viernes, 13 de octubre de 2017

EL COMUNISMO COMO RELIGIÓN POLÍTICA (II). LA IGLESIA MARXISTA-LENINISTA.



La sociedad comunista que imaginó Marx no ha existido ni existirá, como no existieron ni existirán El Edén, Shangri-La o el País de Jauja. El comunismo que veremos aquí es el realmente existente en momentos y lugares lugares concretos: el comunismo encarnado en Estado totalitario.

De la religión comunista a la Iglesia marxista-leninista

En su archifamosa tesis undécima sobre Feuerbach sostiene Marx que “los filósofos no han hecho más que interpretar de diversas maneras el mundo; pero de lo que se trata es de transformarlo”.  El sentido de la tesis undécima es claro: urge a los hombres a emprender la acción revolucionaria que transforme el mundo. Cabría interpretar que el destino de los hombres no está determinado por leyes impersonales que gobiernan la sociedad y que sus acciones pueden modificarlo. Pero esto implica que la praxis humana y, lo más importante, los ideales que la inspiran, influyen en la historia. Hay una contradicción evidente entre, por un lado, el llamamiento a transformar el mundo y, por otro, el determinismo economicista de  Marx y su rechazo del idealismo. A pesar de su popularidad y de la admiración de sus exégetas por esta sentencia que da prioridad a la práxis, hay una dualidad teoría-práxis en el pensamiento marxista que se podría sintetizar parafraseando a Kant: una teoría sin praxis revolucionaria es vacía; la praxis revolucionaria sin teoría es ciega. La actividad revolucionaria de los obreros no derribará el sistema capitalista sin la guía de la teoría marxista, y esta no conseguirá hacer lo propio sin la praxis revolucionaria de unos obreros conscientes -gracias al marxismo- de su condición de sujeto revolucionario que destruirá el capitalismo.

Además de concebir su teoría como una doctrina revolucionaria, Marx pretendía fundar una ciencia para comprender la sociedad. La crítica marxista de la económica política estaba supeditada por completo a la transformación revolucionaria de esa misma sociedad. La comprensión científica del mundo –necesaria, según Marx, para una correcta práctica política transformadora- terminó sometiéndose a las necesidades prácticas de la revolución. Así, el análisis científico marxista de la sociedad capitalista devino racionalización de un mesianismo secularizado que hacía recaer sobre las espaldas del proletariado la alienación y la explotación universal, y sobre las de la burguesía la culpa universal. Del supuesto análisis científico, Marx concluyó que el capitalismo estaba gobernado por leyes que lo condenaban a crear en su seno la antítesis que traería la nueva sociedad comunista: el proletariado revolucionario.

Esta contradicción interna en el pensamiento de Marx originó dos tendencias dentro del marxismo: un marxismo voluntarista, subjetivo, impaciente, dispuesto a saltarse etapas si las condiciones son favorables para el triunfo revolucionario; y un marxismo determinista, objetivo, paciente, a la espera de que las predicciones de Marx se vayan cumpliendo, de que las condiciones objetivas del modo de producción capitalista maduren. Se trataba, en definitiva -si la revolución, como sostenía Marx, dependía al alimón del desarrollo del capitalismo y también de la acción de un proletariado consciente- de calibrar la medida y oportunidad de esa acción. Al final, la tensión entre los dos marxismos, se resolvió salomónicamente: "que la revolución se fuera haciéndose a golpe de voluntad subjetiva era compatible con ver en ello la necesidad objetiva" (Escohotado).

En contra de los postulados iniciales de Marx, en ningún país industrial avanzado se llevó a cabo la revolución, que por contra triunfó en países económica y socialmente atrasados, de economía predominantemente agrícola. En los primeros, donde la clase obrera, según Marx, debería alcanzar niveles de explotación y alienación inaguantables, los trabajadores experimentaban en su provecho una realidad del capitalismo que contradecía las escasas dotes proféticas del alemán; en los segundos, los que no tenían demasiado que perder eran muchos, y de ello se aprovechó una élite de revolucionarios profesionales para hacerse con el poder, impedir que obreros y campesinos alcanzaran los niveles de prosperidad occidental y hundir a la famélica legión en lo más profundo de la miseria y de la condición servil, obligándola a transitar de lo malo a lo peor. Marx ya había concedido en sus últimos años que en Rusia la revolución podía saltarse la etapa burguesa, lo que demuestra que su análisis científico no era más que material del relato escatológico. Podía ignorar lo que hasta entonces aparecía como fundamental pero en realidad siempre fue secundario porque permanecía en pie el esquema maniqueo: una clase enemiga del proletariado, la lucha final entre el bien y el mal, y la victoria del bien.

Lenin distinguió entre marxistas auténticos -los partidarios de la dictadura del proletariado- y renegados del marxismo -la socialdemocracia posibilista y gradualista-. El marxismo-leninismo encajaba perfectamente en el relato escatológico marxista; la socialdemocracia lo arruinaba totalmente; y arruinada la escatología se arruina el marxismo, que es fundamentalmente un relato compartido sobre la redención del ser humano y la voluntad común para a llevarla a cabo. El marxismo es indefectiblemente revolucionario; quien no quiera serlo será ya otra cosa que marxista. Lenin tenía razón: los socialdemócratas son renegados del marxismo, y consecuentemente acabaron renegando del marxismo: toda la socialdemocracia acabó siguiendo el ejemplo de la socialdemocracia alemana que en 1959, conociendo de primera mano la enorme distancia que en términos de progreso material y social había tomado la capitalista RFA respecto de la socialista RDA, renunció al marxismo y aceptó la economía de mercado.

Octubre de 1917

En octubre de 1917, los bolcheviques, un grupo minoritario de extrema izquierda escindido del Partido Socialdemócrata Ruso (primera mentira, porque bolchevique significa en ruso "miembro de la mayoría"), daban un golpe de Estado contra el Gobierno provisional socialista, contra el Consejo de los Soviets y contra la Asamblea constituyente, compuestos mayoritariamente por socialrevolucionarios y mencheviques, e imponían la dictadura del que poco después pasó a denominarse Partido Comunista de la Unión Soviética, faro y guía del comunismo mundial. La religión política se convertía en Iglesia política.

Resume el teólogo católico Hans Küng en ¿Existe Dios? las evidentes semejanzas existentes entre el catolicismo romano y el comunismo soviético que observó el también teólogo católico Gustav A. Wetter:

"Como el catolicismo romano, el comunismo soviético parte del hecho de que el mundo va de mal en peor y necesita redención. La revelación ocurrida en la plenitud de los tiempos o en el punto culminante de la evolución dialéctica está, también para los comunistas, consignada en cuatro textos canónigos (Marx, Engels, Lenin y sus respectivos seguidores). Y es guardada, custodiada y expuesta por el magisterio infalible del Partido, por el Santo Oficio del Politburó y personalmente por el supremo e infalible secretario del Partido. La tarea particular del filósofo no es la de enriquecer, incrementar y criticar este patrimonio doctrinal, sino, simplemente, la de enseñar a los hombres su aplicación a todos los campos de la vida y la de velar por la pureza de la doctrina, desenmascarando herejías y desviaciones. El magisterio infalible del Partido condena públicamente las doctrinas heréticas. Una vez que éste ha hablado, el hereje disidente debe someterse, hacer autocrítica y abjurar de su error. Y si no cumple este deber es excomulgado, excluido. El Partido representa, pues, el pilar y fundamento de la verdad, el baluarte de la ortodoxia. Este comunismo ortodoxo tiene, dentro de su actitud defensiva, un impulso ofensivo, misionero: como única doctrina verdadera y salvífica, tiende connaturalmente a difundirse por el mundo entero a través de todos los medios y a enviar sus misioneros a todas partes desde el centro de propaganda. ¡Fuera de él no hay salvación! Requisitos: estricta organización, obediencia ciega, disciplina de partido. Todo a las órdenes del gran jefe, que es celebrado poco menos que cultualmente con muestra de adhesión, grandes desfiles, paradas y peregrinaciones a su tumba".

El Diccionario soviético de filosofía dedica una entrada al teólogo austriaco, del que dice que “falsifica la historia y la teoría del materialismo dialéctico”. Puede ser, no conozco las críticas que Wetter hizo al materialismo dialéctico, pero en cuanto a su descripción del comunismo soviético como Iglesia guardiana de la ortodoxia marxista-leninista no erró ni en una sola de sus observaciones. De esa iglesia fueron fieles devotos la inmensa mayoría de los comunistas del mundo. Y de su líder más denostado, Stalin, fueron lacayos la mayoría de intelectuales y militantes comunistas del mundo… Hasta que el georgiano murió y, para salvar al comunismo, lo convirtieron en chivo expiatorio al que culpar de todos los males producidos por el comunismo. Los comunistas, por supuesto, no necesitan ser liderados por ningún Stalin para convertirse en una peste cuando ejercen el poder; no hay experiencia histórica conocida que avale lo contrario. Trotski, por ejemplo, quizá no hubiera mandado asesinar a tantos camaradas como Stalin, pero su liderazgo no habría modificado la esencia criminal, liberticida y empobrecedora del comunismo. Por otra parte, aunque sólo tengamos en cuenta las víctimas del estalinismo y nos olvidemos de Lenin, ¿acaso pudo Stalin encarcelar, matar de hambre y asesinar a tantos millones de personas? ¿No participó activamente Nikita Kruschev en los crímenes de la era estaliniana que él mismo denunció en el XX Congreso del PCUS? ¿Y no habían participado también en ellos los asistentes que aplaudieron entusiasmados la treta de endilgarle a Stalin todo lo ocurrido? ¿No fueron cómplices y encubridores de esos crímenes todos los partidos comunistas que no eran más que filiales del PCUS? ¿No fueron cómplices activos del terror Carrillo o Pasionaria, titulados campeones de la democracia?

La revolución siempre fue anunciada por los comunistas como un hecho que necesariamente habría de ser violento. Las ideas no matan, pero sí lo hacen los fanáticos convencidos en el poder de una idea salvadora y en que dicha idea sólo puede imponerse a sangre y fuego. El que cree en la posibilidad de alcanzar una sociedad perfecta y en que esta sólo puede advenir utilizando la violencia percibe a quien no cree lo mismo como un obstáculo a suprimir, víctima de una intolerancia justa y necesaria. El que no cree en la utopía marxista es para el marxista un ignorante que no ha entendido cuál es el problema ni cuál la solución, preso aún de la ideología, y aunque lo sea de forma inconsciente no por ello dejar de ser un peligro para la sociedad, no por ello dejar de ser culpable. La verdad se alcanza cuando se comprende y asume la profecía marxista. Es, estrictamente, verdad revelada. Esto convierte en falsos los hecho observados, en tanto no contribuyan a una transformación revolucionaria de la realidad. La verdad será un momento de la conciencia proletaria en su praxis revolucionaria. Lenin dirá lo mismo con brutal claridad: la mentira es un arma revolucionaria. Así, lo verdadero, lo bueno y lo justo se identifica con la teoría y práctica del partido bolchevique, y quienes se opongan al triunfo de la revolución o no contribuyan a él, se convertirán en enemigos susceptibles de ser eliminados. Es la lógica perversa de quien divide el mundo en amigo/enemigo, revolucionario/contrarrevolucionario, fiel/infiel. El bien que proporcionará la sociedad comunista es el mayor; así que la violencia que se ejerza para llegar a ella está justificada.

Nadie en su sano juicio debe esperar que la sociedad perfecta sea realizable, pero la fascinación por las soluciones totales a los problemas que causa vivir en sociedad -es decir, vivir- viene de lejos y está muy extendida. La sociedad comunista realmente existente fue lo opuesto a la sociedad comunista imaginada por Marx, pero lo cierto es que fue el resultado de poner en práctica las soluciones propugnadas por Marx: abolición de la propiedad privada, dictadura de partido, monopolio estatal de los medios de producción y recursos económicos, planificación estatal de la economía… Todo lo cual sólo puede realizarse mediante la represión y el terror (nunca nadie ha sabido o podido hacerlo de otra manera). Además, los tres elementos fundamentales para que surja el totalitarismo comunista están en Marx: racionalismo constructivista, pensamiento utópico y un Estado desarrollado (aunque la función de este último sea traer la sociedad comunista y desaparecer). Los comunistas creen que es posible lograr materializar su sociedad ideal si se aplica el diseño que proponen, para lo que es necesario un altísimo grado de coerción, el cual se ejercerá con mayor eficacia cuanto mayor sea el poder del Estado. Aunque Marx predijo que el Estado, el instrumento real para imponer el ideal, está destinado a desaparecer -por innecesario- una vez cumplida su función, ocurre que el ideal nunca llega, así que el instrumento para imponerlo no tiende a autodisolverse, sino que, al contrario, crece, se fortalece y se expande hasta alcanzarlo casi todo. Otra más de las predicciones fallidas de Marx.

El zar abdicó en febrero de 1917, instaurándose un régimen constitucional democrático contra el cual dieron un golpe los bolcheviques meses más tarde. Quienes celebran la “Revolución de Octubre” no celebran la caída de una autocracia zarista que ya había caído, sino un golpe de Estado, la toma del poder y el inicio de la “dictadura del proletariado”. Celebran la dictadura de un partido minoritario que se autoproclamó único y verdadero representante de los intereses de obreros y campesinos y después barrió a todos los partidos; también a los que votaban mayoritariamente los obreros y campesinos. No se celebra el paso del absolutismo zarista a la democracia. Un Estado democrático es aquel que está dotado de una serie de instituciones que permiten el control de los poderes del Estado, su sustitución por decisión popular reglada y la reforma de las leyes consideradas injustas o inconvenientes mediante procedimientos legales acatados por todos los actores políticos. El empleo de la violencia sólo se justifica para combatir una tiranía que impide el turno de los poderes y la reforma de las leyes, y sólo si esa violencia tiene como objetivo traer la democracia. No fue este en absoluto el caso de la “Revolución de Octubre”: no combatió una tiranía, que ya había caído en febrero, ni trajo la democracia; al contrario, empleó la violencia para imponer durante siete décadas una tiranía mil veces más represiva que el zarismo. El despotismo comunista, pervirtiendo el lema del Despotismo ilustrado, dijo hacerlo todo para el pueblo, pero lo hizo contra el pueblo.

En Rusia, el 25 octubre de 1917 (7 de noviembre en el calendario gregoriano), los bolcheviques dieron en un golpe de Estado que les aupó al poder. Una vez en él impusieron su proyecto político totalitario. Se ha dicho, para disculparlos, que se vieron obligados a hacerlo por las circunstancias excepcionales que encontraron. Pero esto, además de ser totalmente absurdo, es completamente falso. La Primera Guerra Mundial le vino a los bolcheviques que ni caída del cielo, como ellos mismos reconocieron siempre que tuvieron ocasión, y la Guerra civil y la contrarrevolución no se la encontraron, sino que fue causada justamente por la voluntad de los bolcheviques de imponer su proyecto político, algo que, por otra parte, los bolcheviques esperaban y de lo que eran perfectamente conscientes. Tal es la lógica de las cosas, y es tanto lo dicho y escrito por los bolcheviques al respecto que resulta ridículo el intento de explicar que hicieron lo que siempre dijeron que iban a hacer porque otros les forzaron a hacerlo. Otra cosa es que lo hicieran con oposición, la cual era política y moralmente irreprochable, pues nadie tiene por qué soportar una hegemonía política impuesta violentamente en nombre de una doctrina ideológica que no comparte.

La primera etapa de la Revolución Rusa de 1917, iniciada en febrero,  provocó la caída del zarismo tras una serie de huelgas, manifestaciones y el amotinamiento de muchos de los soldados de la guarnición de Petrogrado. Las negociaciones entre las distintas fuerzas opositoras dieron como resultado la fórmula inédita de un doble poder: el del Gobierno provisional y el del Soviet de Petrogrado, el cual fue sustituido más tarde por el Congreso Panruso de los Soviets. A este doble poder, y no a un poder zarista ya desaparecido, fue al que se enfrentaron los bolcheviques de febrero a octubre de 1917. Hasta el golpe bolchevique del 25 de octubre se sucedieron tres gobiernos provisionales. En los dos primeros fueron mayoritarios los miembros del partido liberal constitucional-demócrata, en el tercero mencheviques y social-revolucionarios. Estos gobiernos impulsaron medidas democráticas con las que se pretendía modernizar a Rusia y homologarla con las democracias occidentales: libertades fundamentales, sufragio universal, supresión de toda discriminación de casta, raza o religión, promesa de autonomía a las minorías nacionales, etc.

Sin embargo, los gobiernos provisionales fueron incapaces de resolver los principales problemas heredados del zarismo: la crisis económica, el problema de la tierra y, sobre todo, la Guerra del 14. Estas fueron las cuestiones que hábilmente utilizaron los bolcheviques para atraerse al campesinado, que representaba la inmensa mayoría demográfica del país. El eslogan “Paz, tierra y pan” no fue más que un ardid publicitario. Respecto a la paz, sólo era deseable si convenía coyunturalmente para preparar la revolución, porque ésta, en sí misma, implicaba necesariamente la guerra civil. Que una revolución entraña el riesgo de que quienes se crean gravemente amenazados por ella intenten defenderse lo sabían bien, entre otros, Perogrullo y Lenin. Éste último dejó escrito: “Cualquiera que acepte la guerra de clases debe aceptar la guerra civil, que en toda la sociedad de clases representa la continuación, el desarrollo y la acentuación naturales de la guerra de clases”, y en el mismo sentido escribía el 17 de octubre de 1917 a Alexander Shialipnikov: "El mal menor en el ámbito de lo inmediato será la derrota del zarismo en la guerra. (…) La esencia entera de nuestro trabajo (persistente, sistemático, quizá de larga duración) es dirigirnos hacia la transformación de la guerra en una guerra civil. Cuándo se producirá esto es otra cuestión, y no resulta todavía claro. Debemos dejar que madure el momento y forzarlo a madurar sistemáticamente… No podemos prometer la guerra civil ni decretarla, pero tenemos el deber de actuar –el tiempo que sea necesario- en esa dirección".

La única razón por la que se prometía pan, tierra y paz a los campesinos y a los soldados movilizados era por oportunismo revolucionario. Semanas antes del golpe del 25 de octubre Lenin envió al Comité Central del Partido Bolchevique instrucciones para la insurrección: "Al proponer una paz inmediata y al entregar la tierra a los campesinos, los bolcheviques establecerán un poder que nadie derribará. Sería vano esperar una mayoría formal favorable a los bolcheviques. Ninguna revolución espera una cosa así".

El Gobierno provisional al que derribó el golpe bolchevique de octubre estaba presidido por un social-revolucionario, Alexander Kerenski, y once de sus dieciocho ministros estaban adscritos a distintas corrientes socialistas. El Gobierno estaba respaldado por el Congreso de los Soviets, donde eran mayoría asimismo social-revolucionarios y mencheviques. Pero la continuación de la guerra seguía siendo el principal problema del nuevo régimen, y una bendición para los bolcheviques, inspirados en el principio de Chernichevsky "cuanto peor, mejor". El desabastecimiento de las ciudades –que había provocado, junto a otras causas, la Revolución de febrero- se había agravado por una nueva ofensiva alemana que incrementó el hartazgo de los soldados movilizados. En este clima, los bolcheviques, con su promesa de paz, tierra y pan, lograron un apoyo inimaginable meses antes, logrando hacerse con el poder de los soviets más importantes, el de Petrogrado y el de Moscú.

Trotsky, presidente del Soviet de Petrogrado, con el pretexto de hacer frente a una insurrección militar zarista, puso en funcionamiento el Comité Militar Revolucionario de Petrogrado, que será el que protagonice el golpe de Estado contra el Gobierno provisional y contra el Congreso de los Soviets, junto algunos millares de soldados de la guarnición de Petrogrado y marinos de la vecina guarnición de Kronstadt (masacrados en 1921 tras rebelarse contra el poder bolchevique). El golpe se dio la madrugada del 25 de octubre. El plan era exigir la capitulación del Gobierno provisional, y si se negaba, apoderarse del Palacio de Invierno, donde éste se reunía. A las diez de la mañana, previendo una rápida victoria, Lenin redactó un manifiesto donde anunciaba el derrocamiento del Gobierno provisional, alegando hipócritamente que el poder no se arrebata a los soviets, sino que era tomado para ellos, y declaraba que “el pueblo tiene el derecho y el deber de resolver estos asuntos no mediante el voto, sino por la fuerza. En los momentos críticos de una revolución, el pueblo tiene el derecho y el deber de dar instrucciones a sus representantes, incluso a sus mejores representantes, y no estar esperando a recibirlas”. Lenin otorgaba a la vanguardia revolucionaría que él lideraba la auténtica representación del pueblo, a pesar de tener en contra a la mayoría de los representantes legítimos del pueblo. Mentía al anunciar que era "el pueblo" quien les otorgaba a ellos, a los bolcheviques, a sus “mejores representantes”, a través de unas “instrucciones” que no se sabe cómo ni cuándo les habían dado, la legitimidad para liquidar a todos sus adversario políticos.

En el II Congreso Panruso de los Soviets, celebrado la madrugada del 26,  los representantes de los partidos y de los grupos socialistas no bolcheviques declararon que abandonarían el Congreso con la firme determinación de combatir el golpe de Estado, igual que habían luchado contra el régimen zarista. Cuando la mayoría de los miembros del Congreso se retiraron, Lenin hizo aprobar sin quorum una resolución de apoyo a la tropa que amenazaban el Palacio de Invierno. Después del ultimátum dado al Gobierno provisional, su presidente, Kerenski, huyó, y los bolcheviques entraron en el Palacio de Invierno, del que se habían marchado, hambrientas y cansadas, la mayoría de las fuerzas que lo defendían, y arrestaron a los ministros que permanecían en él. Así fue la épica toma del Palacio de Invierno, al que el legendario crucero Aurora sólo pudo dañar con ruido: el de una salva y el de los disparos reales que cayeron en el río Neva.  

La famosa Revolución de Octubre fue en realidad un putsch ejecutado por una minoría de militantes comunista, el primer golpe de Estado moderno, sufrido por un Gobierno socialista compuesto en su integridad por opositores al zarismo. No hubo revolución popular ni movimientos de masas, sino un golpe de mano circunscrito a los alrededores del Palacio de Invierno, ajeno e inadvertido por gran parte de los ciudadanos de Petrogrado y de toda Rusia.  Así lo testimoniaron en su momento los protagonistas del golpe, tanto los que lo dieron (Trotsky, su organizador, así lo llamó, “golpe militar”, describiéndolo como “una serie de pequeñas operaciones, calculadas y preparadas con antelación”) como los que lo recibieron. También dan fe de su carácter de putsch los testigos, las pocas fotografías conservadas -que muestran a unos cientos de guardias rojos y de marineros en calles medio desiertas-y la prensa mundial, que anunció un “golpe” al Gobierno provisional socialista, y no una revolución popular de liberación contra la autocracia zarista ya derrocada en febrero.

Obligado por la inestabilidad del poder bolchevique, Lenin aceptó la celebración de elecciones para una Asamblea Constituyente que debía elaborar una Constitución que instituyera un régimen democrático parlamentario. Las elecciones se celebraron el 12 de noviembre. De un total de 707 escaños, 410 correspondieron a los social-revolucionarios, 175 a los bolcheviques, 16 a los mencheviques, 17 a los cadetes (liberal-conservadores del KDT), y los restantes 84 se los repartieron entre los grupos nacionales del Imperio. A pesar del resultado desfavorable, el nuevo e ilegítimo Gobierno bolchevique -el Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom)- no renunció al poder y preparó un segunda acción ilegal y violenta contra la Asamblea recién elegida. Lenin pretextó que el electorado se había equivocado, que los campesinos –votantes en su inmensa mayoría de los social-revolucionarios- no sabían lo que les convenía. El 1 de diciembre declaró: "Se nos pide que convoquemos la Asamblea Constituyente como fue concebida originariamente. No gracias. Fue concebida contra el pueblo [aunque votada mayoritariamente por el pueblo] y realizamos nuestro alzamiento para asegurarnos que no sería usada contra él".

El Partido Bolchevique se mantuvo por la fuerza en el poder, a pesar de que en la primera y última ocasión que tuvieron los rusos de expresarle su apoyo le dieron la espalda: de 41,7 millones de electores sólo les votaron 9,8 millones. El pueblo al que los leninistas decían representar en exclusiva optó por elegir a otros. Ni Lenin ni ninguno de sus sucesores permitió que el pueblo volviera a cometer el error de elegir a sus representantes en contra de sus propios intereses. 

Desde ese momento el nuevo régimen tuvo que enfrentarse con una oleada de reivindicaciones, huelgas y revueltas de obreros y campesinos. Consciente de la fragilidad de su poder, Lenin adoptó una doble estrategia basada en un principio del que siempre abusaron los comunistas: la mentira y la violencia son armas revolucionarias. El Sovnarkom promulgó con la mano derecha una legislación populista que sería después falseada o ignorada; con la mano izquierda reforzó inmediatamente su poder sometiendo o eliminando los comités de fábrica, los comités de cuartel, los sindicatos, los partidos políticos y los soviets. El 10 de diciembre de 1917 Lenin firmaba un decreto en el que ponía fuera de la ley a los demócratas constitucionalistas del KDT: “Los miembros de las instancias dirigentes del partido constitucional-demócrata, partido de los enemigos del pueblo, queda fuera de la ley, y son susceptibles de arresto inmediato y de comparecencia ante los tribunales revolucionarios”, y en el que, sin ilegalizarlos, reprimía la acción política de mencheviques y social-revolucionarios, al abolir todas las leyes que estuvieran "en contradicción con los decretos del Gobierno obrero y campesino, así como de los programas políticos de los partidos socialdemócrata y social-revolucionario”. Las detenciones, abusos y amenazas se multiplicaron. El Comité Ejecutivo de los soviets decretó que “los soviets tiene derecho a efectuar reelecciones en todas las instituciones electivas, incluida la Asamblea Constituyente”, con el objeto de de que las presiones y amenazas surtieran efecto y los resultados de las reelecciones fueran, por fin, los deseados. El 20 de diciembre Lenin consintió magnánimo que se publicara el decreto de convocatoria de la Constituyente para el 5 de enero, pero no tanto que no advirtiera en Pravda que la única misión de la Asamblea debía ser “una declaración incondicional de la aceptación del poder soviético, de la Revolución soviética”, lo que suponía en la práctica anunciar su disolución. En caso contrario, “la crisis en relación con la Asamblea Constituyente no podía resolverse más que con medios revolucionarios”. Remachando la amenaza, advertía: "Todo el poder pertenece a la República Rusa a los soviets y a las instituciones del soviets. Por consiguiente, cualquier intento de usurpar esta u otra función del poder estatal, por parte de cualquier persona o institución, será considerado como acto contrarrevolucionario. Y cualquiera de estos intentos será aplastado por todos los medios a disposición del poder soviético, incluyendo el uso de las armas".

A pesar de las continuas intimidaciones, la mayoría de los parlamentarios de la oposición que no estaban detenidos acudieron el 5 de enero al palacio Taúrida, ante el cual se celebraba una manifestación en apoyo de la Asamblea. Fusileros letones al servicio de los bolcheviques dispersaron a los manifestantes, causando una decena de muertos y el doble de heridos. Una tropa armada de guardias rojos “escoltaba” en el interior del palacio a los diputados. Lenin y los diputados bolcheviques se presentaron cuatro horas más tarde. Después de varios discursos, propuestas y debates (en uno de ellos, Bujarin, más tarde purgado por Stalin, declaró que “la dictadura está plantando los fundamentos de la vida de la Humanidad de aquí a mil años”), los bolcheviques volvieron a perder –otra vez- la votación de su programa, ante lo cual abandonaron la Cámara. Los diputados de la mayoría siguieron reunidos durante horas, hasta que el jefe de su “escolta” armada dio por terminada la sesión con la excusa de que “la guardia está cansada”. Horas más tarde, Lenin firmaba el decreto de disolución de la Asamblea.

El ejemplo de los comunistas rusos marcó la pauta a seguir por sus camaradas de todo el mundo: impedir el parlamentarismo, las elecciones, la alternancia pacífica en el poder, la división de poderes y cualquier institución democrática que estorbara su poder absoluto. Esto implicaba, o bien el sometimiento voluntario de la oposición -lo que nadie en su sano juicio podía esperar-, o bien una guerra civil sin cuartel y la imposición del terror una vez conseguida la victoria, sin duda el método más eficaz para desincentivar a nuevos opositores. La Revolución de Octubre fue esencialmente un golpe de Estado que entregó el poder absoluto a un partido que tenía como fundamento teórico el marxismo, y además, la voluntad de imponer por la fuerza a la mayoría de la población su proyecto político. Al nuevo gobierno lo combatieron los zaristas, claro, pero también, y esto no se suele contar, demócratas conservadores y liberales, social-revolucionarios, socialistas mencheviques y anarquistas. Como observa con ironía Alexander Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag:

"Todos estos partidos –socialistas revolucionarios, mencheviques, anarquistas, socialistas populares- estuvieron haciéndose pasar por revolucionarios durante décadas, ocultos bajo una máscara, y si habían estado en presidio era también para seguir fingiendo. Y sólo bajo el impetuoso cauce de la revolución se descubrió la esencia burguesa de esos socialtraidores. ¡Qué cosa más natural, pues, proceder a su arresto! Tras los kadetes, tras la disolución de la Asamblea Constituyente (…) empezaron a arrestar poco a poco, primero disimuladamente, a socialistas revolucionarios y a mencheviques. Desde el 14 de julio de 1918, día en que fueron expulsados de todos los soviets, estos arrestos fueron más numerosos y frecuentes. A partir del 6 de julio se llevaron también a los socialistas revolucionarios de izquierdas, que de manera pérfida y prolongada se habían hecho pasar por aliados del único partido consecuente del proletariado. En verano de 1918 y en abril y octubre de 1919 se encarceló en masa a los anarquistas. En 1919 fueron arrestados todos los miembros del Comité Central de los eseristas [social-revolucionarios], para encerrarlos hasta su proceso en 1922".

Para mantenerse en el poder, Lenin y sus camaradas ejercieron una represión de tal magnitud que sólo admite comparación con la ejercida por quienes de ellos aprendieron: nazis, maoístas, jemeres rojos y, por supuesto, estalinistas. El estalinismo no fue una perversión de la esencia del marxismo-leninismo, sino su continuación intensificada. Fue Lenin el que, hincando primero el diente, hizo posible que el Leviatán moderno devorara al pueblo.

Represión y terror en las sociedades comunistas

“Un buen comunista es un buen chequista”
Lenin.

Es cierto que un estudio completo de la historia de los regímenes y de los partidos comunistas exige ir más allá de su dimensión criminal. No obstante, la represión masiva, intensa y ubicua fue desde su origen elemento fundamental en la URSS y, después, en todos y cada uno de los regímenes comunistas. Los Estados totalitarios comunistas han asesinado, encarcelado, esclavizado y amordazado por millones a sus súbditos. Este es un hecho histórico innegable. Pues bien, los comunistas se defienden de la verdad alegando hipócritamente que los mismos sagrados derechos que consideran inalienables cuando están en la oposición no son  más que “derechos burgueses” que deben ser pisoteados por el bien común. El terror no fue un accidente coyuntural de este o aquel régimen comunista, sino una dimensión esencial de todos ellos, como lo fueron también la miseria producida por la planificación económica y las hambrunas generadas por los planes de colectivización agrícola. Marx quería eliminar de la faz de la tierra la explotación y la alienación del hombre por el hombre. Propuso para ello como solución radical la abolición de la propiedad privada y la socialización de los medios de producción. Los marxistas-leninistas llevaron a cabo la propuesta marxiana de la única manera posible: la imposición violenta. El resultado: terror, represión y miseria. Las condiciones materiales y los derechos de la clase obrera, en contra de lo que predijo Marx, fueron aumentando en las sociedades capitalistas. También en contra de lo que predijo, la dictadura del proletariado no se encaminó hacia la desaparición de la alienación y la explotación, sino que las aumentó hasta un grado nunca visto.

El siguiente fragmento de La revolución proletaria y el renegado Kautski (1918), de Lenin, expresa con claridad la esencia criminal de los regímenes comunistas: "En manos de la clase dominante, el Estado es una maquina destinada a aplastar la resistencia de sus adversarios de clase. En esto, la dictadura del proletariado no se diferencia, en lo que al fondo se refiere, de cualquier otra clase de dictadura (…) La dictadura es un poder que se apoya directamente en violencia y que no está sujeto a ninguna ley. La dictadura revolucionaria del proletariado es un poder conquistado y mantenido por la violencia, que el proletariado ejerce sobre la burguesía, un poder que no está sujeto a ninguna ley".

¿A quiénes fue necesario encarcelar, torturar y asesinar para que la dictadura del proletariado comenzara a levantar la sociedad comunista anunciada por Marx? A decenas de millones de personas: monárquicos, conservadores, liberales, anarquistas, mencheviques, social-revolucionarios…, nobles, burgueses, profesionales liberales, obreros y muchos, muchos campesinos, millones de campesinos. Esto al principio, con el bueno de Lenin. Después, con el perverso Stalin, lo mismo pero con dos distintivos: de cantidad y de calidad, pues los propios comunistas empezaron a contarse entre las víctimas.

Trotsky, el 1 de diciembre de 1917, anunciaba con un toque de humor negro el asesinato de sus adversarios políticos a los delegados del Comité Ejecutivo Central de los soviets: "En menos de un mes, el terror va a adquirir formas muy violentas, a ejemplo de lo que sucedió durante la gran Revolución francesa. No será ya solamente la prisión, sino la guillotina, ese notable invento de la gran Revolución francesa, que tiene como ventaja reconocida la de recortar en el hombre una cabeza, lo que se dispondrá a nuestros enemigos". 

La decisión de emplear el terror de un modo implacable y a gran escala fue adoptada desde muy temprano por Lenin. Felix Dzerzhinsky ideó la Checa (Comisión Extraordinaria Panrusa para la Lucha contra la Contrarrevolución y el Sabotaje) tras recibir una nota de Lenin en la que éste le advertía que los contrarrevolucionarios se disponían a realizar “sabotaje y huelgas para minar las medidas del Gobierno destinadas a poner en funcionamiento la transformación socialista de la sociedad”, y presentó el proyecto al Sovnarkom: “propongo, exijo la creación de un órgano que ajuste las cuentas a los contrarrevolucionarios de manera revolucionaria, auténticamente bolchevique”. Pero fue Lenin quien redactó la totalidad de los decretos fundamentales sobre la represión y el terror, incitando constantemente a los bolchevique a desechar las dudas y los sentimientos humanitarios. En un momento en el que parecía que algunos chequistas flojeaban y pecaban ligeramente de humanitarismo, Lenin ordenó “buscar gente más dura”.

La Checa debía ser, según Dzerzhinsky, “una estructura ligera, flexible, inmediatamente operativa, sin un juridicismo puntilloso. Ninguna restricción para tratar, para golpear a los enemigos con el brazo armado de la dictadura del proletariado”. Abundando en el desprecio por el “juridicismo puntilloso”, es decir, por las garantías legales, Martin Latsis, uno de los primeros jefes de la Checa, enviaba por escrito directrices a los chequistas en enero de 1918, en las que resaltaba el papel esencial del terror revolucionario, y lo situaba en el marco de la “lucha de clases”. Una lucha en la que no sólo el adversario político, sino también quienes no fueran de utilidad a la revolución que conduciría al “Reino del Futuro” se convertían en enemigos a los que exterminar sin compasión: "La Checa no es sólo un órgano de investigación: es el órgano de batalla del Partidos del futuro (…) Aniquila sin juicio o aísla de la sociedad mediante el internamiento en campos de concentración. Su palabra es ley. El trabajo de la Checa debe abarcar todos los ámbitos de la vida pública (…) No hacemos la guerra contra las personas en particular. Exterminamos a la burguesía como clase. No busquéis durante la investigación documentos o pruebas sobre lo que el acusado ha cometido, mediante acciones o palabras, contra la autoridad soviética. La primera pregunta que debéis formularle es la de a qué clase pertenece, cuáles son su origen, su educación, su instrucción, su profesión. Las respuestas deben determinar el destino del acusado. Ese es el destino y la esencia del Terror Rojo (…) No juzga al enemigo, lo golpea. No demuestra ninguna piedad, al contrario, incinera a cualquiera que se alce en armas al otro lado de las barricadas y a todo aquel que no nos sea de ninguna utilidad (…) Nosotros, como los israelitas, tenemos que construir el Reino del Futuro bajo el temor constante al ataque enemigo". El mismo Latsis, en uno de sus informes, daba a conocer una primicia bolchevique: la práctica de detener sistemáticamente como rehenes a las familias de los enemigos, en este caso guerrilleros contrarrevolucionarios cosacos. “Reunidos en un campo de concentración cerca de Maikop, los rehenes –mujeres, niños y ancianos- sobreviven en condiciones terribles en medio del barro y el frío de octubre. (…) Mueren como moscas”.

La primera acción de la Checa, en enero de 1918, fue arrestar a los funcionarios en huelga de Petrogrado. Dzerzhinsky lo justificó así: “quien no quiere trabajar con el pueblo no tiene lugar en él”. En el artículo Cómo organizar la emulación socialista, escrito ese mismo mes, Lenin proclamaba el objetivo general de “limpiar la tierra rusa de toda clase de insectos nocivos”, entre los que contaba, además de a los enemigos de clase, a “los obreros que muestren pasividad en el trabajo” y exigía “fusilar en el acto a una de cada diez personas a quienes se encontrase culpables de ociosidad”. En abril, ante el Comité Ejecutivo Central de los soviets, Lenin declaró que aunque los pequeños propietarios habían estado hasta el momento a su lado, a partir de ese momento “nuestros caminos se separan. Los pequeños propietarios sienten horror hacia la organización, hacia la disciplina. Ha llegado la hora de que llevemos a cabo una lucha despiadada, sin compasión, contra estos pequeños propietarios, estos pequeños poseedores”. Una semana después Lenin ordenó a la Checa fusilar en el acto a los “especuladores”. Semanas después reclamó “el arresto y el fusilamiento de los que aceptan sobornos, los estafadores, etc.”. El 22 de febrero autorizó una proclama de la Checa en la que se ordenaba a los soviets locales a “identificar, arrestar y fusilar de inmediato a enemigos, especuladores, etcétera”. El 10 de agosto de 1918 Lenin envió un telegrama al comité ejecutivo de Penza: "¡Camaradas! La sublevación kulak en vuestros cinco distritos debe ser aplastada sin piedad. Los intereses de la revolución lo exigen, porque en todas partes se ha entablado la lucha final contra los kulaks. Es preciso dar un escarmiento. 1. Colgar (y digo colgar de manera que la gente lo vea) al menos a cien kulaks, ricos y chupasangres conocidos. 2. Publicar sus nombres. 3. Apoderarse de su grano. (…) Vuestro Lenin". El día anterior, envió otro del mismo tenor al soviet de Nizhni-Novgorod, exigiendo “requisas masivas. Ejecución por llevar armas. Deportaciones masivas de los mencheviques y otros elementos sospechosos”. Días después, el 15 de agosto, Lenin y Dzerzhinsky firmaron la orden de arresto de los principales dirigentes del partido menchevique, cuya prensa ya había sido prohibida y cuyos representantes habían sido expulsados de los soviets.

El 31 de agosto, Pravda llamaba a los trabajadores a "aniquilar a la burguesía, de los contrario seréis aniquilados por ella. Las ciudades deben de ser implacablemente limpiadas de toda putrefacción burguesa. Todos estos señores serán fichados y aquellos que representen un peligro para la causa revolucionaria exterminados. (…) ¡El himno de la clase obrera será un canto de odio y de venganza!".

En septiembre de 1918. Grigori Zinoviev, presidente del soviet de Petrogrado: "Para deshacernos de nuestros enemigos, debemos tener nuestro propio terror socialista. Debemos atraer a nuestro lado digamos a noventa de los cien millones de habitantes de la Rusia soviética. En cuanto a los otros, no tenemos nada que decirles. Deben ser aniquilados".

El 18 de marzo de 1919. Dzerzhinsky declaraba en Izvestia: "De ahora en adelante, la Checa no distingue entre los guardias blancos del tipo Krasnov y los guardias blancos del campo socialista (…) los eseristas y los mencheviques detenidos serán considerados como rehenes y su suerte dependerá del comportamiento político de su partido". Dzerzhinsky encontraba una nueva forma de des-calificar a socialistas y marxistas no bolcheviques, identificándolos con el zarismo contra el que habían luchado. Esta estrategia la pondrían en práctica los comunistas de todo el orbe: los heterodoxos sería identificados desde entonces con burgueses, fascistas o imperialistas.

Un editorial del primer número de La espada roja, periódico de la Checa de Kiev, fundado por Latsis, expresa ejemplarmente la exaltación del crimen y su justificación por el mesianismo marxista. A mi juicio es este un texto muy representativo de lo que el comunismo pretende y de cómo pretende llevarlo a cabo. "Rechazamos los viejos sistemas de moralidad y de humanidad inventados por la burguesía con la finalidad de oprimir y explotar a las clases inferiores. Nuestra moralidad no tiene precedentes, nuestra humanidad es absoluta porque descansa sobre un nuevo ideal. Destruir cualquier forma de opresión y violencia. Para nosotros todo está permitido porque somos los primeros en el mundo en levantar la espada no para oprimir y reducir a la esclavitud, sino para liberar a la humanidad de sus cadenas… ¿Sangre? ¡Que la sangre corra a ríos! (…) ¡Puesto que sólo la muerte final del viejo mundo puede liberarnos para siempre jamás del regreso de los chacales".

Esta perspectiva interna y favorable al comunismo se complementa perfectamente con esta visión externa y crítica del comunismo de la encíclica Quadragésimo Anno, de Pio XI: "el comunismo tiene en su enseñanza y en su acción un doble objetivo que persigue no en secreto y por caminos desviados, sino abiertamente, a la luz del día y por todos los medios, incluidos los más violentos: una implacable lucha de clases y la completa desaparición de la propiedad privada. Para lograr este objetivo, no hay nada a lo que no se atreva, no hay nada que respete; allí donde ha conquistado el poder, se muestra salvaje e inhumano hasta un grado que apenas se puede creer y que resulta extraordinario, tal y como testifican las terribles matanzas y las ruinas que ha acumulado en inmensos países de Europa Oriental y de Asia".

En Pravda, 12 de febrero de 1920: “El mejor lugar para los huelguistas, ese mosquito amarillo y dañino, es el campo de concentración”. Dias antes, el 29 de enero, ante la extensión de las huelgas en los Urales, Lenin telegrafió a Smirnov, jefe del consejo militar revolucionario del V Ejército: “P. me ha informado que existe un sabotaje manifiesto por parte de los ferroviarios (…) Estoy sorprendido de que os acomodéis de ello y no procedáis a ejecuciones masivas por sabotaje”. Aquí encontramos otra primicia bolchevique: el derecho de huelga, exigido por los comunistas cuando se encuentra en la oposición, se convierte en“sabotaje” cuando los comunistas ejercen el poder.

El 1 de julio de 1920 un documento interno de la Checa aconsejaba imputar falsamente la comisión de crímenes al adversario político. Dicho recurso sería utilizado a partir de entonces por los comunistas con profusión, sobre todo en las purgas de la época estalinista: "en lugar de prohibir estos partidos [social-revolucionario y menchevique], lo que les llevaría a una clandestinidad difícil de controlar, es mucho mejor dejarlos en una situación semilegal. (…) Frente a estos partidos antisoviéticos [expulsados de los soviets por los bolcheviques, a pesar de ser mayoritarios] es indispensable aprovecharse de la situación de la guerra actual para imputar a sus miembros crímenes tales como actividad contrarrevolucionaria, alta traición, desorganización de retaguardia, espionaje en beneficio de potencia extranjera intervencionista, etc".

Lenin en 1920: "Aquel que no comprende la necesidad de la dictadura de una clase revolucionaria para asegurar su victoria, no comprende nada de la historia de la revolución… La dictadura significa –asimiladlo de una vez por todas- un poder sin límites fundado en la fuerza y no en la ley". Y en 1921: “El único lugar de los mencheviques y de los eseristas, ya lo sean declarada o encubiertamente, es la prisión”. Y meses más tarde: “¡Si los mencheviques y los eseristas siguen enseñando todavía la punta de la nariz, fusiladlos sin piedad!”.

Y por último, un texto de Lenin que aúna lo peor de la práctica comunista: la manía genocida, la conversión de los derechos políticos que los ciudadanos disfrutan en las democracias liberales en delitos políticos (se trata de los mismos derechos que los comunistas exigen desde la oposición y desprecian una vez que alcanzan el poder), y la atribución a los delincuentes de una falsa connivencia con una inventada conspiración capitalista internacional. Escribe el líder bolchevique a Dimitri Kursky, comisario del pueblo para la Justicia, el 15 de mayo de 1922: “En mi opinión, hay que ampliar el campo de aplicación de la pena de muerte a toda la clase de actividades de los mencheviques, socialistas-revolucionarios, etc. Encontrar una nueva pena, que sería la expulsión al extranjero. Y poner a punto una fórmula que vincule estas actividades a la burguesía internacional”.

En todas estas brutales y sinceras declaraciones se justifica la violencia empleada contra los que se oponen abiertamente a la revolución o contra los que no le son útiles. El peligro que para la revolución supone la multiforme actividad contrarrevolucionaria parece argumento suficiente para quienes defienden que la represión y la violencia bolchevique fueron tristemente necesarias. Pero éstos no tienen en cuenta lo esencial: si, como es natural, aunque algunos no puedan creerlo, no todo el mundo está de acuerdo en que la transformación socialista de la sociedad es la solución correcta de todos sus males, entonces habrá quienes se opongan a ella, y, si estos no encuentran medios legales y democráticos para oponerse, se verán entonces obligados a defenderse contra la imposición violenta de un proyecto político y social que no sólo no comparten, sino que supone su muerte civil y física. 

Murió Lenin en 1924 y Stalin le sustituyó como Papa Rojo, permaneciendo en el trono hasta su muerte en 1953. Tres décadas en las que el terror y la miseria provocaron el sufrimiento del pueblo hasta límites sólo superados por el pueblo judío bajo el nazismo o el pueblo chino bajo el maoismo. Para ocultar el horror, la mentira debió intensificarse hasta límites similares.

Alienación y explotación en las sociedades comunistas

Se negaban los crímenes, después se minimizaban y, por último, se justificaban. “No se puede hacer tortilla sin cascar huevos”, decían. A lo que Vladimir Bukovsky replicó que él había visto los huevos cascados pero que no había probado nunca la tortilla. Veamos la tortilla que cuajó la sociedad comunistas real.

El concepto de “alienación” es fundamental en el pensamiento marxiano. La alienación es la razón principal por la que Marx se opone a la propiedad privada y a la división del trabajo, ya que estas generan aquella. Por eso el programa de todo comunista lo resume Marx en la abolición de la propiedad privada. Resumo la tesis: el trabajo, que es la actividad por la que el hombre transforma la realidad para satisfacer sus necesidades materiales y espirituales, se vive como una experiencia alienada en una economía de división de trabajo. En una economía de producción para el intercambio, para el mercado, donde nadie es autosuficiente, donde nadie produce todo lo que necesita, el ser humano pierde el control de aspectos esenciales de su naturaleza. Pierde el control sobre su actividad productiva, siendo el capitalista quien decide qué, cómo y cuándo producir; y lo pierde sobre el producto de su trabajo, dejando parte de su personalidad en un objeto exterior que pasa a ser propiedad del capitalista, el cual también está alienado, pues su actividad está asimismo determinada por las fuerzas impersonales del mercado, aunque no en grado máximo, como en el caso del trabajador. El trabajo no está dirigido a satisfacer las necesidades y deseos propios de los productores, sino a lo que necesitan y desean los demás en tanto que  consumidores, esto es, del mercado. Así, el ser humano se distancia de su naturaleza específica: no es autónomo porque se somete a fines ajenos. Y esta alienación, que nos obliga a sacrificar nuestros deseos y necesidades internas a los deseos y necesidades ajenas, alcanza su grado máximo, según Marx, en el sistema de producción capitalista, y desaparecerá en la sociedad comunista venidera.

Al contrario de lo que opina Marx, la libertad individual del hombre en las sociedades capitalistas es infinitamente mayor que la que disfruta en otros sistemas históricos sociales y de producción, incluido el sistema de producción socialista. En una sociedad de cazadores-recolector, por ejemplo, el atraso tecnológico y la estructura cerrada del grupo social atan al individuo de tal manera a la naturaleza y a la voluntad colectiva, respectivamente, que es mínima su capacidad de decisión respecto a la satisfacción de sus necesidades y deseos. Si la propiedad es comunal en el comunismo primitivo -como su nombre indica y Marx nos cuenta- el producto del trabajo del hombre no le pertenece en absoluto: el individuo está sometido a la voluntad del grupo, y el incumplimiento de las pautas culturales que regulan el orden social implica la expulsión del grupo, y con ello, una muerte casi segura. Los esclavos de las sociedades antiguas y los siervos feudales, por su parte, estaban tan atados al lugar que ocupaban en el sistema productivo y en la sociedad que era prácticamente imposible que pudieran cambiar su destino, como cualquier estudiante de secundaria o bachillerato sabe o debería saber.

La autonomía, la capacidad de decidir por sí mismos de los ciudadanos de las sociedades capitalistas, excede en mucho a la de quienes necesitan la aquiescencia del Estado para cambiar de ocupación, de empleo, de empresa, de residencia, de ciudad o para salir del país. Los súbditos de los Estados comunistas no pueden explotar sus talentos y capacidades libremente: toda actividad laboral, artística o empresarial, toda promoción profesional depende únicamente del Estado. El trabajador se somete absolutamente a los planes de un Estado que ordena todos los aspectos de la producción y decide lo que el trabajador tiene que recibir a cambio de su trabajo. Los trabajadores de las sociedades comunistas no pueden hacer huelga para defender sus intereses, ni pueden organizarse para ello más que en los sindicatos legalizados por el Estado, los cuales despliegan una extrañísima labor sindical: no convocan, organizan o apoyan jamás ninguna huelga ni otra forma de protesta laboral, ni nunca reivindican nada al único patrón, o sea, al Estado. En los países bajo régimen comunista se prohíben todos los derechos laborales que disfrutan los trabajadores en las sociedades capitalistas..., como cualquier estudiante de secundaria o bachillerato debería saber pero no sabe porque no se lo cuentan.

(Abro un paréntesis pertinente para refutar el argumento que esgrimen como último recurso los que militan en o simpatizan con el comunismo: que la legislación laboral favorable a los trabajadores en las sociedades capitalistas y la mejora de las condiciones de vida de la población se han conseguido gracias a la lucha de los partidos comunistas. En primer lugar, si aceptamos que los comunistas han obligado a los gobiernos burgueses de los Estados capitalistas a mejorar la calidad de vida de la sociedad en su conjunto, y dado que es un hecho histórico incontestable que los partidos comunistas que han ejercido el poder, siempre, sin excepción conocida, prohíben a los trabajadores cualquiera de los derechos laborales que exigen cuando están en la oposición, además de empeorar inevitablemente las condiciones de vida de la población, necesariamente debemos concluir que la única labor de los comunistas en beneficio de los trabajadores la realizan desde la oposición, por lo que, por el bien común, deben permanecer para siempre en ella y no alcanzar jamás el poder. Ahora bien, siendo un hecho irrefutable que los comunistas se convierten en una plaga para la sociedad en su conjunto y para la clase obrera en particular cuando detentan el poder, es más que dudoso que la actividad política de los partidos comunistas en la oposición sea tan positiva como se presume, porque lo cierto es que los derechos de todo tipo están garantizados y las condiciones laborales de los trabajadores, así como las condiciones de vida de la población, han sido y son mejores precisamente en aquellos países en los que los partidos comunistas han tenido una influencia política insignificante -Holanda, Bélgica, Suiza, los países nórdicos, Australia, Canadá, Reino Unido, Austria, Alemania Occidental, Japón o EE.UU-. Por otra parte, se daría la paradoja de que un movimiento político revolucionario que tiene como objetivo irrenunciable alcanzar el poder para emancipar al proletariado y al género humano, sólo llega a ser positivo cuando opera desde la oposición, mejorando el capitalismo en lugar de destruirlo. Pero que la revolución sólo sirva para mejorar las condiciones de los trabajadores dentro del capitalismo cuando se esgrime como amenaza, y no sea una posibilidad real para destruirlo, es una tesis que implica la negación misma de la esencia del pensamiento de Marx, y, por supuesto, de todo comunismo digno de tal nombre).

Sigamos con la alienación y la explotación. El grado de control del Estado totalitario comunista sobre los trabajadores y los ciudadanos es absoluto y quien no se somete a él es considerado un saboteador, un enemigo del pueblo, carne de Gulag o de tiro en la nuca. Y no sólo hay explotación y alienación del trabajador en tanto que productor; hay además alienación ideológica y política en grado máximo. En las sociedades comunistas los ciudadanos carecen de los derechos civiles, sociales y políticos más elementales: si escogemos cualquiera de los derechos de la Declaración Universal de Derechos Humanos, podemos estar seguros de que no será respetado en ningún Estado comunista. 

Ya hemos visto que la primera acción de la Checa fue arrestar a los funcionarios en huelga de Petrogrado, porque “quien no quiere trabajar con el pueblo no tiene lugar en él”, y que Lenin consideraba enemigos a “los obreros que muestren pasividad en el trabajo”, y exigía “fusilar en el acto a una de cada diez personas a quienes se encontrase culpables de ociosidad” y meter en cintura a los pequeños propietarios. Marx y Engels profetizaron en La ideología alemana que “en la sociedad comunista cada cual no tiene acotado un círculo exclusivo de actividad, u pide desarrollar sus posibilidades en la rama que mejor le parezca”. Pero la realidad soviética dibujaba unas relaciones laborales de régimen semiesclavista, que sometía a trabajadores y campesinos a las órdenes de los burócratas, dejándolos totalmente a merced del poder del Estado.  Lenin advirtió: “no alimentaremos a quienes no trabajen  en empresas u oficinas soviéticas”. Trotsky escribió: “En un país donde el único patrono es el Estado, la oposición significa la muerte por consunción lenta. El viejo principio el que no trabaja no comerá ha sido reemplazado por uno nuevo: el que no obedezca no comerá”. Extraña manera de abolir la alienación y la explotación aumentándola al máximo.

El "Decreto sobre Raciones" de 1919 precisaba que los verdaderos comunistas eran aquellos obreros que trabajaban más allá de la cuota fijada por la autoridad. A pesar del estímulo irresistible que les debía suponer a los trabajadores ser reconocidos como verdaderos comunistas, los trabajadores se resistían a renunciar al día libre semanal y a las vacaciones, lo que Izvestia interpretaba  como un residuo de las “viejas formas económicas”. Vladimir Mayakovsky, poeta futurista, colaboró en la campaña estatal contra el egoísmo de los trabajadores con un cartel en el que se podía leer: “¿Quieres superar el frío? ¿Quieres superar el hambre? ¿Quieres comer? ¿Quieres beber? Apresúrate a formar parte de las brigadas del trabajo ejemplar”. O sea, que si querían sobrevivir los trabajos debían trabajar sin descanso para el Estado. Lo que hasta entonces se había llamado esclavismo ahora se llamaba “nuevas relaciones económicas”. Ya se sabe: a nuevas relaciones económicas, nuevas relaciones entre significante y significado... Teoría y praxis emancipatoria de la Humanidad para esclavizar a los humanos concretos. Pero según la teoría marxista, si no hay relación empleador-asalariado no hay explotación, así que, contra lo que parecía evidente, no se explotaba al pueblo aunque se le obligara a trabajar sin descanso a cambio de manutención. Imagino a los obreros regresando a casa agotados y hambrientos tras una jornada trabajando de sol a sol a cambio de un chusco de pan agusanado, pero dichosos al saber que El Capital dictamina que no están siendo explotados, y agradecidos a los comunistas por mantenerlos a resguardo de la explotación capitalista.

A los campesinos -el ochenta por ciento de la población rusa- les iría todavía peor. Por una cuestión de orden doctrinal, se decidió que el dinero debía desaparecer como medio de cambio en las relaciones “entre unidades económicas”, entre los productores agrícolas y las ciudades, iniciándose un intercambio directo de materias bautizado como “cristalización del trueque científico”. Para eliminar el dinero se imprimió todo el dinero que permitieron las cantidades de papel y tinta disponibles, provocando una hiperinflación galopante (pero científica). Los campesinos no aceptaron una moneda que perdía poder adquisitivo a cada momento, y pronto se cansaron de trabajar a cambio de papeles de colores (pero científicos), lo que provocó el desabastecimiento en las ciudades. En consecuencia, tampoco las manufacturas industriales llegaban al campo, así que la economía quedó (científicamente) paralizada. En la reunión de le ejecutiva del Congreso de los Soviets del 2 de febrero de 1919, Lenin anunciaba que la tarea de expropiar a los campesinos el producto de su trabajo para dar de comer a los trabajadores industriales había de “resolverse por métodos militares absolutamente despiadados, suprimiendo absolutamente cualesquiera otros intereses”. Pero los campesinos se resistían a que les expropiaran el producto de su trabajo. Paralelamente, el desabastecimiento de las ciudades generó una escalada de protestas, huelgas y revueltas campesinas, que tuvieron como episodios más significativos la rebelión de los marineros de la base naval de Kronstadt, símbolo de la Revolución de Octubre, y el levantamiento campesino de la región de Tambov. Ambas rebeliones fueron sofocadas  por  el Ejército Rojo a sangre y fuego. Científicamente, claro.

Después del paréntesis de la Nueva Política Económica (NEP), que introdujo un necesario, breve y benéfico -aunque modesto- momento de libertad económica, el dogma marxista contra la propiedad privada y la libertad de mercado se impuso de nuevo, iniciándose bajo Stalin un proceso de colectivización forzosa para financiar una rápida industrialización: una auténtica guerra declarada por el Estado al campesinado que provocó la mayor hambruna de la historia (hasta ese momento, el triste privilegio correspondía a la  provocada por el comunismo de guerra impuesto por Lenin: unos cinco milloncejos de muertos), sólo superada décadas después por la hambruna provocada por Mao y su Gran Salto Adelante. Estos proyectos comunistas de ingeniería social son, al gradual proceso de industrialización en Inglaterra, lo que el Holocausto planeado por los nazis a un progromo medieval. A pesar de ello, la imagen popular del sufrimiento causado por la industrialización sigue siendo la de la Inglaterra victoriana. Lenin, Stalin y Mao mataron de hambre a más de 40 millones de personas. Como el capitalismo industrial sobrepasaba en producción de bienes de consumo a la economía comunista, así sobrepasaba el comunismo al capitalismo en la producción de muertos por inanición.

Martin Amis arranca su Koba el Temible, un libro irónico y combativo, citando la segunda frase del libro de Robert Conquest La cosecha del dolor: la colectivización soviética y la hambruna del terror: “Quizá podríamos poner en su justa perspectiva el presente caso diciendo que se perdieron veinte vidas, no por cada palabra, sino por cada letra que hay en este libro”. Esta frase representa 2.700 vidas. El libro tiene 411 páginas -dice Amis-, y continúa la cita:

“Comían boñigas de caballo, entre otras cosas porque solían contener granos de trigo enteros (1540 vidas)… Y las caras de los niños estaban avejentadas, atormentadas, como si tuvieran setenta años. Y al llegar la primavera ya no tenían cara. Más bien tenían cabeza como de pájaro, con pico, o cabeza de rana –boca grande de labios delgados- y algunos parecían peces, con la  boca abierta (4.400 vidas)…El 11 de junio de 1933, el periódico ucraniano Visti felicitó a un despierto agente de la policía política por desenmascarar y detener a un saboteador fascista que había escondido pan en un agujero tapado con un puñado de tréboles. La palabra fascista. Ciento sesenta vidas (…) preposiciones inocentes como en y para representan el asesinato de seis o siete familias numerosas”.

La mentira y las buenas intenciones

Cuenta Amis que cuando el editor preguntó a Conquest cómo debería titularse la segunda edición de El Gran Terror -revisado tras la apertura de los archivos de la antigua URSS- éste contesto: “¿Qué te parece Ya os lo dije, tontos del culo?”. Amis cuenta también una conversación entre su padre y el filósofo positivista  A. J. Ayer.

-Por lo menos –dice Ayer- en la URSS están forjando algo positivo.
-¿Qué importa lo que estén forjando? Han matado ya a cinco millones.
-No haces más que hablar de los cinco millones.
-Si te aburren esos cinco millones, estoy seguro de que te puedo encontrar otros cinco.
Hoy se puede –dice Amis-. Pueden encontrarse otros cinco millones, y otros cinco, y cinco más.

La irritación de Ayer cuando le mencionaron los millones de víctimas es típica de los tontos del culo que ignoran y de los canallas que fingen ignorar que la miseria, el terror y la carencia absoluta de los derechos civiles, sociales y políticos más elementales fueron desde su origen rasgos intrínsecos del comunismo, primero en la URSS y después en todos y cada uno de los regímenes comunistas. La URSS se convirtió pronto en el modelo de gran parte de una intelectualidad convencida de poseer el patrimonio de la inteligencia y la conciencia real del mundo, como les había enseñado Marx, pero aquejada de un grave defecto intelectual: aferrarse a su fe, ignorando tozudamente la realidad. El bello ideal legitimaba y alentaba la mentira por mor de la construcción del socialismo, así que se engolfaron en ella sin la menor duda moral, negando o justificando los crímenes a pesar de su enormidad. Nada hay más perverso que ejecutar, colaborar o comprender los crímenes más abyectos con la conciencia tranquila por hacerlo para la consecución de un mundo mejor. El contraste entre las peores obras y las mejores intenciones es sideral, pero los ciegos que no lo perciben se han autoelevado al olimpo de los más buenos y sabios.

La reacción ante las críticas de los pesados aguafiestas que recordaban los millones de huevos cascados y la inexistencia de las tortillas, solía (suele) mostrarse en sucesivas fases: primero, se niega la realidad de la miseria y el terror; después, se minimiza su alcance e intensidad; más tarde se reconoce que bueno sí, que quizá algo o incluso mucho de todo lo que se denuncia fue verdad, pero que fue inevitable; y al final, hartos ya de tener que defenderse, ellos, los intelectuales moralmente superiores, acaban culpando de los crímenes a las víctimas. No se conformaron con encubrir los crímenes, sino que combatieron por todos los medios, que eran muchos, a quienes intentaron descubrirlos. A la mentira como arma revolucionaria se unió la calumnia a las víctimas.

Sobre esta actitud cuenta Jean-François Revel en La gran mascarada una anécdota triste y muy significativa. Alexander Solzhenitsin había publicado en 1973 Archipiélago Gulag. Los intelectuales izquierdistas de los setenta tenían que conocer el singular caso de aquellos turistas de la revolución soviética, aquellos observadores occidentales -auténticos linces- que al comienzo de la década de los 30 admiraban las fértiles colectividades agrarias ucranianas mientras se les escapaban cinco millones de individuos famélicos que acabaron muriendo de hambre. O el caso de aquellos que, entre 1958 y 1961, igualmente perspicaces, admiraron los logros del Gran Salto Adelante chino sin percibir sus víctimas, estimadas entre !20 y 40 millones! Pero una cosa era negar la abultada realidad con fervor, como aquellos intelectuales hicieron, y otra concluir de sus excesos -ligeros fallos del sistema- que el comunismo era una auténtica catástrofe homicida. No seremos ni fanáticos ni apóstatas del marxismo-leninismo, debieron pensar los izquierdistas de los setenta, así que se mancharon desacreditando a Solzhenitsin por lo que denunciaba sin mancharse defendiendo al denunciado: fascista, lacayo del capitalismo, agente de la CIA… Todo eso y mucho más le llamaron. Daba igual que el informe “secreto” leído por Nikita Kruschev en el XX Congreso del PCUS respaldara lo escrito por Solzhenitsin -al menos en lo que respecta al estalinismo, que era lo que ocupaba la mayor parte de Archipiélago Gulag-. Su autor pasó a ser para la izquierda lo que Sartre decía que era todo anticomunista: un perro. En 1976 visitó España, y en una entrevista en televisión se atrevió a decir -ya muerto Franco y con la reforma política en marcha- que en ese momento había más libertad en España que en la URSS, lo cual era totalmente cierto. Juan Benet, un escritor que no era comunista, respondió: “Creo firmemente que mientras exista gente como Alexander Solzhenitsin deberán existir los campos de concentración. Incluso deberían estar mejor vigilados para que personas como Alexander Solzhenitsin no pudieran salir”. Así las gastaba la intelectualidad progresista con las víctimas  que se atrevían a denunciar los crímenes del comunismo.

El mismo Revel escribió en El conocimiento inútil: "(…) la mentira totalitaria es una de las más completas que la sociedad ha conocido (…) Todos los autores que han narrado esa inmersión en la mentira, los Orwell, Solzhenistsin, Zinóviev, han insistido en la idea de que la mentira no es un simple coadyuvante, sino una componente orgánica del totalitarismo, una protección sin la cual no podría sobrevivir". El terror es consustancial al comunismo, así que la mentira que lo oculta o lo justifica también lo es. La  facilidad del intelectual para engañarse estaba probablemente motivada por una mezcla de oportunismo profesional y la creencia sincera en que la profecía marxista se cumpliría. La esperanza perduró durante más de siete décadas, por más que el contraste entre el mal realmente causado -los huevos cascados- y los logros conseguidos -la tortilla- era abismal. Tamaña ceguera es propia de quien posee una fe a prueba de toda evidencia, de toda racionalidad. Esa misma fe parece repuntar hoy. Slavo Zizek, que se ha convertido en una celebridad que llena aforos en sus giras mundiales por las más prestigiosas instituciones académicas, afirma que “el peor terror estalinista es mejor que la más liberal de las democracias capitalistas”. Zizek puede decir semejante barbaridad -que lo retrata como pensador y como hombre- incluso en la peor de las democracias capitalistas, y ganar, además, mucho dinero haciéndolo. En el más bondadoso de los regímenes comunistas, un intelectual se jugaría los cuartos y el pellejo si expresara públicamente su oposición al comunismo. 

La mentira la han difundido los comunistas y los “tontos útiles”, que es, con expresión desdeñosa y precisa, como  califican los comunistas a los simpatizantes no comunistas que colaboran con ellos. Menos malévolamente -pero con mucha menos precisión- los llamaban también “compañeros de viaje”. La principal razón por la que, todavía hoy, los tontos útiles disculpan los peores crímenes del comunismo es que las intenciones de los revolucionarios fueron buenas. Luchaban contra la pobreza, contra la injusticia, contra la desigualdad. ¿Cómo no simpatizar con ellos? ¿El resultado? Bueno, de un alma bienintencionada sólo hay que juzgar las intenciones. El problema, que los compañeros de viaje no ven o no quieren ver, es que hay personas en el mundo que pueden tener otra concepción del bien común y de cómo llegar a él; personas que están convencidas, tanto o más que los comunistas, de que su diagnóstico acerca del origen de los males del mundo es el único correcto y sólo su tratamiento el apropiado, por lo que se creen asimismo legitimados para imponerlo a los demás, ya que sus intenciones también son buenas. En estos casos, los filocomunistas nunca valoran las intenciones y sí juzgan los resultados. Y hacen bien, pero son injustos cuando no practican tan saludable estrategia valorativa con el comunismo. De esa chapuza intelectual caen irremediablemente en la chapuza moral. Así, nos encontramos con que un muerto se les hace intolerablemente visible mientras una montaña de ellos les pasa desapercibida. Depende de quienes hayan matado a los muertos.

A pesar de reconocer los horrores del comunismo, muchas personas sienten simpatía por sus principios de igualdad, fraternidad, justicia social, etc. Juzgan sólo las intenciones, valoran el ideal, al que aíslan de los medios que se aplican para lograrlo, y sin tener en consideración que siempre causa lo opuesto de lo que pretende. El ideal permanece incólume, limpio para estrenar de nuevo, a ver si en la próxima ocasión consigue lo que promete. Pero todo intento está condenado al fracaso, porque para alcanzar tan elevado fin necesariamente hay que valerse de medios criminales. Los proyectos utópicos son letales para la convivencia, porque su aplicación hace necesaria la desaparición de la arena política y del espacio público de quienes tienen opiniones y proyectos diferentes. Se aprecia el fervor religioso que despiertan las soluciones utópicas y se es indulgente con ellas por la ilusión que producen, cuando es esto justamente lo que debería ponernos en alerta contra ellas. El entusiasmo y la abnegación de los revolucionarios están dirigidos a un fin que sólo se puede imponer y mantener reprimiendo a sus supuestos beneficiarios, lo cual lo invalida por completo como proyecto común de convivencia. No se debería valorar positivamente la entrega y la tenacidad de quienes siempre han reconocido que su proyecto sólo puede imponerse violentamente, porque sin duda se entregarán tenazmente a la violencia. ¿No debería causar rechazo absoluto, sin “peros” que contextualicen los “excesos”, el mero propósito de parir con dolor una sociedad perfecta?

La “conciencia roja”, cegada por el brillo de la promesa mesiánica, permanece ciega al Himalaya de miseria y opresión que siempre padecen los pueblos sometidos por el comunismo. Lo más revelador de su rotundo fracaso es el impulso que mueve al pueblo, al supuesto beneficiario de la dictadura del proletariado, a huir a toda costa de la nueva sociedad socialista hacia cualquier país más o menos capitalista, más o menos liberal. También es reveladora la escasa o nula disposición a emigrar hacia semejante paraíso terrenal. ¿Cómo se explica que el pueblo que disfruta el paraíso comunista quiera salir de él y ninguno de quienes lo quieren disfrutar desee entrar en él? Todos los regímenes comunistas, todos, sin excepción alguna, se han visto obligados a impedir por la fuerza que la gente huya. Es una exclusiva y una constante del comunismo: provocar la huida e impedirla. 

Siempre, en todas partes, inexorablemente, con regularidad pasmosa, el comunismo ha traído consigo el más absoluto desprecio por unos derechos humanos que, por más que moteje de “burgueses”, son lo más apreciado por el ser humano. Represión, purgas, asesinato y encarcelamiento de opositores y disidentes, campos de trabajo y reeducación, depuraciones, castigo de cualquier expresión de descontento, inexistencia de derechos laborales, partido único, hambrunas provocadas por la contumaz fidelidad a una doctrina aplicada por unos burócratas privilegiados, el poder absoluto de unos pocos fanáticos alucinados o de unos cuantos cínicos sin escrúpulos... Todo esto ha acompañado siempre a todos los regímenes comunistas. Siempre, en todas partes, sin excepción, y en una magnitud jamás vista (sólo admite comparación con el nazismo). ¿Puede ser el azar lo que compongan tal nexo causal? ¿No ocurrirá más bien que es esencial al comunismo la asombrosa capacidad de provocar siempre justamente lo contrario de lo que pretende? ¿Cómo se explica que el sistema que tantos han creído el mejor concebido para emancipar al ser humano esté dotado de la extraña propiedad de esclavizarlo? Ciegos, tenaz y voluntariamente ignorantes los que siguen apostando por este disparate.

José Javier Villalba Alameda.





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