lunes, 17 de abril de 2017

LA CONCEPCIÓN ESTRUCTURISTA DEL SER HUMANO Y EL PROBLEMA DE LA RESURRECCIÓN Y LA INMORTALIDAD DEL ALMA.



La ciencia y la filosofía contemporáneas obligaron a revisar la concepción antropológica tradicional que sostiene que el ser humano está compuesto de dos sustancias: el cuerpo y el alma. Esta revisión afectó tanto al dualismo radical platónico -versionado después por Descartes, quien estableció la distinción entre Res cogitans y Res extensa- como al al hilemorfismo ariostotélico-tomista que apeló a dos principios ontológicos complementarios: el cuerpo como materia y el alma como forma informante de esa materia. 

A los pensadores cristianos que no aceptaron ni el dualismo radical platónico-cartesiano ni el hilemorfismo aristotélico se les planteó entonces el problema de intentar armonizar ideas y creencias. Uno de ellos fue el filósofo Xavier Zubiri, que se enfrentó con la dificultad de conciliar su fe con su concepción del ser humano como unidad estructural de cuerpo y psique; entendida esta unidad no como el resultado de la adición de dos sustancias, el cuerpo y el alma, sino como estricta unidad psico-orgánica. Esta concepción antropológica conduce necesariamente a la idea de "muerte total", es decir, a la idea de que al morir, todo en el hombre muere, lo que implica la negación de un alma inmortal.

En la década de los sesenta, aunque ya había planteado su concepción estructurista de la realidad, Zubiri aun concedía al alma cierta independencia, quizá porque no se había liberado del todo de la concepción cristiana tradicional que atribuye al alma naturaleza inmortal. Fue a partir de El hombre y su cuerpo (1973), cuando se atrevió a llevar a sus últimas consecuencias su idea de la unidad radical entre lo psíquico y lo orgánico. 

El ser humano, según la última elaboración de la antropología filosófica zubiriana (en los diez años que van de 1973 hasta su muerte en 1983, Zubiri revisó casi todo su pensamiento en este campo)es una estructura/sistema compuesto de notas psíquicas y orgánicas, y es la estructura entera la que vive y muere, no una parte de ella. Frente a la idea aristotélica de sustancia Zubiri propone “sustantividad”, que es el conjunto unitario, clausurado y cíclico de las notas que caracterizan, constituyen y nos notifican lo que son las cosas reales (las notas de una cosa son sus propiedades, momentos, elementos o componentes). La realidad es del sistema, no de sus partes. La unidad estructural de las notas en el sistema convierte la “nota” en “nota-de”, pues la nota lo es sólo estando articulada con las demás. Esta articulación es lo que expresa el “de”: el hecho físico, real, de que la nota de una cosa es en ella nota de todas las demás, la primacía del todo unitario sobre los elementos que lo integran. La importancia del “de” reside en que es en él y no en la nota, en lo que consiste el sistema. Y el “de” no expresa una relación entre cosas reales, sino que es un momento intrínseco de la realidad. “La realidad última y primaria de una cosa es ser un sistema de notas”.

Pues bien, el hombre, como todas las cosas reales, es un complejo sistema de notas: “Unas son de carácter físico-químico. Pero hay otras que son irreductibles a las anteriores no por razón de su complejidad, sino por su propia naturaleza. Constituyen lo que solemos llamar psiquismo” (Sobre el hombre, p. 47). El hombre no es un compuesto de sustancias, sino la unidad de una sustantividad, esto es:

“… unidad coherencial primaria de un sistema de notas, unas de carácter físico-químico, otras de carácter psíquico. No es, pues, una unidad sustancial sino una unidad estructural (…) El momento físico-químico de esta sustantividad no es, como suele decirse, ‘materia’, ni siquiera ‘cuerpo’ (cosas ambas asaz vagas), sino que es precisa y formalmente “organismo”, esto es, una especie de subsistema parcial del sistema total. Y el aspecto psíquico de una sustantividad tampoco es, como suele decirse, ‘espíritu’ (término también muy vago). Podría llamarse alma si el vocablo no estuviera sobrecargado en el sentido especial, muy discutible, archidiscutible, de una entidad ‘dentro’ del cuerpo. Prefiero por esto llamar a este aspecto simplemente ‘psique’ (…) también sólo un subsistema parcial. Pues bien el hombre no tiene psique y organismo, sino que es psíquico y orgánico. Pero no se trata de una unidad aditiva de dos sustancias, sino de una unidad sistemática de notas. Porque organismo y psique no son sino dos subsistemas parciales de un sistema total, de una única unidad sistemática, de una única sustantividad. El hombre no es psique ‘y’ organismo sino que su psique es formal y constitutivamente ‘psique-de’ este organismo, y este su organismo es formal y constitutivamente ‘organismo-de’ esta psique. La psique es desde sí misma orgánica y el organismo es desde sí mismo psíquico” (Sobre el hombre, pp. 48-49).

Zubiri, en consonancia con la ciencia de su tiempo, rompe con el hábito de pensar en un principio unitario o sustancial que determina la diversidad unitaria, constitucional y funcional de las cosas y, consecuentemente, del ser humano como una esencia-sustancia espiritual subyacente al cuerpo, o, por el contrario, como una sustancia material reducible a términos físico-químicos. En la unidad estructural a la que llamamos “cuerpo humano” no hay sino una sola sustantividad aunque haya muchas sustancias, y en esa sustantividad unitaria está la unidad estructural del hombre. No hay suficiencia ontológica o funcional ni del cuerpo ni de la psique.




El corolario de esta concepción del ser humano como estricta unidad psico-órgánica es la afirmación de que todas las acciones del hombre son a la vez orgánicas y psíquicas. Unas serán preponderantemente orgánicas, como hacer la digestión, y otras preponderantemente psíquicas, como reflexionar; pero prevalezca lo orgánico o lo psíquico, cualquier actividad humana, sea la que sea, es actividad de la sustantividad. Toda actividad humana, dice Zubiri, es unitariamente psico-orgánica en todos, absolutamente todos sus actos. Y no es así porque la actividad humana sea a la vez psíquica y orgánica, es que no hay dos tipos de actividades paralelos que puedan confluir: hay una sola y misma actividad, la del sistema entero en todas y cada una de sus notas. Al ser la realidad humana un sistema de notas constitutivas, ninguna de ellas actúa sola por su cuenta sino que actúan como siendo “notas-de”, es decir, como un momento de la “actividad-de” todas las demás.

“Así como todas las notas, por ser ‘notas-de’ constituyen un solo sistema sustantivo, así también lo que llamo actividad de cada nota es ‘actividad-de’. Todas sus actividades constituyen una sola actividad: la actividad de la sustantividad (…) hasta en el acto que es en apariencia más meramente físico-químico, en realidad está siempre en actividad el sistema entero en todas sus notas físico-químicas y psíquicas” (Sobre el hombre, p. 482).

Además, insiste Zubiri, no se trata de que exista un único sujeto de las actividades orgánicas y psíquicas, sino de que la actividad es formalmente única: es una actividad sistemática, y como tal, es una actividad del sistema considerada como actividad de todas sus notas. Las notas orgánicas no influyen “sobre” las notas psíquicas, ni al contrario, sino que influyen unas “en” otras. Y es que no hay “unas” y “otras”, sino unas con otras: “hay siempre y sólo la actuación de un estado integral psico-orgánico sobre otro estado integral psico-orgánico, es decir, una actuación de un estado ‘humano’ sobre otro estado ‘humano’” (Sobre el hombre, p. 483). La función intelectiva no se superpone entonces a la función sensitiva: no hay intelección y sentir, sino intelección sentiente; no hay actividad del cuerpo y actividad de la psique, hay una sola actividad que desde sí misma se despliega en distintos niveles funcionales.

Esta unicidad se extiende a todos los aspectos constitutivos de la sustantividad humana: a las notas psíquicas (inteligencia, voluntad, sentimientos, etc.) y a las físico-químicas (metabolismo, sinapsis neuronal, etc.). Al contrario de lo que ha venido sosteniendo la filosofía, dice Zubiri, no hay facultades espirituales y facultades corporales que brotan respectivamente de una sustancia espiritual y de una sustancia corporal, y que, a lo sumo, pueden influir unas en otras por el hecho de pertenecer al mismo sujeto, sino que lo que hay es una sustantividad cuya actividad es la actividad de la unidad del sistema; sistema cuyo momento se basa en el “de”, que es el fundamento estructural de la unidad de acción:

“Por ser nota-de, ninguna nota actúa suelta y por su cuenta, por así decirlo, sino que a pesar de actuar según sus internas propiedades actúa siempre sistemáticamente (…) Por tanto, su actividad es siempre y sólo ‘actividad-de’ todas las demás, es decir, un momento de la actividad del sistema. Todas las actividades constituyen una sola actividad: la actividad de la sustantividad. Su unidad no procede de la unidad de un sujeto subyacente, sino de la unidad intrínseca y formal del sistema. He aquí cómo y por qué el sistema estructural de la sustantividad humana es el fundamento de la unicidad de acción” (Sobre el hombre, p. 73).

Resumiendo: en esta etapa final de su pensamiento, Zubiri había superado la idea de sustancia y el dualismo cuerpo-alma, pero lo había hecho sin caer en un monismo fisicalista en el que lo psíquico se reduce a lo orgánico. Tanto el dualismo como el monismo se basan en la idea de sustancia. Para Zubiri, sin embargo, organismo y psique son subsistemas de la sustantividad humana, pero esencialmente distintos: son momentos estructurales de esa unidad sustantiva que es el hombre. Esta concepción del ser humano como una estricta y radical unidad estructural psico-orgánica tiene, para un cristiano como Zubiri, un problema: resulta imposible conciliar esta concepción con la afirmación de la existencia de un alma sustancial y la inmortalidad de ésta. ¿Cómo llegó Zubiri a conciliar su fe cristiana con esta concepción unitaria del hombre?

A finales de 1968, Zubiri imparte el curso “Estructura dinámica de la realidad”. Asiste a él un joven estudiante, José Manuel San Baldomero, quien al final de una de las lecciones le señala a Zubiri que la unidad sustantiva de lo somático y de lo psíquico anula cualquier posibilidad de plantear racionalmente la inmortalidad. En ese momento Zubiri duda y no responde de manera clara, pero cabe sospechar que las observaciones de San Baldomero fueron un acicate para llevar a sus últimas consecuencias su concepción unitaria de la realidad humana. Poco después, en 1973, Zubiri publica El hombre y su cuerpo, que, como ya hemos dicho, abre una nueva etapa en su pensamiento antropológico. Hasta entonces, por temor a que resultara una formulación heterodoxa, Zubiri había mantenido la categoría de sustancialidad y la noción de alma como sustancia espiritual que forma parte de la sustantividad humana. El alma del hombre no tendría sustantividad, pero sí sustancialidad, afirmaba hasta entonces Zubiri en un problemático intento de conciliación que no podía durar mucho.

Pocos meses antes de la publicación de El hombre y su cuerpo, Zubiri escucha una serie de conferencias impartidas por el dominico Marie-Émile Boismard, titulada “Nuestra victoria sobre la muerte: resurrección o inmortalidad” (publicada en español en 1996: BOISMARD Marie-Émile. ¿Es necesario aún hablar de resurrección?, Desclée de Brouwer, Bilbao, 1996). Según Boismard, en la Biblia aparecen dos corrientes de pensamiento acerca de lo que ocurre con el ser humano tras la muerte. La primera, condicionada por la mentalidad semítica, que no distingue el alma del cuerpo, habla en términos de “resurrección”: al morir, es el hombre entero el que desaparece, a la espera del día en que se levantará de entre los muertos. La segunda, con varias modulaciones, está influida por el pensamiento platónico, que admite en el hombre la existencia de un alma inmortal. La tradición dualista griega influyó en la reconfiguración del pensamiento hebreo, que inicialmente no tenía una conciencia de la existencia de un alma como un principio separado.

La primera corriente la encuentra Boismard en el Libro de Daniel, en el Segundo Libro de los Macabeos, en la Primera carta de San Pablo a los Tesalonicenses y en la Primera a los Corintios. Supone una antropología que considera al hombre en su unidad psicosomática. El hombre entero, al morir, desciende al seol (morada de los muertos, situada bajo la tierra, relacionada con el Hades de los antiguos griegos) a la espera del día que Dios resucite a los justos y les conceda de nuevo todos los elementos físicos necesarios para su vida psíquica. En la antropología primitiva hebrea, aun no influida por la antropología griega, el hombre es esencialmente una realidad formada por Dios a partir del polvo del suelo insuflándole su aliento vital (Adán se deriva de la palabra hebrea adamah, que significa suelo, tierra). Este aliento vital es principio de vida biológica, no se concibe como principio de la inteligencia, voluntad y sentimiento, esto es, como el alma para los griegos. La personalidad del hombre no reside en el aliento vital, sino en su unidad físico-psíquica. Es decir, la inteligencia, voluntad y sentimiento humanos son emanación de su ser físico. Cuando el hombre muere, todo el hombre muere y deja de ser un ser vivo, no siendo más que la sombra de lo que fue. Los conceptos fundamentales de esta concepción hebrea aun no influida por la antropología griega son nefesh (el ser viviente que surge del aliento divino), ruaj (el espíritu divino), y basar (encarnación del nefesh a un nivel espiritual de alianza con Dios). La persona en su integridad (nefesh-basar) es la que resucita. Esta es la concepción que Zubiri terminó asumiendo.




La segunda solución, la influenciada por el dualismo platónico, en su primera variante, se encuentra en el Libro de la Sabiduría. El hombre se compone de cuerpo y alma. Al morir, el cuerpo se corrompe en la tierra mientras que el alma continúa viviendo junto a Dios. Por lo tanto en virtud de un don divino el hombre posee un alma inmortal que es el principio de su personalidad y de toda su vida psíquica. Sin embargo, explica Boismard, el autor del Libro de la Sabiduría, en un intento de conciliar el platonismo con la antropología hebrea tradicional, sostiene que el alma, antes de llegar a sus destino final junto a Dios, debe descender al seol hasta que Dios acerque hacia sí las almas de los justos y deje en el seol las almas de los injustos.

Otra variante dualista se encuentra en la Segunda carta de Pablo a los Corintios, en la que hay otro intento de conciliar el platonismo y el realismo semítico: el hombre está compuesto de cuerpo y alma, la cual, al morir el cuerpo, lo abandona para ir al encuentro de Cristo; pero cuando llega el alma al cielo se encuentra con un cuerpo nuevo, que no está hecho de barro. En cualquiera de estas modulaciones del dualismo platónico, nunca se trata de la resurrección del cadáver sepultado en la tumba sino de la permanencia en alguna forma del alma inmortal del hombre.

La constitución del hombre por un cuerpo mortal y un alma inmortal se acabó convirtiendo en un eje fundamental del dogma cristiano, aunque en el Concilio Vaticano II se había intentado superar el dualismo alma-cuerpo platónico introduciendo la noción de “persona”, pero manteniendo la separación sustancial entre alma y cuerpo, quedando la primera como principio ontológico sobreviviente al que “adherir” el cuerpo en el momento definitivo de la resurrección final de los muertos, como se lee en el Catecismo de la Iglesia Católica, en el cual encontramos una antropología y una concepción de la inmortalidad del alma hilemorfista aristotélica, no platónica:

“La persona humana, creada a imagen de Dios, es a la vez un ser a la vez corporal y espiritual (…) La unidad del cuerpo y el alma es tan profunda que se debe considerar el alma como la ‘forma’ del cuerpo, es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza” No obstante esa única naturaleza, en la muerte, se comporta como dos sustancias distintas: el alma “no es ‘producida’ por los padres (…) es inmortal: no perece cuando se separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección final”. (Catecismo de la Iglesia Católica, Capítulo 1, párrafo 6).

Convencido ya de que su tesis acerca de la estricta unidad psico-órgánica del hombre no eran heterodoxas, Zubiri rechazó la separación ontológica de cuerpo y alma, y terminó convencido de que podía mantener su concepción unitaria del hombre, entendiendo que en la Biblia se encontraba una concepción unitaria del hombre similar a la suya. Gracias a Boismard, Zubiri entendió que la separación cuerpo/alma no eran dogma de fe, sino más bien la representación de cómo la fe se articula en una determinada terminología filosófica de raíz platónico-aristotélica. Zubiri afirma en El hombre y su cuerpo:

“Pienso por esto que no se puede hablar de una psique sin organismo. Digamos, de paso, que cuando el cristianismo, por ejemplo, habla de supervivencia e inmortalidad, quien sobrevive y es inmortal no es el alma, sino el hombre, esto es, la sustantividad humana entera. Lo demás no es de fe”.

Y en 1974, en el curso “Tres dimensiones del ser humano: individual, social e histórica”:

 “El hombre es una realidad psico-orgánica (…) Tan formalmente psico-órgánica, que no cabe duda que se escinda en dos: de un lado la psique y de otro el organismo. Algunos se preguntarán qué es lo que pasa con las almas después de muertos. No sé lo que pasa. Pero no es de fe que sobreviva. Lo que es de fe es que quien sobrevive es el hombre y no solamente el alma”.

Al final de su vida Zubiri sostuvo la estricta unidad psico-orgánica del ser humano, la cual implica la negación de la existencia de un alma sustancial que sobrevive al cuerpo. La psique (el alma) es por naturaleza mortal y con la muerte “acaba todo en el hombre o acaba el hombre del todo”. Lo específicamente humano no es poseer un alma inmortal sino ser persona. La muerte es la muerte del ser humano en todas sus dimensiones. El ser humano es mortal en su integridad. Zubiri, como creyente cristiano, sostuvo que el hombre resucitará si recibe esta gracia de Dios: no hay alma inmortal, sino resurrección de los muertos, resurrección de la persona en su unidad psico-orgánica. La sustantividad humana entera sobrevive o muere, si algo ha de sobrevivir será la persona, no el alma. Y esto, pensaba Zubiri, tendría que ser por la gracia divina de la resurrección. En definitiva, resurrección de la persona y no inmortalidad del alma.

José Javier Villalba Alameda

2 comentarios:

  1. Excelente síntesis de la antropología Zubiriana. Sutil y original punto de vista que aspira a superar tanto el dualismo esquizoide de raíz pitagórica, tan acentuado por el cartesianismo, como el reduccionismo mecanicista o materialista. Un organismo que piensa, un pensamiento que organiza. Eso somos. O un patrón de información al que se ha prometido un cuerpo mejor y más perfecto...

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  2. Muy interesante, claro y sintético tu artículo, José Javier. Sin embargo me parece que es posible superar con la filosofía zubiriana la consecuencia inevitable del monismo corporalista y dinamicista de Laín: la aceptación de la muerte total del hombre. Laín se adhiere a una opinión teológica que plantea varias paradojas antropológicas, metafísicas y teológicas. Pero la exégesis que hace Laín de la obra zubiriana es discutible pues no se ajusta al entero corpus zubiriano, ya que el filósofo vasco nunca ha tenido problemas para compatibilizar la unidad de la persona con el recurso al acto creador de Dios, sorteando a un mismo tiempo el dualismo y el monismo. Por tanto, es posible descubrir en la antropología metafísica zubiriana una superación de este escollo. La propuesta zubiriana, sin embargo, es una vía que no está explicitada en sus textos debido a la inconclusión de su obra, pero que permite entrever, tomando como referencia sus pasajes principales, una visión personalista y dialógica de la inmortalidad personal. La antropología metafísica de carácter personalista implícita en El hombre y Dios, el último escrito de Zubiri, muestra que es posible proseguir su filosofía, no por la línea del monismo emergentista, sino por la del personalismo metafísico.
    La consideración trascendental de la persona permite eludir el monismo, pues los análisis antropológicos que se mueven en una órbita meramente esencialista (investigación sobre el cuerpo y el alma como principios objetivos) no siempre logran considerar al hombre como un tipo de realidad diversa del resto de animales evolucionados. Al contrario, la realidad ontológica de la persona no se reduce a esta dualidad esencial psique-cuerpo, aunque se manifieste ineludiblemente en ella. El enfoque trascendental lo encontramos en el corpus zubiriano: la consideración de la persona en la línea de lo trascendental, es decir, de la realidad en tanto que realidad, como único camino para comprender la peculiaridad de la persona humana. En definitiva, el tema de la inmortalidad debe ser planteado en el orden transcendental. En el caso de la filosofía zubiriana es posible explicar cómo una realidad que tiene en propiedad su propia realidad no puede desaparecer.
    Con ello se abre un itinerario para la consideración de la inmortalidad a partir de la experiencia constitutiva de la religación, es decir, como corolario necesario de la relación personal entre el ser humano y Dios. En las páginas de El hombre y Dios está implícita la visión personalista y dialógica de la inmortalidad personal. Un punto de vista sobre Dios concebido no como fuerza ciega sino como donación personal que sea el fundamento que da de sí para el hombre una vida interminable. Pues si Dios es trascedente “en” el mundo, con mayor motivo es una persona trascendente “en” la persona humana. Y en ese caso se considera a la persona como ser donal, efusivo, capaz de dar de sí gracias a su coexistencia dialógica con Dios. Tal enfoque, aunque no es expresado explícitamente por Zubiri, concuerda con el resto de su pensamiento. Consiste en advertir que la persona, como realidad trascendental, es decir como realidad que tiene en propiedad su propia realidad gracias a la donación absoluta de Dios, no puede desaparecer. Si la persona tiene su realidad en propiedad es debido a que es una realidad abierta de suyo, pues un ser es tanto más él mismo cuanto más abierto se encuentra, y a su vez esa apertura le convierte en un ser relacional que se enriquece en la medida en que posee más relaciones.

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