y actualizar su semejanza con el Creador para transformar
completamente la mirada. Para ello, necesita recuperar su lenguaje original, y
esto significa que debe convertirse él mismo en poeta para acceder al secreto escondido
en las palabras del Poeta divino, pues la poesía, en un sentido espiritual y no
como una mera composición literaria, es "el idioma materno del género
humano", el modo de expresión de su estado primordial. Este lenguaje
adámico es concomitante con un modo de conocimiento sintético, inmediato, en
contraposición al conocimiento analítico adquirido por el pensamiento
discursivo: "Con el objeto de
entender el presente, la poesía nos ayuda de una manera sintética, mientras que
la filosofía lo hace de una manera analítica" [5]. La función del poeta verdadero, del hombre redimido, es reunir
los fragmentos del mensaje divino dispersos en la multiplicidad de la
manifestación para componer con ellos un canto nuevo, es decir, para darle
forma a una nueva creación.
"Su lema recorre todos los climas hasta el último
rincón del mundo, y en todos los dialectos se escucha su voz. Mas la culpa
yazca donde sea (afuera o adentro de nosotros): en la naturaleza sólo
disponemos de versos fragmentarios y de disiecti
membra poetae (“miembros
del poeta desmembrado” [Horacio. Sátiras. I.4]). Coleccionarlos es tarea del erudito;
interpretarlos, del filósofo; imitarlos o -más atrevido aún- darles forma, es
el trabajo modesto del poeta." [6]
Este carácter formativo
de la poesía, o sea, del lenguaje devuelto a su dignidad original, implica que
los hombres, que fueron creados a imagen y semejanza de Dios, están llamados a
cumplir una función ontológicamente operativa, participando cada uno a su modo,
y de forma activa, en el proceso creador: "Cada hombre es una
contraparte de Dios en miniatura" [7].
A partir de esta singular concepción del lenguaje se
puede constatar la presencia de una potencialidad latente en la naturaleza
humana destinada a adquirir el conocimiento pleno de las cosas y del sentido
oculto de su existencia, esto es, ver la totalidad del mundo creado como una teofanía, en el grado en que esto es
posible para cada uno. Esta comprensión profunda de la realidad, esta forma de contemplatio
naturalis, como vimos, no puede derivarse de la razón desnuda, sino de la sensibilidad
y de la fe, o sea, de una modalidad del conocer que puede caracterizarse
legítimamente como prerracional, o suprarracional, aunque por sí sola no
implique ningún tipo de realización o de elevación espiritual, sino que es la
base existencial de la experiencia humana en este mundo; y es también, precisamente
por eso, el impulso inicial para cualquier realización cognoscitiva auténtica, en
la medida en que, orientada correctamente, puede guiar al intelecto hacia lo
desconocido y posibilitar el conocimiento
directo de las realidades que no pueden ser alcanzadas a través de la razón.
Debe quedar en claro que el conocimiento directo y suprarracional que se está considerando aquí,
no equivale a un instinto irracional o inconsciente -no es lisa y llanamente
una negación de la facultad racional- ni es una suerte de apofatismo abstracto,
independiente de la experiencia, sino que es un conocimiento mediado por la imagen, un modo de comprensión esencialmente
simbólico y anagógico, pero no al modo de una metáfora que debe ser
interpretada racionalmente para encontrar su significado más allá del objeto
conocido, sino como una captación
inmediata de la realidad primigenia de los seres, es decir, de su verdad
eterna contenida misteriosamente en la Palabra divina, en el Logos.
Para expresarlo brevemente, dicha posibilidad de
conocimiento está dada, básicamente, porque la sensibilidad y el entendimiento
no son funciones totalmente heterogéneas, como suponía Kant, no actúan de modo
separado e independiente, sino que ambas convergen simultáneamente hacia un
mismo punto: el conocimiento es un tronco que se nutre con dos raíces, una
hacia arriba, en el aire, y la otra hundida en la tierra. La primera, al ser perfectamente
visible, se corresponde con la sensibilidad, y la segunda, que permanece
invisible, es aquello que debe ser alcanzado por el intelecto. En consecuencia,
la intuición empírica del hombre en su condición originaria, es decir, antes de
caer en la dualidad del pensamiento discursivo (al probar el fruto del árbol
del conocimiento), es al mismo tiempo sensible e intelectual.
"Los sentidos y las pasiones no hablan y no
entienden sino imágenes. Todo el tesoro del conocimiento y de la felicidad
humana consiste en imágenes. La primera erupción de la creación y la primera
impresión de su historiador; la primera aparición y el primer goce de la
naturaleza se unen en estas palabras: ¡Hágase la luz! Con ellas comienza la
percepción de la presencia de las cosas.
Finalmente Dios coronó la revelación sensual de su
esplendor con la pieza maestra del hombre. Creó al hombre en Figura Divina; -lo
creó para ser la imagen de Dios. Esta decisión del Creador desata los nudos más
enredados de la naturaleza humana y de su destinación" [8]
Y dado que para Hamann, “todas las facultades cognoscitivas tienen al autoconocimiento por su
objeto”[9], el hombre, en cuanto microcosmos, al ser la corona y la
síntesis de toda la creación, a través de la percepción de las imágenes del
mundo, en este ascenso místico por medio del conocimiento de los seres, es
conducido finalmente hacia el autoconocimiento, es decir, arriba al
reconocimiento de sí mismo como imagen de Dios, como Figura Divina arraigada en
el Arquetipo eterno.
“Así, podemos ver que nuestro sí-mismo está tan
necesariamente arraigado en el Creador, que no podemos tener todo el
conocimiento de nosotros mismos en nuestro poder, y que para medir su extensión
debemos penetrar en el seno de la Deidad, pues sólo Ella puede determinar y
resolver todo el misterio de nuestro ser.
Por lo tanto, es inevitable que invoquemos la ayuda de
la primera Causa de todas las cosas, de la que somos tan directamente
dependientes, si deseamos entendernos a nosotros mismos, a nuestra naturaleza y
nuestras limitaciones. Junto a la primera Causa, necesitamos un conocimiento de
todos los seres intermediarios con los cuales estamos unidos y cuya influencia
es capaz de producir cambios en nosotros. Todas estas reflexiones, tomadas en
conjunto, pueden ser descriptas como la condición de la naturaleza humana en el
mundo.” [10]
En esta valoración del conocimiento mediado por la
imagen, que es asimismo constitutivo del lenguaje en su concepción primordial,
encontramos una de las claves fundamentales de la obra del pensador alemán.
Hagamos ahora una pequeña digresión. En lo que respecta a los modos de conocimiento, sin quitarle valor a todo lo dicho anteriormente, debemos hacer notar que podrían haberse realizado algunas precisiones adicionales si el autor hubiese tenido en cuenta la clásica distinción entre psyché y nous, diferenciación que no implica en modo alguno separación, pues esto le habría permitido tener en consideración y distinguir adecuadamente los diferentes grados de contemplación que el hombre está llamado a alcanzar en su ascensión espiritual. Con todo, no vamos a detenernos en este punto porque eso nos apartaría demasiado del núcleo de nuestro trabajo.
Metacrítica
del purismo de la razón y filosofía del lenguaje
Uno de los principales cuestionamientos a la filosofía
kantiana, y en cierta forma a toda la filosofía ilustrada en general, aparece planteado
en una recensión que Hamann escribió de la primera edición de la "Crítica de la razón pura",
escrito que no llegó a publicarse en vida del autor, probablemente para no
enemistarse con Kant, y que lleva como título "Metacrítica del purismo de la razón", donde la noción de
"razón pura" es ridiculizada con el término peyorativo de
"purismo". No entraremos en la discusión sobre hasta qué punto Hamann
comprendió realmente la obra de Kant, algo que ha sido puesto en duda por
algunos académicos, porque eso nos apartaría del hilo de nuestra exposición y
de los límites que nos hemos impuesto en este trabajo. Lo que aquí nos interesa
destacar, sobre todo, son los argumentos de su crítica (o metacrítica) y las importantes consecuencias filosóficas que de
allí se desprenden.
Para llevar a cabo su ataque, Hamann se sirve del mismo
procedimiento utilizado por Kant pero lo dirige en su contra. Mientras Kant se
pregunta por las condiciones que posibilitan el conocimiento, Hamann cuestiona
las condiciones de posibilidad que se desprenden del análisis kantiano. Para
nuestro autor, la razón no puede ser caracterizada como el fundamento de todos
los modos de conocimiento, sino más bien como el conjunto de las condiciones
subjetivas de acuerdo a las cuales estas modalidades del pensamiento han sido
concebidas como objetos, fuentes o formas de conocimiento.
A continuación describe el proceso de
"purificación" al que se ha sometido a la razón en el devenir
histórico de la filosofía y define los tres "purismos" defendidos por
Kant. El primer purismo es el intento de independizar la razón de las
tradiciones y creencias, de la fe religiosa y de las leyendas; el segundo, es
el intento de independizar la experiencia de su inducción cotidiana, y el
tercer purismo, de carácter empírico y el más importante de todos, es el
intento de independización del lenguaje respecto de la razón, es decir, el
olvido o la negación deliberada de su íntima vinculación. La razón
supuestamente liberada y desembarazada de todos estos elementos es entonces una
razón pura, de carácter universal y
suprahistórico. Lo que se pretende con esta operación es escindir a la razón de
las condiciones históricas y reales de su aplicación y existencia, pero lo que
no se tiene en cuenta es que tales condiciones están dadas inexorablemente por
el lenguaje, al igual que la propia razón, por lo que ese intento de separación
y depuración resulta, a fin de cuentas, ilusorio.
Para explicar esto, Hamann se pregunta cómo es posible
que se dé la facultad del pensar, pregunta formulada pero no respondida
satisfactoriamente por Kant, e inmediatamente responde: "No sólo la
entera facultad del pensar reposa sobre el lenguaje (...): el lenguaje es
también el punto central de la mala interpretación de la razón consigo
misma" [11]. Esto significa que el lenguaje no es meramente un
instrumento del pensar, sino que tiene un papel constitutivo del mismo, o sea,
es aquello que lo posibilita como tal, al tener una prioridad genealógica y
cognoscitiva respecto de la razón. De este modo, las supuestas categorías del
entendimiento resultan ser modos del lenguaje cuya estructura y configuración
varían de acuerdo a la experiencia personal, al entorno en el que los seres
humanos desarrollan sus actividades y a las relaciones establecidas para su
interacción con el medio circundante. Recordemos
que Kant, quien rechaza todo tipo de intuición intelectual y sólo admite la
intuición sensible, en su “Estética
trascendental” afirma que el espacio y el tiempo son las formas puras, o a priori, de la sensibilidad, es decir,
formas que pueden ser conocidas previamente a toda percepción efectiva, mientras
que a la sensación, que es la materia que debe recibir estas formas pasivamente,
le corresponde el conocimiento a
posteriori que constituye la intuición empírica, y que, como tal, depende
de la experiencia. Dado que toda percepción efectiva está necesariamente
sometida a las condiciones de espacio y tiempo, condiciones que son inherentes
al sujeto e independientes de la sensación, lo que puede llegar a ser conocido
de los objetos son los fenómenos que dependen de las condiciones subjetivas de
su aparecer, esto es, manifestaciones que no existen en sí mismas sino
únicamente en el sujeto, pero de ningún modo es posible acceder cognoscitivamente
al noúmeno, a la cosa en sí. En última instancia, aclarando al máximo la naturaleza
de la intuición sensible, que no es otra cosa que pura representación
fenoménica, no es posible saber en qué consisten en sí mismos los objetos que
son conocidos, sino, a lo sumo, el modo en el que el sujeto los conoce. Pues
bien, Hamann da un paso más allá y coloca al lenguaje en un nivel superior, en
un estrato anterior a la estética trascendental kantiana, ya que las supuestas
formas a priori de la sensibilidad
aparecen ahora como productos de las formas primitivas y esenciales del
lenguaje: las formas a priori para el
Mago del Norte son los sonidos y las letras, pues son independientes de las
sensaciones y de los conceptos relativos a los objetos y, en cuanto fuentes
originarias del pensamiento, preceden, naturalmente, a los elementos estéticos
de la razón; de esto se deduce que las nociones de espacio y tiempo, las formas
puras kantianas, son el resultado de las primeras expresiones lingüísticas que
siguen a la percepción sensible.
“El lenguaje más antiguo fue la música y, al lado, el
ritmo palpable del pulso y de la respiración nasal, imagen hecha cuerpo
originario de toda medida del tiempo y su relación numérica. La más antigua
escritura fue pintura y dibujo; se ocupó por ello muy pronto de la economía del
espacio, de su limitación y determinación de las figuras. Por eso se han
convertido los conceptos de tiempo y espacio en tan generales y necesarios por
la influencia exagerada y constante de los dos nobles sentidos del rostro y del
oído en toda la esfera del entendimiento, como son la luz y el aire para el
ojo, para el oído y para la voz; de ahí que, como parece ser, el espacio y el tiempo
no eran ni idea innata ni mucho menos matrices de todos los conocimientos.” [12]
Más allá de lo discutibles, o no, que puedan parecer
tales asertos, este pasaje, que es más ilustrativo y metafórico que literal,
expone, de la manera más sencilla posible, un punto esencial, y sumamente
profundo, de la filosofía del lenguaje desarrollada por Hamann. El pensamiento es
engendrado por el lenguaje y depende completamente de él. Como se dijo
anteriormente: “la entera facultad del pensar reposa sobre el lenguaje”.
Esto nos podría llevar a preguntarnos qué es exactamente el lenguaje entendido
de esta manera y cuál es su origen, pues está claro que no podría reducirse a
un mero conjunto reglado de signos establecidos de forma más o menos arbitraria
y condicionado por contingencias culturales e históricas; en todo caso, esto no
sería más que su manifestación externa. Más adelante veremos cómo Hamann
responde a estas cuestiones.
Ahora nos detendremos en la segunda parte de la cita
que acabamos de recordar: “el lenguaje es también el punto central de la
mala interpretación de la razón consigo misma”. Cuando Hamann habla de un lenguaje primitivo o, mejor aún, de un
lenguaje adámico, previo a la caída del hombre, un lenguaje situado in illo
tempore, llega a afirmar, efectivamente, la precedencia lógica del lenguaje
con respecto a cualquier forma de pensamiento, pero no sucede lo mismo cuando alude
al lenguaje en su devenir histórico, esto es, cuando se refiere, en un sentido
simbólico, a la multiplicidad de lenguas que se desprendieron de la lengua original
–que no era sino un reflejo terrestre de la lengua del Paraíso- tras la confusión producida, por designio
divino, en la Torre de Babel. En la variedad de formas lingüísticas que se han
conocido a través del tiempo en diferentes regiones geográficas, lenguas
innegablemente influidas por diversos factores culturales, sujetas a cambios y
transformaciones, lo que tiene lugar ya no es una sucesión lógica jerárquicamente
establecida sino una simultaneidad en el aparecer y una reciprocidad e
interdependencia entre el lenguaje y el pensamiento. En otra de sus obras,
“Ensayo sobre una cuestión académica”, habla explícitamente de esta “influencia
mutua” entre ambos:
“Los
lineamientos del lenguaje de un pueblo se corresponderán, por lo tanto, con la
orientación de su modo de pensar, el cual es revelado a través de la naturaleza,
la forma, las leyes y las costumbres de su habla, así como a través de su
cultura externa y por medio de un espectáculo de acciones públicas.” [13]
Las lenguas más antiguas se corresponden así con un “modo de
pensamiento inmutable”, mientras que las modernas, pasibles de
modificaciones artificiales constantes, se corresponden con un “modo de
pensamiento inestable”. [14]
Por nuestra
parte, nos gustaría añadir que esto no debe ser interpretado de una manera
simplista, como si se admitiera, sin más, que todos los hombres que hablan un
mismo idioma necesariamente deberían pensar lo mismo, o como si las
transformaciones de una lengua particular implicasen una modificación en la
mentalidad de una comunidad que afectaría a todos los miembros por igual, pues
en cada caso depende de la orientación particular del individuo y de su
capacidad para trascender los condicionamientos culturales. Pero aquí hay
implícitamente algo más profundo y que tiene que ver más con el modo que con el contenido del
pensamiento. La lengua de un pueblo está vinculada con un modo particular del
pensar, es decir, con un modo de comprender la realidad y de estar en el mundo,
con una cosmovisión específica que le da forma a su cultura, a su arte y a sus
tradiciones, en especial a sus tradiciones religiosas, y a nivel individual
esto es indisociable de la vocación intelectual de cada hombre, de su aspiración
interior y de su destino: en condiciones normales, que ciertamente no son las
de estos tiempos oscuros en los que impera la confusión, la lengua de la
comunidad a la que está vinculado un individuo debe ser el punto de partida que
configura y orienta su camino espiritual. Complementariamente, la influencia
que puede ejercer el pensamiento sobre el lenguaje no debe traducirse
necesariamente en una alteración de tipo morfológico, aunque tales cambios
siempre pueden suceder. Cuando se produce una transformación importante en la
mentalidad de un pueblo, esto es, una modificación radical en su modo de
pensar, la cual puede estar vinculada con una renovación de la conciencia
religiosa de la comunidad, lo que se genera inmediatamente es una
transformación en el uso del lenguaje, es decir, una resignificación de las palabras que ya estaban siendo utilizadas,
una reorientación de la lengua que a su vez repercutirá de manera diversa en
cada uno de los hombres que la asuman como propia. Esta distinción gnoseológica
entre los hablantes, nativos o no, de esa misma lengua, será función de la
receptividad interna a los diferentes niveles de sentido que atraviesan
axialmente la estructura lingüística renovada.
Sea como fuere, dejando parcialmente de lado estas
disquisiciones y volviendo a la relación entre razón y lenguaje establecida por
Hamann en su crítica al edificio filosófico kantiano, lo que nos interesa
remarcar es esto: existe una correspondencia analógica entre la “confusión de
lenguas” y la diversidad de modos de pensamiento que condicionan el uso de la razón. Por lo tanto, así como no contamos
con una lengua universal aceptada indistintamente por todas las comunidades
existentes que permita una comunicación perfecta, tampoco podemos afirmar que
exista una razón universal que sea una y la misma en todos los hombres, pues de
ser así no se habrían producido disputas filosóficas en el transcurso de la
historia, y es claro que toda producción filosófica exige para sí misma ser
justificada mediante la razón. La multiplicidad de lenguas, que hace que los
hombres no puedan entenderse unos con otros, se ve reflejada así en una
pluralidad de “racionalidades” que genera confrontaciones, muchas veces
irresolubles, en el ámbito filosófico. En resumen, estos conflictos entre
diferentes formas de interpretar la realidad
no son otra cosa que problemas de
lenguaje, un mero resultado de errores lingüísticos, es decir, una
confusión entre los significados atribuidos a las expresiones y una falta de
comprensión de las divergencias que caracterizan los distintos usos del
lenguaje. En ese sentido, también la razón científica, lejos de ser una
racionalidad absoluta, está necesariamente condicionada por las reglas del
lenguaje que configuran su dominio relativo y no es de ningún modo capaz de dar
una explicación suficiente de las realidades que escapan a su limitado campo de
acción, aunque se trate de realidades efectivamente inteligibles y pasibles de
una interpretación racional dentro de un dominio lingüístico particular. En una
de sus cartas leemos:
“Nadie puede prohibirte llamar ilusión a lo que otro
denomina razón, como nadie puede prohibirte que denomines fe a un asunto que
está en litigio. En cada diferente filosofía, en cada religión distinta es
inevitable un lenguaje diferente, otras ideas (Vorstellungen), otros nombres para los mismos objetos que
cada cual caracteriza desde el punto de vista de su necesidad o su
arbitrariedad. Dado que cada uno trabaja en el análisis de lo otro y en la
síntesis de su concepto adecuado, no es posible ninguna fijeza (Stetigkeit) por las dos partes, sino sólo un eterno
girar y un cambio inevitable” [15]
Se suele decir, con cierta razón, que con esta forma de
analizar el origen de los problemas filosóficos se anticipa en casi dos siglos
a una tesis similar sostenida por Ludwig Wittgenstein, especialmente por la
interpretación de los errores lingüísticos trazada en la época de las “Investigaciones filosóficas”. Cómo sea,
más allá del interés que esto pueda tener en el campo de la historia de las
ideas, es bastante evidente que la perspectiva de alcance teológico y
metafísico en la que se sitúa Hamann está muy lejos de los objetivos del
filósofo austríaco y de toda la filosofía analítica del lenguaje en general. En
su lugar, preferimos hacer notar que en esta relativización de la razón hay una clara afinidad con las críticas
que, también dos siglos más tarde, lanzaría René Guénon contra la filosofía
moderna y los desvíos del pensamiento occidental. En efecto, en su “Crisis del mundo moderno”, el metafísico
francés señala que la primera consecuencia negativa del individualismo, que es
la corriente de pensamiento dominante en la civilización occidental desde los
albores de la edad moderna, fue colocar a la razón por encima de cualquier
facultad intelectual, “y, puesto que la
razón misma es completamente relativa y no puede aplicarse válidamente más que
a un dominio igualmente relativo, es evidentemente cierto que el ‘relativismo’
es la única conclusión lógica del ‘racionalismo’.” [16] El Mago del Norte
habría estado completamente de acuerdo con estas palabras.
Pero debemos advertir, por si aún no ha quedado del
todo claro, que sería un error calificar a Hamann como “irracionalista”, tal
como se ha hecho en algunos estudios académicos de su obra. El hecho de que indique
una y otra vez cuáles son los límites de la razón y que rechace tajantemente su
absolutización no significa que niegue toda valoración positiva de la facultad
racional. Por el contrario, a lo que apunta es a valorar a la razón en su justa
medida devolviéndola al lugar que le corresponde, por así decir, como facultad
subordinada a otras formas de conocimiento y como instrumento para la
articulación intelectiva de todo tipo de experiencia. En una carta dirigida a
Jacobi expresa esta alta valoración de la razón recurriendo a símbolos
tradicionales:
“Dios, la naturaleza y la razón están relacionados tan cercanamente el uno al otro como la luz, el ojo y todo lo que la luz le revela al ojo, o como el centro, el radio y la periferia de un círculo, o como el autor, el libro y el lector.” [17]
Cuando la razón recupera su orientación en el orden del
conocimiento se convierte en el medio hermenéutico por excelencia, pues tiene
la función, nada despreciable, de interpretar y darle sentido a todo lo que el
hombre experimenta a partir de la revelación de Dios a través de la naturaleza.
Por eso, a pesar del carácter ecléctico y del aspecto
desconcertante, revolucionario y heterodoxo que revisten los escritos de
Hamann, su obra tiene una intención restauradora, pues apunta a rectificar la
mentalidad de su época y a reintegrar modos de conocimiento que habían sido
olvidados en la cultura occidental tras el auge de la modernidad y la
consecuente pérdida de su vínculo con la sabiduría tradicional.
Pues bien, sentadas las bases teóricas de la propuesta
filosófica de Hamann, para cerrar el círculo y terminar de comprender todo lo
dicho hasta aquí, debemos retornar ahora a la pregunta por la naturaleza y el
origen del lenguaje.
El
carácter mediador del lenguaje
En el siglo XVIII surgió una importante controversia
acerca de los orígenes del lenguaje, la cual dividía, por un lado, a los
pensadores que consideraban al lenguaje una mera invención humana y, por el
otro, a los que aseveraban que el lenguaje tiene origen divino, que es un don
milagroso otorgado por Dios a la humanidad. En esta disputa, uno de los máximos
exponentes fue, sin duda alguna, Johann Gottfried Herder, amigo personal y
discípulo de Hamann.
Para empezar, Herder no admite la posibilidad de un
lenguaje humano completo, con una estructura gramatical perfectamente definida,
que sea anterior al desarrollo pleno de la facultad racional del hombre. Por
eso, siguiendo a su maestro, basará su tesis en la idea de que todas las
facultades humanas crecen, se desarrollan y son interdependientes unas con
otras, y el lenguaje es precisamente una de las expresiones de este desarrollo
simultáneo, orgánico y mutuamente relacional de las capacidades del hombre. Por
lo tanto, no fue deliberadamente inventado ni tampoco revelado, o caído del
cielo, sino que se desarrolló conjuntamente con las facultades humanas
cognitivas y emocionales en el transcurso del tiempo. Luego, aunque su origen
es claramente humano, tiene la capacidad de revelar progresivamente a Dios: el
alma es una creación de Dios que se recrea constantemente a sí misma, y por
medio del lenguaje que surge de este continuo perfeccionamiento es capaz de
volverse hacia Él. De esta manera, se evita toda atribución antropomórfica a lo
divino y se exalta la grandeza de Dios en la medida en que se reconoce el
alcance de la creatividad humana.
Hamann, si bien tenía algunos puntos en común con la
argumentación ofrecida por Herder, rechazaba el exceso de naturalismo presente
en su tesis, pues le otorgaba al hombre un poder creativo desproporcionado,
poco acorde con su naturaleza. Afirmará, por su parte, como ya se ha dicho, que
el pensamiento, más que hacer uso de imágenes o elementos simbólicos para sus
fines, está esencialmente constituido por
el uso de símbolos, es en sí mismo un acto de simbolización, el cual puede
consistir en el empleo intencionado de elementos formados a partir de la
naturaleza y de la interioridad del sujeto, o de signos derivados de
invenciones artificiales. La idea de un proceso de pensamiento no simbólico,
entendido como una actividad aislada realizada en el interior de la mente que
el hombre podría articular y dirigir en forma de ideas no verbalizadas,
independientes de símbolos, signos y palabras, a través de un medio no empírico
y desprovisto de imágenes y sonidos, es algo insostenible, una mera ilusión. No
hay ideas claras y distintas en la razón, como quería Descartes, ideas puras y
anteriores a las palabras, que puedan ser luego traducidas y expresadas
mediante el lenguaje. En la raíz de las ideas mentales están las imágenes
(visuales, auditivas o derivadas de los otros sentidos, pero no necesariamente
perceptibles en el estado de vigilia ordinario); por lo tanto, el lenguaje, que
es aquello en lo que se origina el pensamiento, debe abarcar la totalidad de
las imágenes que con posterioridad serán plasmadas en su exteriorización mediante
las palabras o signos que darán lugar a la comunicación, ya sea de forma oral o
escrita, y al mismo tiempo será pasible de transformaciones en su estructura exterior
en función de la experiencia de los hablantes.
Sin embargo, advierte Hamann, diferenciándose de su
discípulo, dado que el hombre sigue siendo incapaz de hacer o de aprender algo
por sí mismo si no es guiado e instruido por los adultos que están a cargo de
su cuidado en las primeras etapas de su desarrollo, resulta difícil comprender
cómo podría haber creado, por sus propios medios, valiéndose únicamente de sus
facultades individuales y de la experiencia adquirida a lo largo de su vida en
un entorno donde la comunicación por medio de signos es inexistente, algo tan
complejo e inconmensurable como el lenguaje, y lograr, a través de éste, una
comprensión mutua con los miembros de su comunidad y una apertura hacia la aprehensión
de realidades que transcienden los límites aparentes –sólo aparentes- de su
experiencia cotidiana.
Sabemos, por otra parte, que el hombre, en condiciones
ordinarias, es siempre movido por factores externos: sus acciones y
pensamientos están condicionados inevitablemente por su interacción con las
personas y con los elementos del medio en el que se encuentra, pero en el
desarrollo de toda actividad humana elevada, es decir, en el arte, el
pensamiento filosófico y la religión, actividades en las que el lenguaje
desvela en gran medida su potencial, resulta evidente que aquello a lo que el
hombre responde, consciente o inconscientemente, ha de ser algo infinitamente
más grande, pero a su vez inseparable de su interioridad y de lo inmediatamente
perceptible.
“Cuanto más viva se encuentra en nuestra alma la idea
de ser el fiel retrato del Dios invisible, tanto más capaces somos de ver,
sentir, mirar y tocar con las manos Su benevolencia en las criaturas. Cualquier
impresión de la naturaleza en el hombre no sólo es un recuerdo, sino una prenda
de la verdad profunda de quién es el SEÑOR. Cualquier reacción del hombre hacia
la criatura es carta y sello de nuestra participación en la naturaleza divina,
de que somos parte de su género.” [18]
Esto quiere decir que aquello a lo que el hombre
responde en el despliegue inicial de su pensamiento no es otra cosa que la
presencia invisible de lo divino en el mundo, lo increado manifestándose en la
naturaleza creada, pues es Dios mismo quien desciende, en su revelación
personal y a través de sus energías divinas, para hablarle como Padre, como Pedagogo
divino, con el objeto de enseñarle gradualmente los rudimentos del lenguaje.
"Cada fenómeno de la naturaleza era un nombre: el
signo, el símbolo, la promesa del designio de una unión -fresca, secreta e
inefable, pero de todas la más íntima-, de una comunicación y comunión de
energías e ideas divinas. Todo lo que el hombre en sus comienzos oyó con sus
oídos, vio con sus ojos, contempló o tocó con sus manos, todo esto era la
palabra viva. Pues Dios era la Palabra. Con la palabra en su boca y en su
corazón, el origen del lenguaje era tan natural, tan cercano y tan fácil como
un juego de niños." [19]
Adán, el primer hombre, al darle nombre a las criaturas
que Dios coloca delante de sus ojos, no actúa arbitrariamente ni pone de
manifiesto una semejanza analógica sino una verdadera identidad entre el mundo
y la palabra, es decir, entre lo sensible y lo inteligible. Él mismo, al ser
atravesado por la Palabra divina en su conocimiento inmediato de las cosas, se
encuentra en una unidad cognoscitiva anterior a la alteridad entre el objeto
conocido y el sujeto cognoscente producida por el pecado ancestral. Por lo
tanto, el origen del lenguaje, para Hamann, no es completamente humano, ni
simplemente divino, es más bien el fruto de una actividad teándrica, divino-humana; es el medio en el que se realiza la
correspondencia entre el llamado de Dios y la respuesta del hombre.
Así, al hacer uso del lenguaje y actualizar
interiormente su dimensión teándrica, el hombre tiene la posibilidad de
descubrir, aunque sea de un modo oscuro e imperfecto, la trama oculta, el "revés de los tapices" que
sostiene el orden y la jerarquización del mundo manifestado. Incluso si no se
tiene conciencia de ello, esta función intermediaria, esta
"traducción" providencial de lo superior a lo inferior, es la base
esencial de todo acto del habla.
"Hablar es traducir de un idioma angelical a uno
humano, es decir, pensamientos a palabras, objetos a nombres, imágenes a
signos, que pueden ser poéticos o quirológicos, históricos, simbólicos o
jeroglíficos, y filosóficos o característicos. Esta manera de traducir (es
decir: hablar) concuerda, más que cualquier otra, con el revés de los
tapices." [20]
Para el pensador alemán, el lenguaje es la fuerza
constitutiva del mundo, el Logos, la actividad creadora que le da forma y
sentido al Caos indiferenciado, y es también el fundamento último de toda
actividad humana, el medio que constituye al hombre en su totalidad, el nexo
que permite la interrelación con sus semejantes y la fuente que lo religa con
su origen divino, convirtiéndolo en mediador entre el Creador y su obra. “Sin la palabra, no habría razón ni mundo.
¡He aquí la fuente de la creación y del gobierno!” [21]
Esta maravillosa comprensión de la naturaleza del lenguaje le permite interpretar el misterio de la Encarnación de la Palabra en un sentido universal y metahistórico, y para ello extrae de la teología cristiana la clásica expresión communicatio idiomatum (noción que denota la posibilidad de atribuir las propiedades de la Palabra divina a Jesús, en cuanto hombre, y de predicar, complementariamente, las propiedades del hombre Jesús a la Palabra divina), para extenderla analógicamente a toda la humanidad en su conjunto, o sea, para expresar el modo en el que lo divino se hace presente en el hombre a través del lenguaje: “Esta communicatio de las idiomatum divinas y humanas es una ley fundamental y la clave maestra de todo nuestro conocimiento y de la totalidad de la economía visible” [22]
De todos modos, es necesario subrayar que esta analogía
no debe ser interpretada de una manera panteísta ni como una negación de la
centralidad y de la singularidad de Cristo en la economía salvífica y en su
dimensión escatológica, pues Hamann sólo busca señalar con ella la
participación del hombre en la naturaleza divina y su lugar en el mundo como
vehículo intermediario para la manifestación de la Palabra celeste en la multiplicidad
del lenguaje creado. Para el Mago del Norte, Cristo, el Hijo de Dios, es
verdaderamente el Logos encarnado, es decir, la unión efectiva, perfecta y sin
confusión de lo divino y lo humano, el lugar de la coincidentia oppositorum, el centro increado donde todas las
oposiciones se resuelven, las diferencias se reintegran sin ser anuladas y el
hombre descubre su verdadera identidad.
“Esta semilla de mostaza de antropomorfosis y
apoteosis, oculta en el corazón y en la boca de cada religión, aparece aquí en
la grandeza de un árbol de conocimiento y de vida en medio del jardín; todas las
contradicciones filosóficas y todo el enigma histórico de nuestra existencia,
la noche impenetrable de su terminus a quo y
su terminus a quem, son resueltos por
el mensaje primordial de la Palabra hecha carne. El testigo de esto es el
espíritu de profecía, y la recompensa de su promesa, ‘un nombre nuevo que nadie
conoce sino el que lo recibe’.” [23]
A diferencia de las múltiples e irreconciliables
racionalidades humanas, el Logos es Palabra y Razón universal, absoluta y
divina que repara la fragmentación acaecida en la Torre de Babel; es la Verdad omnicomprensiva
que sólo ha sido vislumbrada parcialmente en los innumerables sistemas
filosóficos, científicos y teológicos establecidos por el hombre a lo largo de
la historia en base al ejercicio de la razón. Por lo tanto, la superación del racionalismo
y del relativismo no es el resultado de una especulación teórica diferente, no
es otro ejercicio de racionalización ni, mucho menos, un descenso a las
tinieblas de lo irracional, sino la experiencia suprarracional, directa y transformante,
de la comunión espiritual con el Logos. Sólo así el lenguaje humano es renovado
y recupera su dimensión espiritual y trascendente; solamente a través de la
Palabra los ojos de los hombres son transfigurados y pueden volver a contemplar
la Belleza divina que resplandece en la creación.
“Todo es sabiduría en tu ordenación de la naturaleza,
cuando el espíritu de tu Palabra ilumina nuestro espíritu. Todo es un laberinto
y un desorden cuando tratamos de mirar por nosotros mismos. Más que ciegos,
somos miserables cuando despreciamos tu Palabra y miramos a la naturaleza a
través de las lentes engañosas de Satanás. Nuestros ojos tienen la agudeza de
un águila y la luz de los ángeles cuando vemos todo en tu Palabra –a ti mismo,
amoroso Dios, y al cielo y la tierra, la riqueza de ambos, la obra de tus
manos, los pensamientos de tu corazón hacia ambos y en ambos.” [24]
Epílogo
Como una voz que clama en el desierto, en medio de la
hostilidad de su entorno, Hamann era perfectamente consciente de la misión a la
que se sentía llamado. Sus frecuentes provocaciones y excentricidades buscaban
suscitar una reacción en los lectores: su objetivo era generar un contrapeso de
orientación teológica a los excesos asfixiantes del racionalismo y corregir las
desviaciones en la cultura provocadas por los promotores de la Ilustración.
Audazmente, supo extraer el veneno contenido en la filosofía de su época para
elaborar con él un antídoto, una nueva medicina para una enfermedad que
amenazaba con arrasarlo todo. No por nada, tuvo la intención de publicar una
recopilación de sus obras bajo el título “Baños
curativos” (Saalbadereyen),
proyecto que, lamentablemente, nunca llegó a concretarse.
Sea como fuere, aunque ha pasado mucho tiempo desde
entonces y la situación del mundo ha cambiado significativamente, creemos que
su mensaje no ha perdido vigencia en absoluto. Si bien es cierto que el
racionalismo filosófico, llevado hasta sus últimas consecuencias, prácticamente
ha acabado autodestruyéndose, ahora su obra puede servir como viático para
combatir en dos frentes diferentes: por un lado, para responder al
neopositivismo, cuya influencia persiste en el campo de las ciencias naturales,
con el consecuente mito pseudorreligioso, predicado incansablemente por los
medios masivos de comunicación, de la racionalidad científica como árbitro
definitivo para cualquier interpretación posible de la realidad, y por otro,
para superar el relativismo disolvente que corrompe todos los niveles de la cultura,
y contrarrestar, asimismo, los mórbidos efectos del nihilismo dominante, es
decir, la ausencia total de sentido que caracteriza a la posmodernidad.
En fin, esperamos que esta modesta introducción pueda despertar
el interés por los escritos de este singular rapsoda de lo sagrado en quienes
aún se atreven a buscar, entre los engaños e ilusiones laberínticas de un mundo
que parece haber perdido toda posibilidad de orientación, los versos secretos
del Poeta divino. Para cerrar este trabajo, recordemos las palabras evangélicas
que resuenan una y otra vez a lo largo de toda la obra del Mago del Norte:
“En el
principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios,
y la Palabra era Dios.
y la Palabra era Dios.
Ella estaba
en el principio con Dios.
Todo se hizo
por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.
En ella
estaba la vida y la vida era la luz de los hombres"
(Jn 1, 1-4)
(Jn 1, 1-4)
Notas
[1] Johann Georg Hamann, "El testamento y
la última voluntad del Caballero Rosa-cruz", citado por Isaiah Berlin en "El Mago del Norte", 1ra ed.
Tecnos, 1993.
[2]
Johann Georg Hamman, “Letters to Jacobi”,
texto incluido en “J. G. Hamman: A Study
in Christian Existencialism”, ed. Harper & Brothers, 1960.
[3] Johann
Georg Hamann, "Aesthetica in nuce.
Una rapsodia en prosa cabalística", p. 6 Traducción publicada por la
Benemérica Univesidad Autónoma de Puebla, disponible en su página web: www.cajanegra.buap.mx
[4] Johann
Georg Hamman, ibídem.
[5]
Johann Georg Hamman, “Cloverleaf of
Hellenistic letters”, texto
incluido en “Writings on Philosophy and
Language”, ed. Cambridge University Press, 2007.
[6] Ibídem.
[7] Ibídem.
[8] Johann Georg Hamann, "Aesthetica in nuce. Una rapsodia en prosa cabalística".
[9] Johan Georg Hamman, Fragments, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
[10] Ibídem.
[11] Johann Georg Hamann, "Metacrítica del purismo de la razón", texto incluido en VVAA, "¿Qué es la Ilustración", ed. Tecnos, 2007.
[12] Ibídem.
[13] Johann Georg Hamann, “Essay on an Academic Question”, texto incluido en “Writings on Philosophy and Language”, ed. Cambridge University Press, 2007.
[14] Ibídem.
[15] Johann Georg Hamann, Correspondencia, VII, 175, a Jacobi en 1787. Citado por Norberto Smilg Vidal, “Ilustración y lenguaje en el pensamiento de J. G. Hamann”, publicado por Contrastes. Revista internacional de Filosofía, vol. XVI (2011)
[16] René Guénon, “Crisis del mundo moderno”, texto disponible en la web.
[17] Johann Georg Hamman, Carta a Jacobi, 17 de diciembre de 1784, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
[18] Johann Georg Hamman, “Aesthetica in nuce. Una rapsodia en prosa cabalística”.
[19] Johann Georg Hamann, "El testamento y la última voluntad del Caballero Rosa-cruz", citado por Isaiah Berlin en "El Mago del Norte", p. 213
[20] Johann Georg Hamann, "Aesthetica in nuce. Una rapsodia en prosa cabalística".
[21] Johann Georg Hamann, Carta a Jacobi, 2 de noviembre de 1783, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
[22] Johann Georg Hamman, “The Last Will and Testament of the Knight of the Rose-Cross”, texto incluido en “Writings on Philosophy and Language”, ed. Cambridge University Press, 2007.
[23] Johann Georg Hamann, Carta a Thomas Wizenmann, 22 de julio de 1786, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
[24] Johann Georg Hamann, “Biblical reflections”, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
[6] Ibídem.
[7] Ibídem.
[8] Johann Georg Hamann, "Aesthetica in nuce. Una rapsodia en prosa cabalística".
[9] Johan Georg Hamman, Fragments, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
[10] Ibídem.
[11] Johann Georg Hamann, "Metacrítica del purismo de la razón", texto incluido en VVAA, "¿Qué es la Ilustración", ed. Tecnos, 2007.
[12] Ibídem.
[13] Johann Georg Hamann, “Essay on an Academic Question”, texto incluido en “Writings on Philosophy and Language”, ed. Cambridge University Press, 2007.
[14] Ibídem.
[15] Johann Georg Hamann, Correspondencia, VII, 175, a Jacobi en 1787. Citado por Norberto Smilg Vidal, “Ilustración y lenguaje en el pensamiento de J. G. Hamann”, publicado por Contrastes. Revista internacional de Filosofía, vol. XVI (2011)
[16] René Guénon, “Crisis del mundo moderno”, texto disponible en la web.
[17] Johann Georg Hamman, Carta a Jacobi, 17 de diciembre de 1784, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
[18] Johann Georg Hamman, “Aesthetica in nuce. Una rapsodia en prosa cabalística”.
[19] Johann Georg Hamann, "El testamento y la última voluntad del Caballero Rosa-cruz", citado por Isaiah Berlin en "El Mago del Norte", p. 213
[20] Johann Georg Hamann, "Aesthetica in nuce. Una rapsodia en prosa cabalística".
[21] Johann Georg Hamann, Carta a Jacobi, 2 de noviembre de 1783, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
[22] Johann Georg Hamman, “The Last Will and Testament of the Knight of the Rose-Cross”, texto incluido en “Writings on Philosophy and Language”, ed. Cambridge University Press, 2007.
[23] Johann Georg Hamann, Carta a Thomas Wizenmann, 22 de julio de 1786, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
[24] Johann Georg Hamann, “Biblical reflections”, texto incluido en “J. G. Hamman: A Study in Christian Existencialism”.
Bibliografía
recomendada
-
Textos introductorios
Berlin, Isaiah, "El Mago del
Norte. J. G. Hamann
y el origen del irracionalismo moderno", 1ra ed. Tecnos, 1993.
-
Es
el único libro sobre J. G. Hamann traducido al español. Si bien puede resultar
de lectura obligada para introducirse en su vida y en su obra, y ciertamente
tiene muchos aspectos positivos, no es un libro exento de falencias. Para
empezar, calificar a Hamann de “irracionalista”, y tratar de mostrarlo todo el
tiempo de ese modo, es totalmente desacertado, como creemos haber demostrado
suficientemente en el desarrollo de este trabajo. Por otro lado, el autor
muchas veces parece más interesado en exponer sus propias ideas que en
presentar adecuadamente la producción filosófica del Mago del Norte. Como si
esto fuera poco, minimizar su dimensión teológica, o señalarla como un aspecto
secundario, es sencillamente mutilar la parte más importante de su pensamiento.
Con todo, vale la pena darle una leída para tener una visión de conjunto.
Dahlstrom,
Daniel O., “The aesthetic holism of
Hamann, Herder, and Schiller”, publicado en “The Cambridge companion to German Idealism”, editado por
University of Notre Dame.
O’
Flaherty, “Hamann’s concept of the Whole
Man”. Publicado en The German Quarterly, vol. 45, nº 2, 1972
-
Obras de J.
G. Hamann
En español:
Hamann, J. G., "Aesthetica in nuce. Una rapsodia
en prosa cabalística". Traducción publicada por la Benemérica Univesidad
Autónoma de Puebla, disponible en su página web: www.cajanegra.buap.mx
Hamann,
J. G., “Carta a
Christian Jacob Kraus” (18 de diciembre de 1784) y "Metacrítica del
purismo de la razón", texto incluido en: VVAA, "¿Qué es la
Ilustración", ed. Tecnos, 2007
-
No
tenemos conocimiento de ninguna otra obra publicada en nuestra lengua.
En inglés:
Hamann, J. G., “Writings on Philosophy and Language”,
ed. Cambridge University Press, 2007.
-
Contiene
algunas de las más importantes obras sobre filosofía del lenguaje.
Smith, Ronald G., “J. G. Hamman: A Study in Christian
Existencialism”, ed. Harper & Brothers, 1960.
-
El
volumen contiene un estudio introductorio y una selección de textos, que
incluyen: hermenéutica religiosa, filosofía del lenguaje y correspondencia
variada. Recomendamos especialmente las cartas a Jacobi.
-
Referencias para un estudio
comparativo
Maximus the Confessor,
Ambigua 10, publicado en “On Difficulties
in the Church Fathers. The Ambigua”, ed. Harvard University Press, 2014.
-
En
este texto san Máximo el Confesor compara el Libro de la Naturaleza (“ley
natural”) con las Sagradas Escrituras (“ley escrita”), colocándolos en el mismo
nivel en cuanto soportes para la corporificación
del Logos. La cita de nuestro epígrafe pertenece a esa misma obra.
Lameiro, Máximo, “Palabra y Trascendencia en Toshihiko
Izutsu”, 2015. Publicado en la página personal del autor en el sitio
Academia.edu.
-
Este
trabajo puede resultar valioso para comparar la filosofía teológica del
lenguaje de Hamann con los trabajos realizados en este campo por el intelectual
japonés Toshihiko Izutsu a partir de fuentes orientales. Los puntos en común
entre ambos autores son notables.
Gray, Jonathan, “Hamann, Nietzsche, and Wittgenstein on the
Language of Philosophers”, publicado en VVAA, “Hamann and the Tradition”, ed. Northwestern University Press,
2012.
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Este
estudio señala algunos aspectos coincidentes en las perspectivas de Hamann,
Nietzsche y Wittgenstein en torno al problema del lenguaje.
Esa idea de la poesía como idioma materno de la humanidad hubiera encantado a Juan Larrea.
ResponderEliminarEs paradójico ese uso de Hume para fines metafísicos. Pero sí, en las creencias somos; construimos casi siempre la razón sobre la fe, esa adhesión que préstamos a nuestras esperanzas.
Congenio con la idea de una naturaleza reveladora de indicios de la secreta intención del Ordenador Supremo. El mundo como teofanía para la sensibilidad espiritual.
Por otra parte, es evidente que Hamann anticipa puntos de vista del existencialismo y de la filosofía del lenguaje de Nietzsche. Original, esa concepción del tiempo y el espacio como efecto de la comunicación y no sólo como su condición a priori. O esa noción te-ándrica del Logos.
Sorprendente en un pietista ese valor concedido a la imagen, a su simbólica, en conciencia de que no hay pensamiento que no las suponga.
¡Una excelente entrada de nuestro flamante colaborador Víctor Herrera!
Muchas gracias por permitirme participar en este espacio, José. Hamann es un autor difícil pero sorprendente, con algunas intuiciones que no parecen propias de su época o de su ambiente cultural. Lo que plantea sobre el carácter mediador y operativo del lenguaje, es decir, su aspecto teándrico, podría ponerse en relación con lo que Toshihiko Izutsu elabora a partir de fuentes orientales. Y así con todo. Aunque a veces no elabore demasiado estas intuiciones, cada uno de sus "destellos" es sumamente inspirador. Espero poder seguir trabajando sobre su obra.
EliminarSaludos.