Escrito por Ana Azanza
Este post me ha sido inspirado tras la
lectura del escrito de Máximo Lameiro sobre el lado “religioso”
del comunismo histórico y tras una provechosa lectura que recomiendo
vivamente: “La religion pour memoire” de Daniele Hervieu-Léger.
Ignoro si el libro ha sido traducido, ofrezco mi propia traducción de los pasajes que me interesan.
Conocía a esta socióloga desde los
tiempos en que hablé de mi particular “experiencia religiosa”
que tanto me marcó. Ha estudiado en profundidad las derivas de lo
religioso y lo sagrado en nuestras sociedades modernas y
contemporáneas. Su tesis es que la religión, si en las sociedades
tradicionales está monopolizada por la institución eclesiástica
particularmente en los países marcados por una modalidad de la
religión cristiana como es el nuestro, en la modernidad y
posmodernidad se da un fenómeno que ella llama de “desmigaje”,
la religión, lo religioso, lo sagrado pasa a repartirse por muchos
más niveles insospechados de nuestras vidas.
Podría hablar largo y tendido sobre
todo lo que “La religión pour mémoire” me ha enseñado y
sugerido en tantos campos de reflexión: educación, religión,
filosofía, política. Pero me voy a ceñir al capítulo que
Hervieu.-Léger titula “De la sociología de las religiones a una
sociología de lo religioso: el caso de la política”. Precisamente
aquí trata el tema de los rasgos religiosos y su cristalización
eventual en forma de “religión” en política. Previamente ha
mostrado que la dimensión de “creer” no se limita al campo
religioso. Pero ese asunto lo dejo para no desviarme. Creer está
presente en todos los órdenes de actividades humanas.
Lo interesante es observar cómo se
pasa de un creer “virtualmente” religioso a un creer propiamente
religioso, y hasta a una religión organizada. No se pueden dar
recetas generales de cómo ocurre ese proceso, hay que examinar los
distintos campos pero en el caso de la política se ha producido ya
una gran cantidad de reflexiones al respecto.
Muchos pensadores de la política
abordan el hecho de que la “creencia” se deslice en la política
como una “contaminación”, una “patología”, y concretamente
esa enfermedad de la política transformada en religión la
detectaríamos en la deriva del comunismo soviético y derivados.
Emanuel Terray realizó un estudio en
su libro “Le troisième jour du communisme” sobre lo que ocurrió
en Europa del Este en 1989. Mucho sse preguntaban “si no habían
consagrado años y energía a defender lo indefendible”. Las
respuestas iban en la línea de hacer notar la “deriva religiosa”
del comunismo, de ese “proceso de clericalización en el que entró
el movimiento obrero comunista y del que no ha salido desde finales
del siglo XIX”. Terray habla de las afinidades que podían
facilitar el compromiso militante de jóvenes cristianos en origen
en el comunismo.
Daniele Hervieu Leger |
A este respecto hay que decir que otro
fenómeno relacionado con esta política que se vuelve religión, es
lo que pasó en España a finales del franquismo: Muchos compatriotas
que empezaron su compromiso social militando en movimientos
cristianos acabaron poblando las filas de partidos y sindicatos
socialistas y comunistas.
Terray asegura que la metamorfosis
religiosa del comunismo no estaba en su naturaleza ni en su herencia,
y que el pensamiento de Marx en su complejidad y sus ambigüedades,
no se transformó en doctrina religiosa que a través de la historia
de su puesta en práctica. Estas consideraciones colocan la pregunta
sobre el carácter del comunismo de “religión secular” en su
verdadero terreno, que no es ni el de la analogía ni el de la
metáfora, ni el de la identificación sustancial de las creencias
“fundadoras” como religiosas, sino el de los procesos históricos
que han determinado la mutación religiosa del creer político.
Esta mutación se debe al resultado de
“un divorcio y dos olvidos”: divorcio del comunismo con respecto
a la ciencia, olvido del individuo y olvido de la política misma. El
divorcio del comunismo con la ciencia empieza desde las primeas
décadas del siglo XX, en cuanto la utilización política del
marxismo como guía y arma para la acción deja en segundo plano la
“actitud humilde, de espera y apertura con respecto a las nuevas
formas de racionalidad” que constituye lo propio de la actitud
científica.
El marxismo se transformó en mito, a
la vez “máquina de pensar y expresión de las convicciones de un
grupo en un lenguaje movilizador”. Esta clausura mítica del
marxismo comporta a la vez el olvido del individuo, cuyas
aspiraciones y necesidades son reducidas a que se consiga el cambio
anhelado y el olvido de la política, cuya concepción determinista
de lo social acabó por prohibir su especificidad y su desarrollo
autónomo. El marxismo acabó convertido en una doctrina, en un
código cerrado, cuya interpretación ortodoxa se arroga un “grupo
de clérigos” y se impone a los militantes de base.
Los “fieles militantes” han
interiorizado lo bien fundado de su propia desposesión política que
esta misma está subsumida en una visión global del mundo que los
permite representarse a sí mismos como pertenecientes al campo del
Bien, en lucha a muerte con el campo del Mal en el que están todos
los que resisten a la verdad definida del marxismo desde arriba. La
deriva “religiosa” del marxismo se nutre de una perversión de la
política que destruye su capacidad autónoma de auto-institución.
Esta perversión se desliza en el proceso por el que la política se
da como la verdad ya escrita del social y de la historia. Los “ya”
del poder devoran al “todavía no” de la utopía. Como dijo
Loisy, los hombres que esperaban el Reino, se encontraron con la
Iglesia…
La paradoja es que esta autodestrucción
de la política se manifiesta precisamente en la afirmación de que
“todo es política”. La pretensión globalizadora de la política
se desarrolla paralelamente con el proceso por el cual la referencia
a un sentido ya definido de la historia destruye progresivamente la
capacidad de la sociedad de elaborar colectivamente las orientaciones
que le pide su propia organización. La única lucha política
posible en este contexto es la que apunta a realizar el mito
totalizante de referencia, la sociedad sin clases.
Otro autor, Patrick Michel dio cuenta de
cómo precisamente en el caso de Polonia esta lógica absolutamente
totalizante de lo político se dio de bruces con la única categoría
que no podía integrar, nos refereimos al concepto de Dios. El
catolicismo polaco fue no sólo un factor de desovietización en el
plano nacional sino también un factor de desalienación en el plano
del individuo, porque ese catolicismo era un “vector” de
destotalización” en el plano de la sociedad.
A este respecto uno de los primeros
biógrafos de Juan Pablo II, George Weigel, que por cierto ya lo santificaba en vida, se demora bastante en las
acciones que Wojtyla habría llevado a cabo cuando era arzobispo de
Cracovia como protesta frente al comunismo impuesto. Me refiero entre
otras a la construcción del santuario de Jasna Gora y la procesión
de inauguración del mismo organizada en pleno esplendor del dominio
soviético.
De cierta manera, la voluntad de
totalización religiosa de lo social del catolicismo polaco moldeado
según la intransigencia romana más antimoderna, de la que dio buena
prueba el papa citado, fue el más eficaz instrumento contra la
fortaleza del “todo político” marxista. El caso de Polonia, cuya
historia de los años 80 y 90 consistió en el enfrentamiento entre
dos “integrismo”, uno que se consideraba religioso y el otro que
se consideraba político, presenta un ejemplo particularmente
iluminador de la implicación recíproca de lo político y lo
religioso.
Y ya saliendo del tema específico que
me ha llevado a escribir esto, ¿qué había de religioso en el
comunismo soviético? se puede seguir reflexionando cómo lo hace
Daniéle Hervieu-Léger sobre la relación entre lo político y lo
religioso. Esa relación es muy diversa en función de la respuesta
que cada sociedad da a la pregunta por el fundamento de lo social.
En el polo “tradicional”, la
respuesta religiosa engloba la respuesta política: el mito de los
orígenes a partir del que se construye el universo simbólico del
grupo da sentido a la organización de las relaciones de poder y a la
manera cómo se viven día a día.
En el polo “moderno” la respuesta
política a la cuestión de la fundación de lo social disuelve toda
respuesta religiosa posible, el sentido de lo social está abierto y
es continuamente definido por la propia colectividad. Entre estos dos
polos imaginarios por supuesto se despliega la trayectoria histórica,
descrita como la génesis religiosa de la modernidad política.
En política y en la modernidad la
unión entre los individuos no es dada originariamente, sino que es
una construcción colectivamente querida y realizada que se despliega
en el espacio de la democracia.
Esto nos lleva a uno de los problemas
fundamentales de la política moderna, la tensión entre el proceso
de racionalización y el proceso de individualización, que mina
desde dentro la posibilidad de un sentido construido colectivamente
que pueda obligar a cada uno con respecto a los demás miembros de la
sociedad. Si el principio es la autonomía de los individuos y su
derecho a determinar su vida, ¿Cómo fundar la interdependencia sin
la que no hay lazo social posible? Desde los primeros tiempos de la
revolución francesa con la Carta de los Derechos del Hombre se
intentó dar salida a esta cuestión. Esos derechos formulados por
la Asamblea Nacional vinieron a suponer una nueva “trascendencia”.
El problema de la “trascendencia”
en política es importante. La política se autodestruye cuando se
pretende instituir la utopía aquí y ahora, utopía que es su
horizonte imaginario y su “espíritu”, su aspiración. La
formalización institucional de la utopía igualitaria ha derivado
históricamente en totalitarismo, y el sueño de instaturar una
sociedad perfectamente libre ha dado las peores esclavitudes. Son las
dialécticas de la política que hemos tenido que aprender como
humanidad pasando por muchas catástrofes históricas.
Toda tentativa de instituir la
comunidad utópica la pervierte inevitablemente. Esta deriva de lo
político presenta un carácter “religioso” cada vez que implica
el encierro del imaginario social en el recuerdo o anámnesis de un
momento fundador donde se supone que está inscrita la totalidad de
las manifestaciones posibles de la utopía. Así se priva a la utopía
de la capacidad que tiene como imagen de renovar el día a día de la
política con nuevas ilusiones.
Hacer de la utopía algo cerrado es una
especie de “glaciación”. La tradición y la utopía tienen un
potencial de innovación si se “releen”, hay un trabajo de la
memoria que tiene que ser hecho en cada sociedad para dar impulso
hacia delante. Hay formas y formas de referirse al “pasado
fundador”. Las hay que ayudan y contribuyen a regenerar la práctica
política del presente, incluso cuando tienen ciertos rasgos
religiosos.
Tanto en Francia como en Estados Unidos
existe el recurso o la invocación a la tradición revolucionaria o
republicana, la fidelidad al ideal laico, el respeto a los padres
fundadores de la constitución o de la república. A la unidad
europea podríamos decir hoy le faltan conmemoraciones y tradiciones
a las que referirse. Hemos caído del lado de la finanza más
desalmada como proyecto político.
Pero las grandes conmemoraciones (por
ejemplo el centenario de la estatua de la Libertad en NY, o el
bicentenario de la revolución en Francia) constituyen un terreno
único para observar esa movilización utópica de la dimensión
religiosa de la política. Los ritos civiles tienen esa misión de
invocar la dimensión religiosa que normalmente no se manifiesta en
la política. Pueden reconstituir la conciencia colectiva de la
continuidad en la que se enraiza el cuerpo político. La memoria
tiene una potencia innovadora de la política, y se echa en falta en
España esa memoria común aceptada en general que diera impulso a
nuestra comunidad política hay una falla que nos hemos empeñado en
no rellenar.
Podríamos encontrar más ejemplos
aparte del soviético de la “cerrazón clerical” del imaginario
político. Pero es el que ha sido más dramático y más caro en
vidas humanas.
Muy interesante el tema, Ana. Y veré si consigo ese libro en algún momento.
ResponderEliminarPersonalmente no conjugo con la sociología de la religión, por la sencilla razón de que el fenómeno religioso trasciende lo social aunque lo incluya. Más bien creo que la 'religiosidad' que de modo más o menos manifiesto acompaña a ciertos movimientos políticos, ha de ser leída desde lo religioso mismo. En ese sentido las ideologías seculares que pretenden 'totalizar' la experiencia humana reduciéndola a lo social político, constituyen una suerte de 'religión' sin trascendencia. Una religión sin polo celeste. Lo cual, obviamente, debe ser leído como un síntoma de las dificultades que la religión tiene hoy para representar a mucha gente, más que como una expresion genuina de religiosidad. Pero ese es un punto de vista personal, y por cierto parcial y no profundizado. No pretendo dictar sentencia sobre el tema.
Por otra parte, eso no significa que no puedan leerse ciertos fenómenos como resultantes de la intersección de política y religión. El caso del Wojtyla resulta claro. Y hasta podría decirse, salvando las distancias por supuesto, que el populismo del Papa Francisco responde a necesidades análogas: prestar oído, representar, a la gran masa de 'pobres' (la palabra es del propio Papa, y aunque tiene resonancias evangélicas en su caso se aplica con sentido exclusivamente social y no tanto espiritual) y semi pobres que en sudamérica (no por nada el Papa es de aquí) han sido captados por el populismo de izquierda. Parece tratarse otra vez de tender una mano a esa masa necesitada de representación y conducción y a la vez no permitir que sus necesidades ínternas (valorativas, de identidad, rumbo, pertenecia, etc.) sean canalizadas exclusivamente por los políticos. Es decir, habría otra vez un freno al 'todo política' propio del marxismo y sus mutaciones actuales.
Para mi eso no es ni bueno ni malo, no estoy juzgando, y creo que habría que analizarlo bien. Sólo lo comento como quien toma nota de un tema para desarrollarlo alguna vez.
Como sea, recuerdo que Eliade en uno de sus libros (pero ahora no podría precisar cuál) decía que las ideologías seculares de sesgo mesiánico (el marxismo, el nazismo, etc.) heredaban cierta simbología y conceptos de las religiones; y por eso mismo, para bien o para mal, daban expresión a necesidades que la gente ya no lograba canalizar a través de las verdaderas religiones.
Sin embargo, mucha agua bajo el puente ha pasado desde que el rumano escribió eso; y hoy las necesidades religiosas del mundo han vuelto al primer plano. Es claro que ya no existe una visión religiosa del mundo en el sentido tradicional de la cosa, pero también es claro que ya no predomina una visión puramente atea o agnóstica de la vida.
En fin, charlaba nomás, desordenadamente. El tema me parece, como te decía, muy interesante. Gracias por el trabajo. Ahora sí suspendo la comunicación por tiempo (aunque breve) pues estoy con un pie en el avión y lleno de una ansiedad que no me deja pensar.