Comunismo religioso y comunismo ateo.
El comunismo y el mesianismo de la
tradición judeo-cristiana comparten una
tesis fundamental: la propiedad privada es un robo, y el comercio su
instrumento. No son lo mimso, claro, el comunismo milenarista y el comunismo científico, pero nada justifica ignorar lo que comparten. Por ejemplo, Marx
afirma en el Manifiesto comunista que el rasgo distintivo del
comunismo es la abolición de la propiedad privada y que, por tanto, los
comunistas pueden resumir su teoría y su programa de acción en una fórmula
única: abolición de la propiedad privada. Esta tesis sobre la perversidad
intrínseca de la propiedad privada y el libre comercio es común en los distintos comunismos, también lo son el odio hacia propietarios y
comerciantes y el desprecio por quienes no comparten esa misma emoción. El
movimiento comunista contemporáneo y el fanatismo religioso de siempre
participan del mismo ethos dogmático e intransigente.
Durante la Edad Media y la Edad Moderna, Europa fue sacudida violentamente por varios movimientos de masas inspirados en el mesianismo y en el milenarismo. En los siglos XVII y XVIII se abandonó la creencia en el advenimiento de una sociedad perfecta por mediación divina, pero resurgió el el siglo XIX, si bien el proceso de secularización fue despojando a esta esperanza de su origen divino. El milenarismo religioso se fundaba en el poder divino, el milenarismo laico en el poder de la razón, pero la idea misma de un acontecimiento transformador de la historia es de raíz religiosa. Ya Tocqeville observó que la Revolución francesa “al final, adoptó aquella apariencia de una revolución religiosa (…) o se convirtió, más bien, en un nuevo género religioso ella misma, bien es verdad, sin Dios, sin ritual y sin vida después de la muerte”. Los revolucionarios jacobinos franceses y los bolcheviques rusos mantuvieron la esperanza en una transformación integral de la humanidad.
Los movimientos revolucionarios seculares
mantendrán cuatro creencias escatológicas de los movimientos milenaristas
religiosos, de las cinco que a estos les atribuye Norman Cohn (En pos del
milenio. Revolucionarios milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media),
negando únicamente la intervención divina: la salvación será colectiva,
terrenal, inminente y total. Estos cuatro rasgos, salvo la inminencia, que en
el socialismo científico queda a la espera de la “maduración de las condiciones
objetivas”, son, además, rasgos esenciales de la doctrina revolucionaria
marxista. Podría pensarse que eliminar a Dios de la utopía hace a esta más
racional, pero creer que la humanidad puede liberarse de todos sus males y
crear una sociedad libre de conflictos (los cuales provienen de la diversidad
humana, de ahí la afición de los revolucionarios por aplicar el método de
Procusto) gracias al conocimiento y a la razón humana es tan descabellado como
hacerlo depender de la voluntad divina.
A la inerradicable inseguridad humana,
acentuada por la creciente complejidad social en un mundo que había ido
perdiendo el asidero de la religión, respondieron muchos pensadores del XIX
sustituyendo a Dios por las leyes de la historia. Los historicistas creyeron que la sociedad humana está sujeta
a leyes que, como las leyes naturales, sirven para predecir lo que ocurrirá en
el futuro. A desechar tal ilusión apunta la crítica de Friedrich Hayek al
“racionalismo constructivista” (o la de Popper al historicismo), al que
considera un freno para la comprensión de los fenómenos sociales y, lo que es
peor, un obstáculo para la libertad y la prosperidad por creer en la existencia
de leyes ineludibles del desarrollo histórico. A éste racionalismo de origen
cartesiano del que deriva el socialismo se opone el racionalismo crítico
anglosajón del que deriva el liberalismo (ambos se erigen como las dos grandes
tradiciones filosófico-políticas herederas de la Ilustración). Éste último
parte del reconocimiento de los límites de la razón humana y la complejidad de
un mundo que va construyéndose a través de fines rara vez pretendidos, mediante
procesos de autoorganización. A los constructivistas, en cambio, la sociedad se
les presenta como una construcción deliberada del hombre para servir a un
propósito premeditado. La idea fundamental que Hayek expone en La fatal
arrogancia es que el socialismo constituye un error fatal de orgullo
intelectual. El socialismo –una versión fuerte del constructivismo- en su
intento de diseñar u organizar la sociedad a través de medidas coactivas de
ingeniería social, es un error que deviene fatal para la sociedad que lo sufre,
porque es imposible que aquel que quiera organizar la sociedad pueda obtener el
conocimiento necesario para llevar a cabo su proyecto utópico. La catástrofe
ocurre inevitablemente porque a la incompetencia le acompaña la arrogancia
intelectual, la amoralidad (es bueno lo que favorece la revolución) y la imposición violenta.
El diseño de sociedades perfectas tuvo
ilustre prosapia en Platón y las utopías renacentistas. En el siglo XIX
reverdeció el pensamiento utópico, al cual Marx criticó con fuerza, lo que no
fue óbice para que elaborara el suyo propio. Marx, a la vez constructivista e
historicista, sostuvo que el futuro que prometía era una certidumbre, y que el
advenimiento de la sociedad comunista era una necesidad histórica asegurada por
las leyes del desarrollo capitalista; elaboró un relato escatológico
intramundano, bautizado como “socialismo científico”, que intentó blindar
frente a cualquier crítica proclamando, con espíritu religioso antes que
científico, la falsedad de toda otra doctrina. Lo esencial de la obra de
Marx, en tanto que impulsora del movimiento comunista revolucionario, es su
condición de relato escatológico. La obra de Marx, fundamentalmente, es un
relato escatológico que tiene como función impulsar el movimiento comunista
revolucionario.
(Abro un paréntesis para advertir que no
han sido sólo autores críticos con el marxismo los que han señalado su fondo
religioso. También lo han hecho autores marxistas que pretenden recuperar su
componente mesiánico bajo la premisa de que en él radica su verdad
transformadora. Así, Walter Benjamin sostuvo que “Marx secularizó la idea de
tiempo mesiánico en la idea de la sociedad sin clases”, o que “al concepto de
sociedad sin clases hay que devolverle su auténtico rostro mesiánico, y
ciertamente en interés de la política revolucionaria del proletariado mismo”.
Georg Lukács definió el marxismo como un mesianismo revolucionario. Ernst Bloch
afirmó que el materialismo histórico era una ciencia de la esperanza y expresó
la necesidad de salvar la herencia que en él había del cristianismo, pero
liberandolo de la interpretación teísta que anula el potencial subversivo que
constituye su mayor contribución a la humanidad. Más recientemente, Slavo Zizek
ha llamado “calumnia liberal” al hecho de mencionar una concepción mesiánica
marxista de la historia heredera del cristianismo; sin embargo, inmediatamente
después de hacerlo, aconseja “aceptar plenamente aquello de lo que se nos
acusa”. Ya se sabe que la verdad es relativa, relativa a que la pronuncie o no
un comunista. Todos estos autores postulan un cambio
histórico radical que dé origen a una sociedad nueva, y mantienen que el
marxismo, si quiere ser útil, debe asumir su herencia mesiánica judeo-cristiana
por su capacidad como catalizador revolucionario, interpretando que la crítica
que Marx hizo de la religión no suponía un rechazo completo de la religión,
sino sólo de la función legitimadora que la religión asume en un mundo de
explotadores y explotados. En definitiva, en opinión de los autores
mencionados, se puede superar la alienación religiosa –teísta-, y tras ella
todas las demás, suprimiendo las relaciones sociales que la generan gracias al
potencial revolucionario de una religión sin Dios).
Un argumento contra todos los argumentos.
Marx sospechaba de los productos de la
conciencia, los cuales explicaba remitiéndolos a una estructura subyacente: la
infraestructura económica, es decir, la base real sobre la que se eleva el
edificio ideológico jurídico y político. El modo de producción de la vida
material de los hombres condiciona la vida social, política e intelectual de
tal modo que las formas de conciencia, los valores asumidos por la sociedad,
son ideas distorsionadas de la realidad; son “ideología”, entendida
ésta como elemento encubridor y deformante de la realidad, producto de una
falsa conciencia generada por unas condiciones sociales de producción
determinadas históricamente. Y es en el periodo histórico vivido por Marx
cuando este engaño llega a su cenit con la ideología burguesa, generada por la
burguesía dominante para ejercer su dominio sobre el proletariado; el dominio
más potente, eficaz y destructivo jamás visto. Pero gracias al esfuerzo
intelectual realizado por Marx en el momento histórico concreto en
el que el capitalismo industrial deja ver sus contradicciones a quien sea capaz
de verlas, el ser humano toma conciencia de la falsa conciencia, primer paso
para salir del mundo ilusorio en el que vive.
Pero, ¿cómo es posible que el modo de
producción capitalista, contraviniendo aparentemente los principios del
materialismo histórico, en lugar de crear sólo ideología burguesa, produzca
también pensamiento anticapitalista? Es decir, ¿cómo es que el capitalismo
posibilita el descubrimiento de Marx y la toma de conciencia proletaria? La
respuesta está en la dialéctica. El descubrimiento fundamental de Marx es que
existe una clase social –el proletariado- en una situación de alienación y
explotación de tal magnitud que personifica la alienación y la explotación
universal. Es precisamente por hallarse en tan lastimosa situación que la clase
obrera ya “no tiene nada que perder excepto sus cadenas”, de modo que se unirá
y será capaz de organizarse para llevar a cabo la revolución que emancipará al
proletariado y con él a la humanidad toda, iniciándose una nueva época
histórica que conducirá a la sociedad comunista. El quid de la cuestión, en lo
que se refiere a la doctrina marxista sobre la ideología, es el papel del
propio Marx y de los comunistas en el despertar del proletariado. Para
Marx nadie es capaz de una búsqueda desinteresada y objetiva de la verdad, ni
de hacerlo en interés de toda la sociedad, excepto él y quienes aceptan la
verdad de su doctrina, sin el conocimiento de la cual no puede iniciarse el
proceso dialéctico que conduce a la futura sociedad sin clases, sin intereses
de clase y, por tanto, sin falsa conciencia (este proceso depende del
desarrollo del capitalismo, sí, pero también de la acción revolucionario de un
proletariado consciente). Los comunistas, se lee en el Manifiesto
comunista, son “la parte más avanzada y resuelta de la clase obrera”,
aunque no pertenezcan a ella ni por origen ni por ocupación. Son ellos, después
de asimilar la doctrina de Marx, los que deben adoctrinar al proletariado
acerca de la correcta interpretación de las leyes de desarrollo capitalista,
que es lo que distingue al socialismo científico del socialismo utópico.
El proletariado, por otra parte, es, según
Marx, una clase social “que no es una clase social”, es la clase que
además de representar a toda la humanidad explotada, destruirá el orden burgués
del mundo. Esto convierte al “proletariado” en una categoría política más que
social. Un proletario debe conocer la doctrina marxiana, asumirla y obrar en
consecuencia, y si no lo hace es porque está preso de la ideología burguesa. De
la misma manera, un burgués puede librarse de la ideología de clase si se hace
marxista. Esta identificación de una clase social que goza del privilegio de
conocer la verdad y transformar el mundo con los adeptos a una doctrina -la
suya- la decora Marx, con talento innegable, del siguiente modo: “El
proletariado encuentra la filosofía sus armas espirituales y la filosofía
encuentra en el proletariado sus armas materiales. La cabeza de la emancipación
es la filosofía; su corazón es el proletariado”. Está de más añadir que por
"filosofía" Marx entiende su filosofía.
Así las cosas, se hace difícil no
sospechar que el concepto marxista de ideología, más que un error intelectual,
es una argucia para soslayar toda crítica, calificándola de ideología, falsa
conciencia o mentira interesada de clase. El supuesto descubrimiento por Marx
de las leyes de desarrollo histórico no es más que la invención de Marx de esas
leyes. El socialismo de Marx es científico porque es pensado bajo las
condiciones que el propio Marx exige a la ciencia social: que esté libre
de ideología de clase. Pero para declarar como tal a una forma de conciencia
Marx exige adhesión a su doctrina, como también lo exige pertenecer a la única
clase sin conciencia de clase. Marx ingresa en la clase obrera -entendida no
como categoría social, sino como categoría política- y se cae del guindo
ideológico a partir del momento en que su pensamiento deja de estar determinado
por su pertenencia a la clase burguesa, lo cual ocurre cuando descubre que
todos los individuos están ideologizados, ergo equivocados; todos excepto
quienes asumen el descubrimiento de Marx, ya sean burgueses o proletarios,
aunque tal asunción, claro, no puede ocurrir antes de ser anunciado al mundo… Algo
embrollado, sí, pero es a lo que conduce el determinismo espistemológico
clasista de Marx, que se puede resumir así: al advertir que todo pensamiento es
ideología, yo, Marx, me desengaño y os desengaño (o al menos establezco la
condición necesaria para hacerlo), y como he definido la ideología como
pensamiento que engaña, mi doctrina, que desengaña, no es ideología, sino
verdadera ciencia. Y digo más: todo aquel que critique mi doctrina, la única
desengañadora, será acusado de vivir engañado, de no comprender el verdadero
método científico y de ser, conscientemente o no, un ideólogo que engaña a
los demás al servicio de la burguesía.
Hay que reconocer la eficacia política de
esta supuesta teoría científica. Resulta más útil –y mucho más cómodo- aludir
al carácter burgués del contrario que refutar sus argumentos. Además, el carácter burgués –o pequeñoburgués- se le puede endosar a cualquiera;
por ejemplo, a un obrero no marxista, o a un sindicalista que “sólo” pretenda
mejorar las condiciones laborales de sus compañeros. El marxista tiene la
suerte de poder recurrir a un argumento con el que contrarrestar los argumentos
de sus adversarios intelectuales: el argumento que anuncia el carácter
necesariamente ideológico, y por lo tanto falso, de todos los argumentos.
Resumiendo: según Marx la perversidad de
la ideología reside en que con ella se nos engaña; en que no sólo deforma la
realidad, sino que además pretende forzarla para hacerla coincidir con ella; y
en que, para más inri, es generada para ejercer y mantener la dominación de
clase. Se presenta la ideología, además, como una explicación definitiva sobre los fenómenos
sociales, no pudiendo serlo, por muy verosímil que parezca, pues el hombre es
un ser condicionado por la clase social a la que pertenece y por la falsa
conciencia que ésta genera en él, y, por lo tanto, un ser incapaz de buscar y
encontrar la verdad mientras no se deshaga de sus prejuicios ideológicos.
Legitimación científica del relato
escatológico.
Dice Albert Camus
en El hombre rebelde, que Marx mezcló en su doctrina el método
crítico más válido con el mesianismo utópico más discutible, y que el primero
se encontró cada vez más separado de los hechos en la medida en que quiso ser
fiel a la profecía. Pero el método crítico de Marx no es algo válido en sí
mismo que se echa a perder si lo mezclamos con el mesianismo; es un elemento
fundamental del relato escatológico que no podemos desgajar de su función
revolucionaria. En tanto que método crítico no sirve para nada si no está
subordinado completamente a la práctica revolucionaria. El marxismo es,
según el propio Marx, una práctica política revolucionaria encaminada a
transformar el mundo, y en tanto que método científico para abordar el análisis
de la realidad, está orientado a la transformación de esa realidad. Lo que
quiere decir que no es científico, pues su finalidad es política.
El materialismo histórico, como método crítico de análisis histórico, ha sido
utilizado por científicos sociales no marxistas, pero lo que éstos creen
aportes de tal método no lo son, porque si el axioma del que parte el materialismo
histórico es que el conocimiento humano se produce socialmente y que las
condiciones materiales influyen en él, hay que decir que ni eso lo descubrió
Marx ni es necesario convertirse en marxista para sostenerlo. Estudiar un producto cultural a la luz de los
conflictos sociales de determinado periodo histórico será condición necesaria
para hacer una interpretación marxista, pero no suficiente. Para que lo sea,
además, hay que creer que el motor de la historia es la lucha de clases y que
la
lucha de clases tendrá un último episodio que enfrentará a muerte a la
burguesía y al proletariado, después de lo cual, y tras un periodo de transición,
el de la dictadura del proletariado, llegará la sociedad comunista. Este fue el descubrimiento fundamental de Marx, según él mismo confesó epistolarmente a Joseph Wiedemeyer en marzo de 1852
"...Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases..."
Una cosa es aplicar el método dialéctico a las ciencias sociales y otra muy distinta legitimar científicamente un mito escatológico.
La teoría marxista sobre el desarrollo histórico dibuja la siguiente secuencia: lucha de clases-revolución-dictadura del proletariado-sociedad comunista. Esta teoría sólo puede ser creída; su comprensión en términos científicos no es más que la racionalización de una fe. A partir de aquí, toda la crítica económica que elabora Marx se limita a justificar el drama histórico relatado: su escena, los actos, los actores, los conflictos y la solución definitiva de esos conflictos. Y lo importante no es si el drama coincide mucho o poco con la realidad, sino la capacidad que tenga para concienciar y movilizar al proletariado. La crítica de la economía política es parte del material literario del relato escatológico, el único capaz de crear un movimiento político con la fuerza suficiente como para cambiar la historia. La radical separación marxista entre proletariado y burguesía -para la cual las teorías de la alienación y la explotación son imprescindibles- y la victoria final del uno sobre la otra, como momento necesario para alcanzar la sociedad comunista en la que cada cual trabajará en lo que desee y recibirá lo que necesita, es una versión atea racionalizada de la escatología judeo-cristiana, y obedece a las necesidad de justificar y prestigiar científicamente la revolución proletaria. Ya hemos visto lo fundamental de este relato, en los párrafos que siguen lo resumiremos más por extenso.
Marx puede decir que el proletariado es una clase social “que no es una clase social”, porque en realidad "proletariado" es una categoría política y no una categoría social. Es una clase que traerá la disolución de las clases, una clase que, al contrario que todas las demás clases habidas, no es particular (no tiene fines particulares) sino que es universal. Se define, pues, por estar explotada y alienada radicalmente, por representar el sufrimiento universal, por protagonizar la disolución del orden capitalista y por ser el sujeto universal de la emancipación humana. En la sociedad industrial capitalista se alcanza el grado máximo de explotación, que es lo que convierte al proletariado en la clase que cerrará el círculo de la explotación del hombre por el hombre. El privilegio histórico del proletariado tiene su origen en que es la clase absolutamente despojada que al tomar conciencia de ser nada se levanta para ser todo (más despojada que el esclavo antiguo, más que el campesino medieval). La explotación del proletario podría parecer soportable comparada con la de un esclavo antiguo o un siervo feudal, pero Marx necesitaba que sobre las espaldas del proletariado recayeran la alienación y la explotación universal, y sobre las de la burguesía la culpa universal.
La sociedad comunista es, al modo hegeliano, la última síntesis generada dialécticamente por un proletariado que está determinado, no a servirse, sino a servir al bien universal por situación histórica privilegiada. El proletariado es lo universal oponiéndose a lo particular. El capitalismo se convierte así en el último régimen de explotación del hombre por el hombre, en la última de las explotaciones. Los revolucionarios conscientes, la vanguardia del proletariado, los miembros del partido comunista, los conocedores de la ciencia dialéctica y la dinámica histórica, deben encauzar la enorme fuerza de la rebeldía espontánea o latente de las masas para destruir el aparato de dominación de la burguesía y sus instituciones. El proletariado se convierte para Marx -y por Marx, que es quien le descubre la verdad- en el sujeto de la historia que clausura la historia, en el despertador que saca a la humanidad del sueño producido por la falsa conciencia. Tras una era de violencia sin igual, después de conquistar el poder y tras un periodo de transición de duración indeterminada -el de la dictadura el proletariado- advendrá una sociedad sin clases en la que “cada cual no tiene un círculo exclusivo de actividad, y puede desarrollar sus posibilidades en la rama que mejor le parezca. La sociedad regula la producción general, permitiendo que pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda cazar por la mañana, pescar después de comer, criar ganado al atardecer y hacer crítica literaria a la hora de la cena, sin necesidad de convertirme en cazador, pescador, pastor o crítico”. De esta fantasía marxiana a las sociedades comunistas realmente existentes hay la misma distancia que la que separa el paraíso del infierno.
"...Por lo que a mí se refiere, no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. Mucho antes que yo, algunos historiadores burgueses habían expuesto ya el desarrollo histórico de esta lucha de clases y algunos economistas burgueses la anatomía económica de éstas. Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases sólo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases..."
Una cosa es aplicar el método dialéctico a las ciencias sociales y otra muy distinta legitimar científicamente un mito escatológico.
Benedetto Croce creía
que, desprovisto de los elementos utópicos que le confiere el marxismo, el
materialismo histórico no implicaba identificarse con el marxismo como
alternativa política. No obstante, para cualquier marxista dicho aserto es un
contrasentido. Y así es, porque el materialismo histórico, que ni siquiera fue
mentado por Marx, no es sólo una concepción materialista de la historia, sino
una doctrina cuya función primordial es impulsar la revolución. Esto es lo
esencial: el marxismo es fundamentalmente un movimiento revolucionario. Un método
crítico siempre debería centrar el interés en su objeto de estudio, y no
en objetivos políticos que debería ser ajenos a la ciencia. Sin
embargo, se exagera la importancia de lo subordinado (el método) y se oculta lo
esencial (la finalidad del método). Lo mismo ocurre cuando se admiran las
intenciones de los revolucionarios y se silencian los resultados de las
revoluciones. Millones de seres humanos no han muerto por un método de crítica
social.
Históricamente, el
marxismo ha sido considerado bajo dos aspectos: como una teoría explicativa del
mundo y como un movimiento para transformarlo. Así lo afirmó el propio Marx:
los filósofos deben transformar el mundo y no limitarse a interpretarlo (tesis
decimoprimera sobre Feuerbach). Todo análisis científico de la sociedad es un
instrumento que el proletariado necesita para tomar conciencia de su destino
histórico. La crítica de la económica política queda entonces supeditada, orientada toda ella a la
transformación del mundo.
Marx inició el desarrollo de la teoría materialista de la sociedad en 1843 con
su Crítica de la filosofía del derecho de Hegel, donde voltea la
dialéctica hegeliana al comprender que “tanto las relaciones jurídicas y las
formas estatales no se pueden comprender por sí mismas, ni sobre las base de la
llamada evolución general del espíritu humano, sino que arraigan en las
circunstancias y relaciones materiales de la vida”. Ese mismo año publica un
artículo donde se describe el rol mesiánico del proletariado: “La actual clase
oprimida, el proletariado, no puede emanciparse sin emancipar simultáneamente a
la sociedad de su división de clases”. En los Manuscritos
económico-filosóficos o Manuscritos de París, de 1844,
trata por primera vez de la alienación del trabajo asalariado por la propiedad
privada y de su eliminación por la sociedad comunista. También en 1844 escribe
junto a Engels, a quien conoce en París, La sagrada familia, un año
después La ideología alemana y en 1848 es el Manifiesto
comunista donde afirman que la lucha de clases es el motor de la
historia y que la sociedad se polariza cada vez más en dos grandes clases
directamente enfrentadas: la burguesía y el proletariado. Con treinta años de
edad Marx ya ha elaborada lo esencial de su pensamiento: ha descubierto el
motor de la historia (la lucha de clases), el sujeto histórico designado con la
misión de abolir la sociedad de clases (el proletariado) y el consiguiente fin
de la historia (gripado su motor la Historia se detiene).
La teoría marxista sobre el desarrollo histórico dibuja la siguiente secuencia: lucha de clases-revolución-dictadura del proletariado-sociedad comunista. Esta teoría sólo puede ser creída; su comprensión en términos científicos no es más que la racionalización de una fe. A partir de aquí, toda la crítica económica que elabora Marx se limita a justificar el drama histórico relatado: su escena, los actos, los actores, los conflictos y la solución definitiva de esos conflictos. Y lo importante no es si el drama coincide mucho o poco con la realidad, sino la capacidad que tenga para concienciar y movilizar al proletariado. La crítica de la economía política es parte del material literario del relato escatológico, el único capaz de crear un movimiento político con la fuerza suficiente como para cambiar la historia. La radical separación marxista entre proletariado y burguesía -para la cual las teorías de la alienación y la explotación son imprescindibles- y la victoria final del uno sobre la otra, como momento necesario para alcanzar la sociedad comunista en la que cada cual trabajará en lo que desee y recibirá lo que necesita, es una versión atea racionalizada de la escatología judeo-cristiana, y obedece a las necesidad de justificar y prestigiar científicamente la revolución proletaria. Ya hemos visto lo fundamental de este relato, en los párrafos que siguen lo resumiremos más por extenso.
El dominio de la clase explotadora, la
burguesía, se basa en la apropiación privada de los medios de producción y del
fruto del trabajo colectivo, cuyos beneficios recaen sobre una ínfima minoría
de explotadores burgueses. Esta situación se agudiza cada vez más, hasta
alcanzar límites insostenibles, generándose dialécticamente su
superación dentro del mismo sistema: el capitalismo industrial desarrolla unas
fuerzas de producción de proporciones tan enormes que condenan al proletariado
a una vida cada vez más miserable, tanto que su única salida es la rebelión. La
sociedad capitalista, pues, crea el principio de su propia destrucción.
El elemento clave con el que Marx amalgama
la crítica socioeconómica con el mito escatológico es la teoría de la lucha de
clases. Marx y Engels la formularon en el Manifiesto comunista: “La
historia de todas las sociedades que han existido hasta ahora es la historia de
la lucha de clases”. En él también expresan la dicotomía radical de la sociedad
capitalista:
"(...) nuestra época, la época de la
burguesía, se caracteriza, con todo, por el hecho de haber simplificado los
antagonismos de clase. La sociedad se divide cada vez más en dos
grandes campos enemigos, en dos grandes clases directamente enfrentadas entre
la burguesía y el proletariado".
Sobre esto hay que decir, primero, que no
es la "época" quien simplifica los antagonismos de clase, sino los
autores del Manifiesto, y segundo, que aunque en el tomo tres
de El Capital Marx acabó reconociendo sin más la “infinita
fragmentación” de las clases sociales, no sacó de ello ninguna conclusión que
modificara lo ya concluido tras su reducción de la sociedad al dualismo
explotador/explotado. Cosa lógica, pues mantener tal dualismo era fundamental
para apoyar “científicamente” el esquema dualista preconcebido. Esta actitud,
tan poco científica, contrasta con la de los sociólogos positivistas, que se
quemaban las pestañas analizando en detalle las diversas clases sociales. Estos
sociólogos “burgueses” le merecían, como científicos, la más baja opinión a un
Marx que, frente a ellos, adoptó “como hombre de partido una actitud plenamente
hostil”. Valorar el trabajo científico en función de si es útil o no a la
revolución es actitud propia de un ideólogo e impropia en un científico.
Marx puede decir que el proletariado es una clase social “que no es una clase social”, porque en realidad "proletariado" es una categoría política y no una categoría social. Es una clase que traerá la disolución de las clases, una clase que, al contrario que todas las demás clases habidas, no es particular (no tiene fines particulares) sino que es universal. Se define, pues, por estar explotada y alienada radicalmente, por representar el sufrimiento universal, por protagonizar la disolución del orden capitalista y por ser el sujeto universal de la emancipación humana. En la sociedad industrial capitalista se alcanza el grado máximo de explotación, que es lo que convierte al proletariado en la clase que cerrará el círculo de la explotación del hombre por el hombre. El privilegio histórico del proletariado tiene su origen en que es la clase absolutamente despojada que al tomar conciencia de ser nada se levanta para ser todo (más despojada que el esclavo antiguo, más que el campesino medieval). La explotación del proletario podría parecer soportable comparada con la de un esclavo antiguo o un siervo feudal, pero Marx necesitaba que sobre las espaldas del proletariado recayeran la alienación y la explotación universal, y sobre las de la burguesía la culpa universal.
La sociedad comunista es, al modo hegeliano, la última síntesis generada dialécticamente por un proletariado que está determinado, no a servirse, sino a servir al bien universal por situación histórica privilegiada. El proletariado es lo universal oponiéndose a lo particular. El capitalismo se convierte así en el último régimen de explotación del hombre por el hombre, en la última de las explotaciones. Los revolucionarios conscientes, la vanguardia del proletariado, los miembros del partido comunista, los conocedores de la ciencia dialéctica y la dinámica histórica, deben encauzar la enorme fuerza de la rebeldía espontánea o latente de las masas para destruir el aparato de dominación de la burguesía y sus instituciones. El proletariado se convierte para Marx -y por Marx, que es quien le descubre la verdad- en el sujeto de la historia que clausura la historia, en el despertador que saca a la humanidad del sueño producido por la falsa conciencia. Tras una era de violencia sin igual, después de conquistar el poder y tras un periodo de transición de duración indeterminada -el de la dictadura el proletariado- advendrá una sociedad sin clases en la que “cada cual no tiene un círculo exclusivo de actividad, y puede desarrollar sus posibilidades en la rama que mejor le parezca. La sociedad regula la producción general, permitiendo que pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda cazar por la mañana, pescar después de comer, criar ganado al atardecer y hacer crítica literaria a la hora de la cena, sin necesidad de convertirme en cazador, pescador, pastor o crítico”. De esta fantasía marxiana a las sociedades comunistas realmente existentes hay la misma distancia que la que separa el paraíso del infierno.
Este es el análisis del capitalismo que
fuerza Marx para encajarlo en su profecía. Tenemos el combate cósmico entre las fuerzas del bien y del
mal (la lucha de clases que mueve la historia), el Armagedón (la última batalla final entre burguesía y proletariado), un profeta (Marx), un mesías colectivo (el
proletariado), y por fin, tras un periodo indeterminado de
transición -la dictadura del proletariado-, el Reino de Dios (la sociedad comunista en la que
“corren a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva”). Y como este
cuento, que se parece al mito escatológico de tradición judeo-cristiana como un
huevo a otro huevo, al realizarse despertará al hombre de las brumas
ilusorias en la que ha permanecido, es por lo que se eleva a la categoría de ciencia
social, resultado del análisis socio-económico del capitalismo y de la
aplicación de las leyes de desarrollo histórico. Pero es en realidad un relato de forma y
contenido religioso con una función similar a la que la religión había tenido
hasta que el proceso de secularización le hizo perder peso e influencia en la
sociedad: ofrecer esperanza en una vida futura mejor a los humildes y
oprimidos, e identidad, protección y seguridad en el grupo; todo ello aderezado
y enriquecido con la certidumbre que ofrece su supuesto -y falso- carácter científico.
La teoría del valor-trabajo y la plusvalía
de Marx fue pronto superadas, y recurrir a ella resultará tan provechoso para el
economista como para el físico recurrir a la física aristotélica. Su teoría
sobre la máxima alienación y explotación bajo el capitalismo son una burda
racionalización de su injustificable dualismo maniqueo. Por lo mismo, su
concepto de clase y su teoría de la lucha de clases como motor de la historia
son reduccionistas y extremadamente simplificados a propósito. Marx quería
demostrar, en consonancia con la tradición mesiánica y milenarista
judeocristiana, que el conflicto entre proletariado y burguesía había de
conducir a una nueva era de paz y prosperidad. Para ello requería un análisis
de los modos de producción históricos, y específicamente del último -del modo
de producción capitalista-, que demostrara que la división del trabajo y la
propiedad privada son el origen de toda alienación y explotación del hombre por
el hombre, y del cual se concluyera que su erradicación estaba a punto de suceder.
Acerca de sus predicciones hay que decir
que erró en todas. Pronosticó la creciente polarización de las clases (una cada
vez más ínfima clase burguesa y una cada vez mayor clase proletaria, sin clases
intermedias). Pronosticó el empobrecimiento progresivo hasta convertirse en
absoluto del proletariado (obtener por su trabajo lo justo para sobrevivir y
seguir produciendo). Pronosticó la inevitabilidad de la revolución proletaria
(ni en Rusia, China, Vietnam, Camboya o Cuba la revolución la hizo el
proletariado). Pronosticó que la libertad de mercado sería una rémora para el
progreso técnico, a pesar de afirmar en el Manifiesto comunista que el
capitalismo había traído el mayor progreso tecnológico nunca visto hasta
entonces. Y pronosticó el inevitable y pronto colapso de la economía
capitalista (y aunque lo más probable es que que algún día ocurra, porque nada es eterno, que no haya
sucedido aún, más de cien años después de haber sido predicho, se puede
considerar como otra predicción errada).
Su pleno de predicciones fallidas proviene
de un mismo error: realizar el análisis socio-económico para confirmar una
doctrina preestablecida. Del marxismo, dado su fracaso como ciencia social,
sólo quedó la promesa mesiánica, tan potente para convocar a la lucha que
compensaba con creces su escaso valor científico. Pero el prestigio del
adjetivo “científico” era tal en su época que Marx no podía renunciar a
utilizarlo, amén de servir de ariete frente a sus críticos. ¿Es que no creía
Marx sinceramente que su doctrina era científica? Seguramente sí, pero esa
creencia no era más que el producto de la falsa conciencia de un intelectual
convencido de haber diagnosticado los males de la sociedad y de poder erradicarlos.
El marxismo ha sido, fundamentalmente, el
proyecto utópico de una minoría intelectual arrogante y sin escrúpulos (quien
lo niegue debe explicar por qué ninguno de ellos dejó de insistir en el estorbo
que los escrúpulos humanistas suponían para la revolución), que tuvo la
habilidad de movilizar en su favor a grandes masas (fundamentalmente
campesinas) a las que despreciaron, maltrataron y asesinaron. Al
proletariado no se le exigía que fuera capaz de acceder a la ciencia marxista,
conociera las leyes de desarrollo histórico, se hiciera consciente de su
misión, obrara en consecuencia y bla, bla, bla, sino que creyera con la fe del
carbonero en la escatología marxista (de la que toda la farfolla
pseudocientífica no era más que elemento legitimador). El proyecto político
marxista necesitaba proselitismo y activismo de tipo religioso. El materialismo
histórico, como método crítico, no es más que un instrumento racionalizador del
mesianismo secularizado, fruto de la necesidad de hacer recaer sobre las
espaldas del proletariado la alienación y la explotación universal, y sobre las
del burgués la culpa universal. Por la interpretación materialista de la
historia nadie habría arqueado una ceja; el deseo de castigar a los
responsables del mal universal y la esperanza de ver cumplida la promesa
mesiánica movilizaron a muchos a favor y en contra y anegaron en sangre el siglo XX.
El comienzo de la nueva era.
Se ha discutido mucho acerca de si Marx
consideraba la sociedad comunista como el episodio último de la humanidad, o,
menos radicalmente, la creía un episodio necesario de esta, pero no el
definitivo ni el último. Se podría decir que se trata entonces de distinguir
entre una escatología fuerte y una débil. La cuestión se me antoja análoga a la
suscitada por los teólogos bizantinos acerca del sexo de los ángeles, o sobre
cuántos de estos caben en la cabeza de un alfiler, es decir, entretenimiento de
escolásticos ignorantes de lo que sucede en el mundo real (en el caso del
socialismo real, la ignorancia -voluntaria- y el pasatiempo en discusiones
bizantinas quizá estuvieran causados por cierta decepción y un soterrado
sentimiento de culpa). No obstante, algunos creyeron traspasar el horizonte
utópico y entrever el futuro. Leer a Althusser que “militar en el marxismo es
entrar en una barca que nos lleva a la otra orilla”, y que “cuando lleguemos no
se acaba todo, sino que entonces cada uno pensará y actuará como le venga en
gana”, daría risa si no supiéramos que el marxista francés padeció una grave
enfermedad mental, y si esa estúpida creencia no hubiera producido tanto dolor.
Se ha reprochado a quienes acusan a Marx
de echar el cierre a la historia que en realidad no anuncia el fin de ésta,
sino el de la prehistoria. El reino de la falsa conciencia, de la alienación y
la explotación lo sitúa Marx en la prehistoria humana. Con el fin del
capitalismo se acaba la prehistoria de la sociedad humana y comienza, por fin,
su historia. Pero todo esto es sólo una mera cuestión nominal a la que
agarrarse con más fervor que otra cosa. A efectos sociales y políticos lo
mismo da afirmar que la sociedad comunista es el fin o el origen de la
historia, porque mantener que todo periodo anterior a la sociedad comunista es
“prehistórico” establece una frontera ontológica idéntica a la frontera que
podamos establecer entre el discurrir de la historia y lo que está la margen de
ello. Y esto es lo que realmente importa, no el nombre que le demos a lo que
queda más allá y más acá de esa frontera: oponer un periodo histórico exento de
antagonismo sociales a uno prehistórico definido justamente por no tenerlos. Da
igual el nombre que le demos si, al fin y al cabo, se trata de partir en dos el
desarrollos históricos y a partir de ahí hacerlo fluir por cauces distintos, y,
sobre todo, de establecer dos periodos históricos, identificados moralmente con
la justicia y la injusticia, con la igualdad y la desigualdad, con la miseria y
la abundancia universal; en definitiva, con el bien y el mal. Afirmar que con
la sociedad comunista no se detiene la historia, sino que es cuando realmente
comienza, no cambia el hecho de que Marx abre un abismo en el proceso histórico
como el que se abre entre el cielo y la tierra.
Marx predijo el advenimiento de la
sociedad comunista sin fecha, pero también sin contenido ni forma real, salvo
la vaguedad de que tras la revolución y la dictadura del proletariado, llegaría
la sociedad comunista donde todas las necesidades humanas serían
satisfechas. Marx concibió la dictadura del proletariado como un periodo
de transición en el que se produciría la transformación gradual de un modo de
producción capitalista a otro comunista, tras el cual llegaría la sociedad
comunista, origen (o materialización definitiva, lo mismo da) de la humanidad
emancipada. Pero, repito, no sirve de nada discutir si, para Marx, la sociedad
comunista es el fin de la historia o la transición a otra historia, porque,
incluso en su versión escatológica débil, o bien Marx tenía razón, y la
sociedad comunista inicia la marcha hacia aquella sociedad perfecta donde no
existen la miseria, la desigualdad y la injusticia..., o no la tiene, y entonces tanto
sufrimiento para llegar a ella no sirve para nada. De momento sólo hemos
asistido al despliegue sangriento de la dictadura del proletariado, fruto del
delirio de los dispuestos a todo con tal de lograr que el mundo real coincida
con su mundo ideal. Por mucho que se use y abuse de la dialéctica, resulta
difícil imaginar que de esa catástrofe emerja algún día una sociedad perfecta.
El marxismo es, fundamentalmente, una
doctrina sobre el destino último de la humanidad, un mesianismo que contiene un
mensaje profético que promete la redención del ser humano tras un apocalipsis
revolucionario. El marxismo es, desde su inicio, un proyecto utópico (distingo
entre “utopía”, entendida kantianamente, como horizonte que sabemos
inalcanzable pero al que siempre hemos de dirigirnos; y “proyecto utópico”,
entendido como el proyecto político de una minoría convencida de las bondades
del mismo y dispuesta a todo para llevarlo a cabo e imponerlo al conjunto de la
sociedad, que es lo que definía Ortega y Gasset como “una insinceridad, una
inepcia, una inmoralidad y un anacronismo”).
Todo proyecto político utópico debe ser
necesariamente totalitario, pues provoca el choque entre un ideal de armonía
social y la diversidad real -esencialmente humana- de valores e intereses. Tal
diversidad es enemiga del utopista, tan aficionado a practicar a los demás el
método de Procusto. Se pretende imponer la armonía social, y no estructurar un
sistema político que trate de minimizar los conflictos sociales inherentes a
cualquier sociedad que no sea imaginaria. El problema es que los valores de los
utopistas no pueden coincidir con los de todo el mundo, y para que reine una
armonía total en la sociedad todos los individuos que la componen deberían
compartir no sólo el mismo concepto de bien, sino la misma creencia en cómo
conseguirlo. Los individuos que integran una sociedad no piensan lo mismo
acerca de cómo organizarla de la mejor manera, lo cual no es posible ni
deseable. Todas las sociedades contienen ideales diversos y a veces
contrapuestos de vida; cuando los utopistas pretenden imponer su ideal
particular porque están convencidos que encarna el mejor modo de vida posible
para toda la humanidad chocan contra la diversidad real. El utopista es
apolítico -un idiota, en sentido aristotélico- porque la política brega con la
realidad, que es multiforme y dialéctica..., un fastidio para quien, fantaseando
con una sociedad homogénea y uniforme (sólo un idiota puede pretenderlo y
desearla), decide terminar con el proceso dialéctico por las bravas, o sea, negando
para siempre lo otro, sin síntesis ni gaitas (dicho en comunista: liquidando la
contrarrevolución; dicho en yihadista: matando infieles).
Esperaban lo imposible: que el Estado
socialista lograse al fin liberar a los individuos de las formas de producción
y pensamiento del pasado, y, sin necesidad ya de tutela y guía de autoridad
alguna, fuesen libre y conscientemente comunistas. A lo sumo, mediante una
violencia física y sicológica brutal, consiguieron durante un tiempo que la
mayoría del pueblo fingiera sintonía mental con el régimen y actuaran como las
autoridades ordenaban. Lo que ocurrió -lo que ocurrirá siempre que se intente
imponer el proyecto utópico de unos pocos a toda la sociedad- es que gran parte
de la población, apegada a las viejas instituciones que debían ser abolidas a
la fuerza por el bien común, se convirtió por ello (la convirtieron) en enemiga
del bien común y como tal fue tratada. Cuando los utopistas se apoderan de los
resortes del Estado para construir la nueva sociedad, la aniquilación de
quienes son acusados de oponerse a ello se torna procedimiento justo y
necesario. La desaparición traumática de la vieja sociedad no genera más que el
sufrimiento generalizado de la población. Esta es la única ley de desarrollo
histórico que se puede obtener de la experiencia histórica del comunismo.
José Javier Villalba Alameda
Interesante, extenso y profundo análisis. El marxismo en efecto no desarrolló una ética porque llevaba enquistada en su seno la culpa judía y la compasión y escatología cristiana.
ResponderEliminarEfectivamente Utopía es una señora de noble frente pero de manos ensangrentadas. Y el comunitarismo o el comunismo suele imponerse a costa de la libertad individual y los derechos personales, derivando además en ruina económica porque, como supo en genial Kant el hombre no puede ser sino insolidariamente solidario o al verres. El Estado puede distribuir y corregir, limitar la avaricia de los ricos, pero no puede crear riqueza. Son los emprendedores los que lo crean y es la mirada del amo la que engorda a la yegua.
Y es que, tras la revolución, se sacrifica a una sociedad armónica futura, definitiva, utópica, prometida por el profeta Jesús, Mahoma o Lenin, la alegría y la libertad de los hombres presentes, varones y mujeres.
Me ha extrañado que no cites a Albert Camus. En *El hombre rebelde* explica muy bien como el marxismo tiene raíces judeocristianas yt como deriva en nihilismo destructivo y criminal y por qué razón histórica. Camus propone una rebeldía con limites humanistas y libertarios, reformista, artística y creadora.
Por cierto, es posible un milenarismo no materialista, el que muy original y surrealistamente desarrolló Juan Larrea, recuperando el quiliasmo cristiano a favor de una utopía espiritualista y humanista, la Edad del Espíritu (cuyo símbolo es la paloma picassiana), idea presente también en la filosofía de Eugenio Trías...
Saludos
Sí lo he citado: "Dice Albert Camus en El hombre rebelde, que Marx mezcló en su doctrina el método crítico más válido con el mesianismo utópico más discutible, y que el primero se encontró cada vez más separado de los hechos en la medida en que quiso ser fiel a la profecía". Más que una mezcla a mí se me figura como un gran fruto carnoso con una semillita en el centro. La inmensa mayoría de la obra de Marx, dedicada a la economía política, recubre, envuelve "científicamente" el relato mesiánico, que es el fundamento, el núcleo.
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