domingo, 7 de junio de 2015

La libertad de ofender



Se critica a nuestra cultura diciendo que ha perdido todos los “valores”, sin pensar que esta libertad para la crítica es en sí misma un gran valor. Además, es falso en general que una cultura pueda sostenerse careciendo de valores. Otra cosa es cómo se jerarquizan éstos, si es bueno que la gente prefiera tener un coche carísimo a un amigo leal y tiempo que dedicarle; o si es mejor pasar el tiempo viendo como se insultan los famosos en la tele, antes que invertirlo en  jugar con los hijos o en leer un buen libro.

Pasa lo mismo con los derechos humanos, todo el mundo está de acuerdo con ellos hasta que unos entran en conflicto con otros, o mejor, hasta que el ejercicio que hace el otro de su “derecho” nos fastidia.

¿Cuál es el límite de la libertad de expresión? Las leyes europeas lo marcan. Perseguimos, multamos y condenamos a quienes ofenden a homosexuales o minorías étnicas, a quien niega el holocausto o a quien desprecia expresamente a las mujeres… Y no sólo porque la homofobia, la xenofobia o el machismo sean contrarios a las buenas costumbres democráticas, sino porque es falso que un homosexual, un negro o una mujer sean menos dignos por su diferencia de inclinación sexual, su color de piel o la naturaleza de sus gónadas. Y sin embargo, no multamos a quien niega la evolución de las especies o la teoría del big bang. Y tampoco a quien publica chistes sobre la pederastia de los curas (así, en general) o blasfema públicamente. Ofender a la Iglesia o a la tradición cristiana ni siquiera es ya políticamente incorrecto.

Con el nacimiento del teatro y de la sátira (un juego humorístico de la inteligencia, una especie de ironía militante y burlona) nuestra cultura se añadió un carácter que, junto a la ciencia y la democracia, es propiedad esencial de la civilización: la capacidad para mirar con distancia las propias costumbres, relativizarlas, exagerarlas, reducirlas al absurdo, burlarse de ellas y, por tanto, hacerlas progresar. No debiéramos admitir que una cultura que prohíbe o censura el teatro, la sátira, la ciencia y la democracia (con sus valores de igualdad y libertad), pueda ser llamada con justicia “civilización”, igual que no admitimos como civilizada la mutilación sexual femenina, por muy extendido hábito cultural que sea.

John Stuart Mill, uno de los gigantes del pensamiento moderno y civilizado, hablando de la libertad distinguía entre ofensas y daños o perjuicios. Las ofensas son actos que provocan emociones negativas, como disgusto o rabia. Es imposible no ofender a una persona dogmática si uno se expresa ante ella libremente, aún sin el menor propósito de molestarla. Una sensibilidad intolerante se sentirá fácilmente ofendida por la libertad de nuestras expresiones. Pronto, lo que digamos será percibido como un ataque a sus principios, sus creencias, su fe… Sobre todo si su fe es totalitaria e impone la destrucción o asimilación del otro.

Jesús nos dio un ejemplo admirable de tolerancia: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. La práctica de la tolerancia es un ejercicio de caridad o de solidaridad, y tiene por objeto una costumbre, un acto, o una palabra, que ofende nuestras creencias o principios. Es imposible tolerar si no se sabe perdonar. Y el perdón implica poner la dignidad del otro por encima de lo que dice o hace,  o sea, considerar la dignidad personal como inalienable. Es muy probable que este personalismo haya sido, sobre todo, un logro civilizador del cristianismo. En cualquier caso y muy al contrario, forma parte de ese otro evangelio del fanático, del iluso o del alucinado, el poner las ideas o creencias por encima de la dignidad de las personas. Sacrificar a quien no comparta mis creencias es imperativo categórico para todo antihumanismo totalitario.

Desde luego, en el siglo XX, el personalismo (Maritain, Mounier, Gabriel Marcel, Ricoeur…) ha sido una importante filosofía cristiana. Y es lo que molestaba a Nietzsche del cristianismo, que la persona (el prójimo) cobra tan gran valor para el cristiano de buena voluntad, que ninguna es sacrificable, ni siquiera cuando ha sacrificado a otros. Fue esta convicción la que impulsó a fray Bartolomé de las Casas a denunciar los crímenes de lesa cristiandad que se cometían en las Américas en nombre de un dogma pervertido.

Hay diferencia esencial entre ofender y causar daños o perjuicios. Las caricaturas de Charlie Hebdo o de El Jueves pueden ofender a según qué grupos de personas, pero no causan ningún daño físico a individuos particulares, a personas reales. Tales representaciones satíricas pueden ser consideradas por los caricaturizados, desde sus creencias o ideas, como crímenes imaginarios, blasfemias imperdonables, pero no producen víctimas concretas, ni daños personales. Y muchas veces es verdad lo que dice el pueblo, “el que se ofende es porque ajos come”. 

Ni dioses, ni ángeles, ni santos, ni profetas pueden recibir daño alguno real, ni resultar víctimas de nuestras representaciones literarias, gráficas o teatrales. A este respecto, J. Stuart Mill citaba a Tácito: “las ofensas cometidas contra los dioses son competencia de los dioses”, y añadía con ironía que nadie puede probar que ha sido designado por el Todopoderoso para juzgar y castigar en su nombre. Nadie debe usar el nombre de Dios en vano, ni siquiera contra quien lo usa en vano.

Otra cosa son los daños y perjuicios que se causan concreta y evidentemente a individuos particulares. En el caso de la libertad de expresión, las injurias vertidas contra una persona concreta pueden causar daños a su reputación y crédito social. Pietro Aretino inventó el periódico, allá por el siglo XVI, comprendiendo que la imprenta era un poderoso instrumento publicitario, y se apresuró a imprimir una sucesión de obscenidades anticlericales, comentarios difamatorios, acusaciones públicas y opiniones personales que han pasado a formar parte de nuestra tradición periodística, hasta hoy. 

Es eso en gran medida lo que llamamos Actualidad (realidad publicada, publicitada, propagandística, espectacularizable). Su invención del periodismo “sensacionalista” (¿hay otro?) hizo al Aretino rico y famoso, “azote de los príncipes”, el ciudadano Kane del Renacimiento. Pero la culpa de que la mentira, el infundio, la difamación, el sacrilegio o la blasfemia, prosperen en los medios masivos de comunicación no depende tanto de ellos como del crédito y tiempo que les concedamos. Nada nos impide que en lugar de ver la tele o mirar Yahoo Noticias, leamos los Evangelios, veamos una película de “arte y ensayo”, o disfrutemos y aprendamos de los clásicos.
Pero el espectáculo de los diarios y las publicaciones periódicas, en papel o digitales, es divertido, aunque debe tener límites. 

El discurso del odio que promueve la persecución, la deportación o la eliminación física de personas, causa perjuicios y daños, y no sólo ofende. Da igual que se haga en nombre de Dios, de la Patria Sagrada o de la Santa Igualdad. Como Dios calla, en su boca se pueden poner las mayores barbaridades y necedades. Un discurso así, un discurso que santifica la guerra y llama mártir al criminal, por mucho que sea objeto de adoración, de ningún modo merece ser tenido por sagrado y más bien merece nuestra censura y sátira continua. Y en esto no valen cesiones, negociaciones ni conversaciones, porque el otro no quiere dialogar, quiere suprimirnos, a nosotros y a nuestra libertad.

Estoy de acuerdo con Ruwen Ogien (“Que reste-t-il de la liberté d’offenser?”: http://www.raison-publique.fr/article716.html) conviene reconocer que el límite entre daño y ofensa es impreciso. Las ofensas pueden transformarse en daños si son sistemáticas y se dirigen a grupos particulares de personas, o a una persona en concreto, caso del acoso. Sin embargo, es importante dar a esta distinción entre ofensa, y perjuicio o daño, el valor de un principio general, aun admitiendo la complejidad de su aplicación, pues sería difícil defender la libertad de expresión sin reconocer la libertad de ofender, sobre todo, si se ofende burlándose de creencias absurdas o de prejuicios racistas o xenófobos sin causar el menor daño o perjuicio concreto a ninguna persona en particular.

La libertad de representar críticamente los valores es un valor muy apreciable y una condición de la vida civilizada.

Nota
La primera edición de este artículo, ligeramente distinta a ésta, se publicó en la revista JESÚS, nº 59, Úbeda, abril 2015.


1 comentario:

  1. Muy interesante el tema. Y estimulante, pues creo que hace falta un debate serio sobre la libertad y su ejercicio.

    Parece, como bien señalas a propósito de los derechos, que los problemas comienzan con la praxis de la libertad más que con su idea. Se manipula la idea de libertad y se le hace sierva de todo tipo de intereses. Eso, a su vez y lamentablemente, habilita a los autoritarios y hegemonistas a atacar a aquella.

    En lo personal no puedo concebir una vida verdaderamente humana sin libertad. Incluso si nuestra libertad fuera sólo la libertad para someternos a una ley superior (como quiere la religión), todavía eso sería infinitamente más humano, digno y genuino que la falta de libertad. Pues esa sumisión ya no sería un mero sometimiento exterior sino el resultado de una transformación interior.

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